Vistosa producción de Faust, de Gounod magistralmente cantada en el Teatro Real
A estas alturas, empeñarse a traducir escénicamente la esencia goethiana del mito fáustico resultarÃa una labor tan ardua y quimérica como pretender descubrir la piedra filosofal en pleno siglo XXI.

© Javier del Real
Más allá de la entusiasta retórica del director artÃstico del teatro madrileño, la proyección metafÃsica de la obra de Goethe escapa a cualquier intento de conceptualización y materialización circunstancial, abriéndonos a un diálogo simbólico y eficacÃsimo que no es otro que el auténticamente artÃstico. Cual Quijote o Las Meninas, su significado es una realidad abierta que supera los lÃmites geográficos y cronológicos que lo alumbraron, nos dice su verdad sin ser revelado, desafiando cualquier intento de ser postrada en el lecho de Procusto. Si algo cabe reprocharle a Charles Gounod, como a tantos otros compositores y dramaturgos antes y después que él, es el hecho de haber querido brindarnos su propia versión de la historia del atormentado doctor, como todas las demás, hija de su tiempo y circunstancias, que en su caso no son otras que las de la France de Le Grand Opéra.
Guste más o menos, la versión fáustica del compositor galo ha dado muestras sobradas de resistir con magnÃfica salud el paso de modas y tendencias. Y ello, sin duda, es debido mucho más a los méritos de la rica partitura de Gounod que a los aciertos de Jules Barbier, su libretista, aunque estos sean muchos más de los que hoy se le reconocen. Su estreno en el Real tuvo lugar el 18 de enero de 1865 y en 1925, cuando el teatro cerró sus puertas, contaba ya con 229 representaciones. Unos números que hablan por si solos y que siguen sumando enteros en los principales coliseos internacionales, muy a pesar del postureo postmodernista de muchos programadores actuales. Resulta poco menos que paradójico que, a pesar de la urticaria que a muchos de ellos les genere aquel magma cultural al que llaman tradición, sigan tirando de la músicas de Mozart, Verdi o Gounod para revisitar mitos clásicos en lugar de buscar creadores actuales capaces de vestir espectáculos de nuevo cuño, tal y como sucede con absoluta normalidad en el mundo del cine y la pantalla. Algo tendrán que ver en ello aquellas partituras centenarias, más allá de los tÃtulos y personajes que las inspiraron.
Todo esto viene a tenor de este estreno madrileño, anunciado a bombo y platillos por el señor Matabosch como un ejercicio de hermenéutica goethiana capaz de superar el barniz grandilocuente y sentimentaloide impuesto, según él, por Gounod al texto original literario. No obstante, a tenor de lo visto y escuchado, la música del maestro francés y la eficaz dramaturgia de su libreto volvieron a ganarse nuevamente el favor del público madrileño, por encima de los aciertos del montaje firmado por la compañÃa catalana La Fura dels Baus. A pesar de los silbidos de la función inaugural, debidos a circunstancias ajenas al espectáculo teatral, vale decir que la propuesta de Àlex Ollé sirvió con bastante respeto e inteligencia la obra del compositor galo. Sobre un fondo rojizo, dinamizado con el caracterÃstico lenguaje y recursos fureros – el hombre-maquina (aquà mujer) y los artilugios futuristas -, el regista catalán es capaz de reconstruir eficazmente la acción dramática de la obra, especialmente en las escenas de gran aparato. Una labor que quizás resultó algo más desdibujada en los pasajes más intimistas de la obra, aunque en estos casos fueron resueltos con gran oficio por los intérpretes solistas.
La tarde de la segunda función del primer reparto, el laureado tenor Piotr Beczala nos deleitó con una magistral encarnación del personaje protagonista, dotado de un timbre áurico y una lÃnea canora de envidiable factura. A su lado, la letona Marina Rebeka recreó una Marguerite realmente deliciosa y largamente aplaudida, tanto por la belleza expresiva de su canto como por la caracterización dramática de su personaje. Completó con autoridad el trÃo protagonista el Mephistophélès de Luca Pisaroni, de tintes más baritonales que oscuros y de una gran solvencia escénica. Mención especial merecen el ValentÃn de Stéphane Degout y el Siébel de Serena Malfi, asà como el Wagner de Isaac Galán. El coro y la orquestra titulares del teatro cumplieron con acierto y buen oficio las indicaciones del maestro israelà Dan Ettinger, quien demostró habilidad como concertador y una tendencia a enfatizar las dinámicas orquestales, en sintonÃa con el aparato escénico desplegado por Ollé. Un discurso vehemente y vitalista que, sin embargo, empañó ligeramente la profundidad camerÃstica de las sutiles texturas de la partitura orquestal gounodiana.
Al finalizar, el público que llenaba el teatro aplaudió generosamente el brillo y la entrega del equipo artÃstico al completo.
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