L’Orfeo de Monteverdi, un retorno impune desde los infiernos
Claudio Monteverdi: L’Orfeo. Jordi Savall – Le Concert des Nations / La Capella Reial de Catalunya. Alia Vox, AVSA9911
Alia Vox recupera en formato discográfico la representación de la inmortal obra de Monteverdi que tuvo lugar en el Gran Teatre del Liceu (Barcelona) el 31 de enero de 2002.
Interpretado por Le Concert des Nations y La Capella Reial de Catalunya bajo la dirección del maestro Jordi Savall, cuenta en su elenco con las magistrales voces de Montserrat Figueras (la Música), Arianna Savall (Eurídice), Furio Zanasi (Orfeo), Antonio Abete (Caronte), Daniele Carnovich (Plutón) e Iván García (Espíritu y Pastor), entre otras. Lujosamente editado –con el acompañamiento de un extenso libro de más de 400 páginas con textos en siete idiomas de diversos autores destacados–, supone uno de los mayores hitos de la música barroca, recreada por el aclamado violista y director catalán.
Aunque anteriormente ya se hubieran aproximado musicalmente al mito órfico otros compositores como Jacopo Peri y Giulio Caccini, L’Orfeo de Claudio Monteverdi (1567-1643) se considera la primera ópera íntegramente conservada de la historia. Su estreno en la corte de Mantua durante las fiestas de carnaval de 1607 no dejó indiferente a nadie por varios motivos que el autor supo plasmar expresivamente en su obra magna. Hacía poco tiempo que su esposa había muerto cuando recibió el encargo de agasajar al príncipe por sus nupcias con Margarita de Saboya. De ese choque sentimental brotaría la inspiración para este Orfeo.
Monteverdi, apoyándose en el libreto de Alessandro Striggio (1573-1630), se basaría sobre todo en la visión moderna que nos ha legado Virgilio. Antes, la figura de Orfeo ya fue tratada por Ovidio en su ciclo de las Metamorfosis, pero es la versión que nos ocupa la más conocida, sirviendo como metáfora de los ritos de iniciación gnóstica que ofrecen cierta paz ante la incertidumbre de la existencia terrenal, pero también como fábula que relata el descenso a los infiernos azuzado por los propios temores, los cuales empiezan cuando acaba la mayor gloria del sentimiento amoroso (“Orfeo vinse l’Inferno e vinto poi fu da gl’affeti suoi. Degno d’eterna Gloria fiasol ocluí ch’avrà di sè vittoria”, reza el verso del coro al final del IVº acto).
A Orfeo también se le atribuye la invención de las artes sonoras más completas, así como la de la cítara y la lira que, a diferencia de la flauta, permiten tocar y cantar al mismo tiempo. El dato no es nada baladí porque permitía a Monteverdi explorar la capacidad del canto humano para emocionar al público, alzando la palabra al mismo nivel que la técnica vocal. Hacedor de églogas, el mítico Orfeo podía afligir a la propia naturaleza con su canto, ya fuera amansando a las fieras, sajando los cielos, deteniendo el curso del agua o haciendo inclinar los árboles a su paso. Estos poderes esotéricos mediante la música serían temidos por los dioses y admirados por las almas sensibles que se dejaran seducir por su canto, hasta el punto de combatir a las sirenas en un poco conocido episodio de los Argonautas y conseguir embelesar al mismísimo Caronte quien, conmovido por su tristeza hecha música, le dejaría cruzar el Estigia sin morir.
Este don es el que dota a Orfeo de un profundo conocimiento del mundo inconsciente, ése que está más allá de la vida racional sin caer en los fueros dionisíacos –y que tan bien expresaron las adaptaciones cinematográficas de Marcel Camus y Jean Cocteau–. Le acompañará en su eterno periplo la ingenua Esperanza (aquí interpretada por Cécile van de Sant), a quien el famoso lema dantesco –“Lasciate ogni speranza voi ch’entrate”– impedirá dar un paso más antes de la aparición del inflexible barquero. Éste pondrá una sola condición: que el enamorado nunca pusiera en duda la fidelidad de su amada, reprimiéndose las ganas de mirar atrás para comprobar que ella le siguiera. Pero ¡ay!, de sobras es sabido que pudo más la debilidad del hombre, perdiendo a Eurídice para siempre al girarse en el último instante. Esa flaqueza y falta de seguridad sería su mayor condena, y la añoranza por su amor inmerecido su peor condena. Como pago a su propio celo renunciará al amor de toda mujer, un acto de voluntad contranatural que ofenderá a las desatadas Bacantes. En su versión, Monteverdi “perdonará” a Orfeo evitando que muera despedazado por éstas –salvándole paradójicamente de su pena en vida–, haciendo aparece al final a Apolo para reconvertido en agradecido dios del sol.
Este happy end contentó al público cortesano para el que la obra fue escrita, pero no disimula el sufrimiento por el que estaba pasando su autor. La propuesta de Savall subraya esos aspectos psicológicos en detalles como las disonantes fanfarrias de cornetas y sacabuches que introducen a Orfeo en los reinos de Plutón, en contraste con la dulce sonoridad de las cuerdas terrenales; el comedido lamento de los instrumentos que introducen la consoladora advertencia de los pastores en el Acto I (“Que nadie se abandone, en el desespero, al dolor, aunque nos acose con tal poder que comprometa nuestra vida. Porque, después que la cruel nube, cargando de tempestad su seno, ha horrorizado al mundo, el sol extiende más claros sus relucientes rayos”); el tenebroso coro de ninfas que anuncia y llora con Orfeo la muerte de su amada (“Mortales, no os fiéis de los bienes caducos y frágiles pues presto huyen, y a menudo cerca del gran ascenso está el precipicio”); las intervenciones solistas del arpista Andrew Lawrence-King en el adiós de la Esperanza (“He aquí la laguna, y el barquero”), antes de la tremenda aparición de Caronte y del implorante Orfeo, secundado por el conjunto de violas, arpa y tiorba y las lejanas trompetas que repiten su sollozo enternecedor (“No vivo yo, no; desde que perdió la vida mi amada esposa, mi corazón no está conmigo, y sin corazón, ¿cómo puede ser que viva?”), sin duda la escena más brillante de todas las que cuentan la triste historia de Orfeo.
Los cinco actos más un prólogo de L’Orfeo, repartidos en dos CDs, acaso lastran su dinámica narrativa por el exceso de recitativos y la participación coral, un recurso meramente descriptivo con el que Monteverdi se ahorraba los cambios escénicos constantes. Quizá el montaje de Savall, tan fidedigno a las expectativas originales, no fuese de los más aplaudidos, pero su particular valor radica en haber planteado el debut escénico de Arianna Savall en un rol protagonista, bajo la dirección de su padre; por devolvernos otra ocasión para disfrutar de la voz de Montserrat Figueras, aquí personificando brevemente a la Música (con mayúscula) al inicio de la obra; por ser uno de los primeros pinitos del grandísimo Iván García en tierras españolas, uno de los bajos más potentes de la ópera actual; y, por qué no, por esa Moresca final tan savalliana, un bordón que parece hermanar la cultura oriental y occidental o bien la conjunción entre lo sacro y lo profano por medio del lenguaje más universal de todos: la música.
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