Javier Jiménez, director de Fórcola Ediciones, presenta Karajan, Retrato inédito de un mito de la música
Con motivo de la presentación del libro Karajan, Retrato inédito de un mito de la música, de Leone Magiera, Javier Jiménez, abre las puertas de su despacho para desvelarnos la parte más íntima y humana del director austriaco. Una obra traducida por Amelia Pérez de Villar, con prefacio de Mirella Freni, prólogo de Fernando Fraga y epílogo de Marta Vela.
Javier Jiménez (Madrid, 1970) es editor, licenciado en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid, magister en Administración Pública por el Instituto Ortega y Gasset y el INAP, y postgrado en Estudios avanzados de edición por la Oxford Brookes University y Publish. Con más de veinticinco años de experiencia en el sector del libro, fundó Fórcola en 2007, una editorial independiente dedicada al ensayo y las humanidades. Se confiesa bibliófilo y melómano. En Fórcola ha editado ensayos con temática musical firmados por Richard Wagner, Wilhelm Dilthey, Houston Stewart Chamberlain, Stefano Russomanno, Blas Matamoro, Fernando Fraga, Marta Vela o Carmelo di Gennaro.
¿Por qué Karajan, más de treinta años después de su muerte?
Han pasado, en efecto, más de treinta años del fallecimiento de Herbert von Karajan, pero su figura icónica sigue reclamando nuestra atención, por varias razones, sobre todo musicales, que son las que más nos interesan, y alguna de carácter más personal –incluso algún que otro cotilleo–, que completarían nuestro conocimiento del personaje; todo ello lo logra con creces Leone Magiera en su libro que llega ahora a las librerías españolas. Si ya en vida Karajan se convirtió en un mito –y el siglo XX nos “regaló” otras figuras míticas en el ámbito de la música clásica, como fueron Maria Callas, Jascha Heifetz o Glenn Gould–, su legado musical está muy vivo y tiene un valor innegable. Si el propio Gould subrayó la importancia de la música grabada –lo que se interpretó en su momento como una más de sus excentricidades, cuando fue más bien una apuesta visionaria, como nos recuerda Carmelo di Gennaro en su espléndido libro sobre el pianista canadiense–, el compromiso intelectual, artístico y empresarial de Karajan con su imperio de grabación sigue dando frutos décadas después de su muerte, un legado cultural de primer nivel que quizá debería declararse Patrimonio (intangible) de la Humanidad.
Karajan ha dejado un sello indeleble en todo lo que hizo, una marca personal, bien sea por su manera de dirigir “sus orquestas” (la Filarmónica de Berlín y la Filarmónica de Viena), bien por su singular estilo a la hora de seleccionar “sus voces”, algunas de ellas descubrimientos personales propios –como también en el caso de “sus solistas”, como Anne-Sophie Mutter o Yevgueni Kissin–; y aquí destaco de momento dos nombres: Mirella Freni y Luciano Pavarotti, que ocupan gran parte de las páginas del libro de Leone Magiera.
Se han escrito varias biografías sobre Herbert von Karajan, sus grabaciones de óperas y música sinfónica se reeditan constantemente, su personalidad arrolladora sigue causando fascinación a tirios y troyanos… Todo ello no ha hecho sino consolidar el mito del artista. Magiera recupera y ordena en una narración amena sus recuerdos de una amistad y relación profesional que comenzó en 1963, cuando su esposa de aquel entonces, Mirella Freni, fue seleccionada por Karajan para interpretar a Mimì en la producción de La bohème en La Scala de Milán. Lo cuenta la propia Freni en su prólogo, que escribió meses antes de morir. A los treinta años de su muerte, Magiera comparte con sus lectores detalles personales del maestro, inéditos hasta ahora: sus costumbres más personales, que incluyen su pasión por la velocidad, los aviones y el deporte –se mantuvo en forma hasta sus últimos años–; su entorno más íntimo, donde destaca el singular y fascinante personaje de André von Mattoni, su asistente personal; sus gustos gastronómicos –esa predilección por el Châteauneuf-du-pape y la sopa de tortuga–; su pasión por los disfraces –lo que le permitía esquivar a los fans o “colarse” como un personaje secundario en algunos de sus films operísticos–; su afición a la conversación en petit comité salpimentada de jugosos cotilleos del mundo de la música; o su manera de preparar los ensayos, primero con la orquesta y luego con las voces, en jornadas maratonianas, semanas e incluso meses, antes de sus celebradas grabaciones. El libro de Magiera, en ese sentido, deslumbra, se disfruta de su lectura y consideramos que es todo un acontecimiento editorial.
¿Qué ha supuesto la figura de Karajan para usted?
Para los de mi generación, que pasamos ya de los cincuenta, Karajan ya estaba ahí cuando despertamos a la música clásica. Mi iniciación, propiciada por mis padres, vino de la mano de Radio Clásica, y pasó sin solución de continuidad por las cintas cassette, los vinilos y finalmente el compact disc. La música grabada –y la radio– han formado a muchos melómanos aficionados como yo. En todos estos formatos, nunca me faltó alguna grabación del maestro, de tal forma que mi primer Beethoven, incluso mi primer Mozart, fueron los de las grabaciones de Karajan. Aún conservo vinilos de mi juventud, en sus cajas originales, con algunas de las sinfonías de ellos dos, y alguno más. De hecho, con uno de mis primeros sueldos, en mis tiempos de librero, compré los CD’s de su integral de 1963 de las Sinfonías de Beethoven.
Quizá los recuerdos más nítidos del maestro (al que por desgracia nunca vi dirigir en directo) sean dos: el primero, el del legendario Concierto de Año Nuevo de 1987, al frente de la Filarmónica de Viena, en la Sala Dorada de la Musikverin, primera y única vez que Karajan dirigió dicho concierto. Con sus casi ochenta años, y pese a las serias dificultades de movilidad por culpa de su espalda, torturada de dolores y múltiples operaciones de columna –algo de lo que da detalles Magiera en su libro–, Karajan ofreció posiblemente la quintaesencia del vals vienés, al más puro estilo salzburgués –su patria chica–, con un sonido y un ritmo que habría que rastrear hasta uno de sus maestros, el titán Hans Knappertsbusch, que dirigía los valses de Strauss y de Karel Komzák como nadie, con un aire de otras épocas. En el último Concierto de Año Nuevo, tan atípico por razones obvias, Claudio Abbado ha recuperado Bad’ner Mad’ln, Walzer, op. 257, en un claro homenaje a esa tradición y escuela de dirección inaugurada por Knappertsbusch y Karajan, y de la que son directos herederos Riccardo Muti y el propio Claudio Abbado, como subraya Magiera en su libro. El segundo, cuando asistí, unos años después, a un ciclo de Cine y Ópera en la Filmoteca de Madrid en el cine Doré, donde vi la proyección de El caballero de la rosa, en la histórica película en la que Karajan, al frente de la Filarmónica de Viena, dirige a Elisabeth Schwarzkopf (Mariscala), Sena Jurinac (Octavian), Anneliese Rothenberger (Sophie) y el magistral Otto Edelmann (Barón Ochs). Una experiencia estética que marcó definitivamente mi melomanía. Karajan, para mí, en efecto, ha supuesto mi iniciación a la ópera, primero con las de Wagner, claro, pero sobre todo con las de Puccini. Y aquí topamos con su también legendaria versión de La bohème, con Freni-Mimì y Pavarotti-Rodolfo, que Karajan grabó en 1972 al frente de la Filarmónica de Berlín, y que protagoniza un capítulo entero del libro de Magiera. Mi sonido mental de La bohème es el de esta versión, de forma nítida. La elección de este libro, por tanto, para formar parte del catálogo de Fórcola, como pueden comprender, tiene mucho de decisión personal, por devoción al maestro.
¿A qué se refiere Magiera con la expresión “retrato íntimo”?
Nos faltaba un retrato más íntimo de Karajan, más allá de las biografías canónicas. Primeros intentos de ello fueron la biografía del periodista Roger Vaughan, que aportó jugosos detalles de su vida privada y de su entorno más íntimo, o aquella deliciosa entrevista que mantuvo con José Luis Vilallonga publicada en su celebrado Gold Gotha. Nos faltaba un relato amical en primera persona de alguien que trabajó estrechamente con el maestro en los mejores años de su carrera musical, sobre todo en el ámbito de la dirección operística. Es el caso del pianista y músico Leone Magiera y su libro de recuerdos personales sobre el director, que se publicó en Italia el año pasado y llega a las librerías españolas esta semana. De Karajan, como de cualquier mito, nos quedaba mucho por saber, y algo de ello desvela este ameno libro –impecablemente traducido por Amelia Pérez de Villar–, que nos descubre, como afirma que Fernando Fraga en su introducción, el carácter más «irónico, socarrón, malicioso» y la personalidad «más oculta, rica y humana» del maestro. Detalles que solo podría haber contado alguien que viajó con él durante años y asistió a sus ensayos, minuciosos, exhaustivos y agotadores, donde el maestro –Magiera se dirige a Karajan con este apelativo durante todo su relato– que se aprendía las partituras de memoria y dirigía con los ojos cerrados, buscaba siempre la excelencia y el mejor sonido, tanto de la orquesta como de las voces. La importancia que para Karajan tenían los ensayos, como subraya Marta Vela en su epílogo, y su exigencia en dar al arte lo mejor de sí mismo, dotan a este músico de un carisma especial, asentado en una ética profesional un tanto escasa en los tiempos que corren.
¿Qué le cabe esperar al lector de esta nueva biografía?
El lector va a encontrar sobre todo pasión por la música, por la ópera, que transmite Magiera en cada una de sus páginas. Freni, Magiera y Pavarotti nacieron los tres en Módena, con apenas unos meses de diferencia. Magiera fue profesor de canto de ambos, y con ambos –juntos o por separado– participó en numerosas actuaciones y grabaciones dirigidas por Herbert von Karajan: La bohème, Madama Butterfly, Don Carlo, Otello, Aida, Carmen… que podemos disfrutar como desde una butaca de platea gracias a los modernos sistemas de grabación y remasterización. Un círculo, el de Magiera de los años 60 del pasado siglo, donde se van incorporando personajes de la talla de Gianni Raimondi, John Vickers, Grace Bumbry, Peter Glossop, Nicolai Ghiaúrov, Piero Capppuccilli o Plácido Domingo, «las voces más destacadas de la misma generación», como subraya Fernando Fraga, que deleitaron a la afición en veladas de los principales teatros del mundo, con La Scala como centro telúrico. Esas voces fueron elegidas personalmente por Karajan, y es todo un lujo poder asistir, de alguna manera, a los ensayos dirigidos por el maestro, gracias a la prosa de Magiera. Recuerdos nítidos que versan sobre la forma de alentar las voces, de afianzar la autoestima de los cantantes, sacando lo mejor de cada uno; de su disciplina casi militar en los ensayos con la orquesta, primero por grupos y familias de instrumentos, más adelante con la orquesta al completo, antes de comenzar con las voces; ensayos rigurosos, maratonianos, exigencia del maestro antes de cualquier representación y que le provocaron algún que otro conflicto con las directivas de los teatros. Magiera desmonta el tópico de que Karajan eclipsaba las voces con el tronar de su dirección orquestal. La anécdota que cuenta Magiera sobre las banderitas de colores de Parpignol, en ese sentido, es deliciosa (y no quiero hacer spoiler). Su sentido del espacio escénico, su talento natural para dar vida al drama sobre la escena, subrayando la importancia de la interpretación como parte esencial de la ópera, llevan a Karajan a suplir a veces la labor del director escénico, supervisando hasta el agotamiento un juego de luces o la disposición del atrezzo o el vestuario. Como subraya Marta Vela, «un vívido retrato que recoge su día a día como director de orquesta, erudito o profesor».
¿Cómo se trata el mundo de la ópera en este libro?
Magiera nos ofrece sus dos caras, como un Jano bifronte. Por un lado, la de la pasión musical por la lírica y el bel canto, como testigo privilegiado del arte operístico de Herbert von Karajan a la hora de montar nuevas producciones junto a titanes de la dirección escénica como Franco Zeffirelli o Giorgio Strehler, rodeado además de las mejores voces del momento, y al frente de las Filarmónicas (Berlín o Viena, según el caso). Y por otro, su lado más mundano, lleno de envidias, pequeñas traiciones, rivalidades entre cantantes y entre teatros, todo ello salpimentado de desternillantes cotilleos –como lo que una vez ocurrió en el camerino de Paul Plishka y la indignación de una de las limpiadoras del teatro– y alguna maldad –como el comentario sobre el gallo de la Caballé en su interpretación de «L’altare infiorato» en el recitativo de Anna Bolena de Donizetti, en La Scala–. Pero todo ello contado con gracia, con estilo, sin afectación, haciendo al lector cómplice de un mundo que parece que se extinguió hace mucho tiempo y del que se nos hace partícipes, de alguna manera, gracias a la magia de este libro.
¿Cómo era Karajan como director de ópera?
Como ya he apuntado, Karajan era minucioso, casi obsesivo. Magiera nos cuenta que su trabajo empezaba mucho antes, encerrado en su despacho de alguna de sus casas, como en Schwarznegger, completamente aislado del mundo. Allí estudiaba cada partitura y las memorizaba al mínimo detalle. El mismo nivel de exigencia a su orquesta era el que se exigía a sí mismo, o al equipo de grabación en estudio, donde supervisaba todo el trabajo personalmente. El arte como vocación y como forma de estar en el mundo, como ethos personal. Algunos le han tildado de tirano, de déspota, que fulminaba con la mirada… Magiera desmonta parte de esta mitología para a continuación cimentar el mito con alguna de sus anécdotas sobre los ensayos. Atento a los detalles, se subía a escena para indicar un gesto o una posición a los cantantes, para retocar un detalle del decorado, para ajustar un juego de luces, en una concepción de obra total, propiamente wagneriana, donde la orquesta, los cantantes y el escenario deben causar un efecto concreto en el espectador. Fiel a las partituras y fiel a las indicaciones de las puestas en escena, al servicio de la obra y de la música, estoy convencido de que Karajan se mostraría muy crítico con los experimentos tan «estridentes» de los directores de escena que debemos sufrir en estos tiempos los aficionados a la ópera. ¿Sigfrido en una roulotte? Karajan hubiese quemado el teatro… o simplemente se hubiese negado a dirigir ese engendro.
¿Cómo era su relación con los cantantes?
Karajan fue maestro y guía. Para muchos de ellos, fue descubridor y promotor. De su mano fueron creciendo como artistas, como es el claro caso de Mirella Freni, como nos relata Magiera en su libro. Freni fue una de sus cantantes fetiche, con la que grabó sus mejores papeles: Mimì, Butterfly, Micaela, Desdemoda, Aida, Isabel de Valois… Para otros, el que les dirigiera Karajan les provocaba poco menos que una indigestión o un trago difícil de pasar; es el caso de Peter Glossop, un ejemplar e imponente Yago, siempre atemorizado por la personalidad del director salzburgués, como nos cuenta Magiera. Cappuccilli o Vickers, Grace Bumbry, Leontyne Price o Kathleen Battle le deben mucho a Karajan, pues los transformó «de cantantes a excelentes intérpretes». En concreto Kathleen Battle, como recordarán, intervino en el legendario Concierto de Año Nuevo de 1987, la primera vez que participó una cantante como solista en dicho concierto, gracias a la invitación de Karajan. Price revolucionó el mundo de la ópera en los años cincuenta y sesenta, con sus inimitables interpretaciones de Carmen o Aida, de la mano del maestro. Pero eso es otra película y otro libro. Magiera, por su biografía personal, centra su relato es estos dos maravillosos artistas, Mirella Freni y Luciano Pavarotti, y sus años dorados con Karajan, quien los mimó, formó y encumbró. Con Pavarotti, Magiera recorrió el mundo de recital en recital (hasta el recordado recital de Barcelona de 1990). El Pavarotti de Karajan (Rodolfo, Pinkerton…) es sin duda el mejor.
Recomiéndenos sus grabaciones favoritas de Karajan, fuera y dentro del mundo de la ópera.
Las Sinfonías de Beethoven (1963), en lo que tiene que ver con la música sinfónica. Hay otras posteriores, pero estas son mis preferidas.
En cuanto a sus grabaciones de óperas:
- Il trovatore (1962), con Corelli-Manrico, Price-Leonora y Simionato-Azucena.
- Carmen (1964), con Price-Carmen, Corelli-Don José, Merril-Escamillo y Freni-Micaela.
- La bohème (1972), con Rodolfo-Pavarotti y Freni-Mimì;
- Otello (1974), con Vickers-Otello y Freni-Desdemona.
- Madama Butterfly (1974), con Freni-Butterfly, Pavarotti-Pinkerton y Ludwig-Suzuki.
- Aida (1979), con Freni-Aida, Carreras-Radamès, Baltsa-Amneris, Capuccilli-Amonasro y Raimondi-Ramfis.
Fórcola es una editorial que cuida mucho la música, ¿nos puede avanzar algo de lo que los lectores podrán disfrutar próximamente?
Los libros que tienen como protagonista la música clásica conforman una de las líneas temáticas fuertes de nuestro catálogo, bien sean biografías, estudios históricos, ensayísticos o monografías especiales. En ese sentido, son importantes libros Wagner y el cine (2018); el de Fernando Fraga Maria Callas. El adiós a la diva (2017); el de Marta Vela Las nueve sinfonías de Beethoven (2020); el de Andrés Amorós, Tócala otra vez, Sam. Las mejores músicas de cine (2019); el de José Luis Téllez, Musica reservata (2019); el de Carmelo di Gennaro, Glenn Gould. La imaginación al piano (2018); el de Stefano Russomanno, La música invisible (2017); o el de Blas Matamoro, Nietzsche y la música (2015). En cocina estamos preparando varios títulos más de temática, pero la función no empieza hasta que se levanta el telón.
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