La idoneidad de los músicos callejeros, un año después
por Anahí Quirós y Tony Cabo
Hoy se cumple un año desde que se evaluó la «idoneidad» de los músicos callejeros de Madrid. Las audiciones para la selección de músicos callejeros que podrían tocar en el Distrito Centro se desarrollaron entre el 2 y el 4 de diciembre 2013 en el Centro Cultural Conde Duque.
Todo este proceso se puso en marcha con un decreto que nos sigue suscitando muchas dudas, sobre las que creemos que los músicos merecen otra perspectiva más de la que puedan sacar sus propias conclusiones y actuar en consecuencia.
El origen del problema está en que vivimos en un mundo muy ruidoso. Según la Organización Mundial de la Salud, 1 de cada 5 europeos está expuesto con regularidad a ruidos nocturnos de tal intensidad que podrían causar daños significativos a la salud. En el portal sobre ruido de la OMS se afirma que la contaminación acústica es un problema subestimado, y que el exceso de ruido puede producir trastornos con consecuencias como la reducción de las capacidades cognitivas de los niños. El ruido es un problema real para el que las autoridades políticas están buscando soluciones, entre las que encontramos las que se adoptaron en España con la aprobación de la Ley 37/2003, de 17 de noviembre, del Ruido.
En su texto se cita una directiva del Parlamento Europeo en la que se define el ruido como «el sonido exterior no deseado o nocivo generado por las actividades humanas, incluido el ruido emitido por los medios de transporte, por el tráfico rodado, ferroviario y aéreo y por emplazamientos de actividades industriales como los descritos en el anexo I de la Directiva 96/61/CE del Consejo, de 24 de septiembre de 1996, relativa a la prevención y al control integrados de la contaminación». El anexo al que se refiere la cita contiene una larga lista de emisores de ruido entre la que encontramos ejemplares como «instalaciones de gasificación y licuefacción de carbón», «fundiciones de metales ferrosos con una capacidad de producción de 20 toneladas por día», emplazamientos para el «forjado con martillos cuya energía de impacto sea superior a los 50 kilojulios» o «instalaciones para la valorización o eliminación de residuos peligrosos». Es verdaderamente difícil imaginar el término «música» al lado de todas las palabrotas que llenan esta lista.
En la Ley del Ruido no se menciona a la música ni a los músicos callejeros en ningún momento, aunque sí se contemplan las «actividades deportivo-recreativas y de ocio» como categoría de emisores acústicos. La consideración de música como ruido se ha producido en un nivel inferior del ordenamiento jurídico, donde se encuentran una serie de normas para el ámbito de Madrid entre las que encontramos el mencionado decreto. Una norma que afecta a toda la ciudad establece que en el municipio de Madrid «las actuaciones musicales en la vía o espacios públicos no estarán sometidas a autorización administrativa sin perjuicio de que no podrán ocasionar molestias que impidan el descanso de los vecinos o el normal desenvolvimiento de las actividades propias del local receptor, ni afectar a los objetivos de calidad acústica que se establezcan por la normativa de ruido» (artículo 41 de la Ordenanza de Protección contra la Contaminación Acústica y Térmica).
Esto pasó a ser diferente sólo en el Distrito de Centro con la declaración del mismo como Zona de Protección Acústica Especial (ZPAE), al amparo del artículo 25 de la Ley del Ruido. La normativa de esta ZPAE dice en su artículo 17 que «toda actuación musical o asimilable, que se pretenda celebrar dentro del ámbito geográfico de la Zona de Protección Acústica Especial, estará sometida a autorización municipal». El decreto desde el que se convocó el casting es la norma con la que se organizó el trámite para suministrar a los músicos esas autorizaciones. Y es en este último texto donde hemos encontrado muchos aspectos criticables.
Los propósitos de esta norma son, según se dice en el propio documento, «proteger esta manifestación de arte urbano que aporta cultura, vida y alegría a nuestras calles, garantizar la convivencia y el derecho al descanso de nuestros vecinos, promover unos estándares mínimos de calidad, la preservación de los niveles sonoros ambientales, y evitar prácticas nocivas y molestas para el ciudadano como la mendicidad encubierta, o ruidos excesivos que en ocasiones poco o nada tienen que ver con la música». Ante todo, nos llama la atención la vehemencia con la que se nombran hasta tres veces los «estándares mínimos de calidad» en el breve texto del decreto, sin que estos se especifiquen con claridad en ningún sitio.
Cuando uno llega al punto siete del decreto, «Declaración de Idoneidad», se podría esperar encontrar ahí un baremo universal para evaluar cualquier fenómeno musical procedente de cualquier cultura, dando por fin solución a un problema para el que no se ha encontrado respuesta en miles de páginas de estética de la música o etnomusicología. ¿Cómo podría alguien discriminar la «idoneidad» entre un conjunto de músicas en el que puedes encontrar tanto jazz manouche como música tradicional andina o música para coro de Palestrina? Pero, para nuestra decepción, la única definición concreta de lo idóneo en música que se presenta es tan breve que podemos reproducirla entera aquí sin alargar demasiado nuestro texto: «7.3 La Comisión valorará que el candidato disponga de un nivel de interpretación personal y no reproducida suficiente, capaz de animar o entretener al público sin molestar a los vecinos o viandantes. Respecto a los cantantes, deberán interpretar suficientemente por sí mismos con el mínimo de música de acompañamiento». Aún no hemos dado con ningún músico que sepa interpretar el significado exacto de estas palabras.
El poder, a la hora de especificar en sus normas cuánto ruido es demasiado ruido, tiene que utilizar forzosamente términos cuantitativos que se puedan medir de forma objetiva. Por ello, mucha de la normativa con la que se intenta solucionar el problema de la contaminación acústica contiene mapas de ruido y objetivos de calidad expresados en cantidades concretas de decibelios. Hablar en términos cuantitativos parece lo acertado a la hora de establecer normas para regular el ruido. Lo que no entendemos es la sustitución de este tipo de criterios por las valoraciones cualitativas que hizo la Comisión de Idoneidad al evaluar subjetivamente a los músicos.
Nadie se ha parado a apreciar si los sonidos emitidos por la maquinaria industrial pesada que hemos mencionado antes son lo suficientemente hermosos para ser legales. No se ha sentado a un grupo de personas en una fábrica delante de los «martillos cuya energía de impacto sea superior a los 50 kilojulios» para comprobar si se emocionaban y aplaudían al escucharlos. ¿En qué momento se transformó el proceso de valoración de cuánto molestan los músicos en un concurso de talentos con jurado anónimo? El examen habría sido menos disparatado de haber consistido en hacer desfilar a los músicos delante de un sonómetro, para ver cuántos decibelios daban, como si se les estuviera sometiendo a un control de alcoholemia.
Independientemente de lo criticable que sea el contenido de este proceso, queremos señalar que una revisión exhaustiva de la adecuación del decreto a las normas de rango superior a las que está sometido, podría revelar algunas incompatibilidades. En la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común se hacen disposiciones sobre cómo se deben llevar a cabo trámites como este. En su artículo 35 se establecen los derechos de los ciudadanos en sus relaciones con las Administraciones Públicas, y el apartado b) de este artículo contiene el derecho «a identificar a las autoridades y al personal al servicio de las Administraciones Públicas bajo cuya responsabilidad se tramiten los procedimientos». Durante el desarrollo de las audiciones de idoneidad no se hicieron públicos los nombres y currícula de los componentes de la Comisión de Idoneidad que juzgó a los músicos, que estaba compuesta por las personas que determinaron el resultado del trámite que obtuvo cada solicitante. Además, hay motivos para pensar que los miembros de esta Comisión anónima ni siquiera fueron los mismos en las diferentes jornadas de audiciones, gracias al único testimonio gráfico que tenemos del evento, un vídeo de la actuación de la Potato Omelette Band. Algunos músicos que fueron evaluados en un día distinto al de la Potato Omelette Band no reconocieron a dos de los miembros del jurado que aparecen en el vídeo como las mismas personas que les evaluaron a ellos. Esto quiere decir que el resultado de algún músico pudo haber sido diferente dependiendo del día en el que le tocó actuar.
Hoy, un año después de que todo esto sucediera, tenemos perspectiva suficiente para evaluar la utilidad que al final ha tenido todo este asunto. El revuelo mediático que tuvo en su momento caducó en las semanas siguientes a los hechos, pero las limitaciones de los derechos de los músicos callejeros siguen ahí. No sabemos cuántos de ellos perdieron con este proceso lo que pudo ser su manera de subsistir económicamente en ese momento, ni qué ha sido de aquellos músicos cuyas solicitudes quedaron atrapadas en la telaraña burocrática del trámite, de modo que se les quitó el derecho a tocar en el centro sin haber tenido si quiera ocasión de tocar en el casting. El asunto tiene demasiadas incongruencias como para considerarlo resuelto. Es necesario reconsiderar el proceso de evaluación que se hizo hace un año, ante todo porque se llevó a cabo siguiendo las directrices de un decreto que, por lo que hemos visto, está muy lejos de ser idóneo.
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