Barber y Sibelius de entrantes, Mahler de postre… y una botella
Actualización 31/05/2014
No hace mucho. El pasado 4 de marzo, sobre las dos de la tarde, Konrad Fischer faenaba a seis millas del faro de Kiel (Alemania). Cuando ganaban calado, apareció de repente, enzarzada en la trama, una botella opaca. Un ‘gran gran gran reserva’, a juzgar por la capa de crustáceos que la envolvía.

La botella de 1913 encontrada por Konrad Fischer. © Pae
El borroso vidrio impedía ver con nitidez su interior. Cual no fue la sorpresa del capitán Fischer, al borde de la jubilación, cuando del interior del vidrio extrajo un rollo manuscrito. En realidad, una postal firmada por un tal Richard Platz el 17 de mayo de 1913. La postal souvenir danesa contenía un sucinto mensaje al potencial, aunque harto improbable, destinatario: “De encontrar la misiva, por favor envíela a mi domicilio de Berlín…”.
Más de 100 años se ha demorado. Cuántas historias de amor, desamor y odio se habrán visto truncadas por una (in)puntual negligencia del servicio de Correos. En este caso, no se puede hablar claro de negligencia ni de descuido -la postal incluía franqueo, dos sellos incluso. En todo caso de un ligero retraso secular en el envío; de la insurrección colectiva de corrientes marinas, mareas y rissagues; de la corta flota de batiscafos.
Ciertamente suena a patraña mediática, demasiado escenificada para ser verdad: las patillas a lo Corto Maltese del patrón, las pintorescas boinas de los pescadores y para colmo un capitán que se apellida Fischer. Otorguémosle, no obstante, el beneficio de la duda. ¿Cuál es la probabilidad de que el famoso message in a bottle llegue a manos del destinatario o destinataria? ¿Cuántas botellas se habrán descorchado a modo de testamento póstumo, para sellar un último brindis y aguarse, acto seguido, en el olvido eterno? ¿Leyenda, pura ficción o realidad? Siglos después de este inefectivo medio de comunicación, corremos el riesgo de caer en las redes de la red, en la pura incomunicación. Para el caso, lo mismo.
Hace algo más de un año había en Polonia al menos un millón de blogers. A saber cómo se pueden contabilizar, cómo se puede tan siquiera especular cuántas botellas yacen en el fondo de la plataforma Atlántica. El caso es que leí ese titular en una revista universitaria y el otro día me puse a hacer números. A razón de un post mensual por bloger (12.000.000 mensajes anuales salidos de Polonia con rumbo desconocido), si extrapolamos ese dato a nivel mundial, no sería descabellado afirmar que, sólo en blogs, generamos del orden de 1.200 millones de misivas al año. Emergen o se sumergen, naufrag@n la inmensa mayoría como botellas anónimas. Su destinatario: nadie, es decir, todos. Nunca el remitente tuvo un lector tan indefinido. Y digo yo qué importancia tiene entonces el pretencioso post de este insignificante blog. Puede que algún día escribir mails, sea cómo lanzar botellas encriptadas al océano, ¿al vacío? Como el pesquero que va en pos de un tesoro, una botella al menos, y sólo extrae morralla, spam en definitiva.
Hace una semana el Tribunal de Luxemburgo le cantó las cuarenta a Google. Que te digo que sí, que las personas tenemos derecho al olvido, a ser olvidadas. ¿Quién se ha creído Google que es para comportarse como Dios? Los juristas han dado su veredicto y la multinacional, o como deba uno referirse a este ente, tendrá que borrar de la red los datos de aquellas personas, no públicas, que así lo soliciten. ¿Cómo se las compondrán para comprobarlo? Vete tú a saber. Estamos en las de siempre. Queremos peinar con una pesquera todo el fondo marino. Ni con todos los batiscafos del mundo. Google tiene una memoria ram ilimitada, la glándula del alzheimer atrofiada. Por otra parte genera olvido cada día sin descanso. Atrapados en el olvido o en el recuerdo. Enredados es lo que estamos.
***

Jacek Kaspczyk © Archivum Filharmonii im. W. Lutoslawskiego
Cuando las violas quiebran el silencio y dan vida al último adagio de Gustav Mahler (la apertura de su décima sinfonía) uno se sabe rehén de la butaca. Apenas unos compases le bastaron a Jacek Kaspczyk para sumir al patio de butacas en anestésico bienestar y conceder una cura a las migrañas enquistadas del espíritu. El maestro polaco lleva camino de convertirse en uno de los grandes directores mahlerianos de su generación. En su primer año como director titular de la Orquesta Nacional de Varsovia ya se ha encargado de programar al austríaco en dos ocasiones (Sinfonías números 2 y 4). En su visita a Wrocław, en calidad de director invitado, el pasado 9 de mayo, apagó la velada con el Adagio de la sinfonía inacabada de Gustav Mahler.
Según he leído, el Adagio es el único movimiento que Mahler concluyó íntegramente. A menudo se interpreta desgajado del resto de la recompuesta y manoseada décima. Antaño era habitual dicha práctica: ejecutar partes y no totalidades. Con más razón el Adagio bien vale hora y media de espera. ¿Qué postre no lo merece? A las intensas convalecencias, le suceden mañanas soleadas, victoriosas, henchidas; esa paz que transmite el Adagio tiene algo de cósmico, de sueño reparador. El placentero dolor que supone dejarse vencer y a la vez luchar contra el sueño. En palabras de Hesse “(…)wie der Kalte stille Raum, in dem die Sterne sich drehen.” (“como en el silencioso y frío espacio en donde las estrellas orbitan”).
Kaspczyk logró en sus quince minutos finales extraer de la Filharmonia Wrocławska todo el lirismo y calado, que se echó en falta, parcialmente, en el Concierto para violín de Jean Sibelius y en las Variaciones sobre un tema de Haydn de Johannes Brahms. Bastan apenas unos compases, unos fotogramas, para sopesar con escaso margen de error la calidad de una interpretación o de un film. Me atrevería a decir que el escuálido director ha aprendido a domar la apnea de la galaxia Mahler y orbita en sus elipses de penumbra y luz, como argonauta en la noche abisal. Terminar un concierto sin redobles de timbal, ni codas eufóricas. Un purgatorio dulce y sosegado, eso parecía susurrar la décima al oído de Gustav. El purgatorio puede tener un efecto redentor, como los confesionarios, como los placebos.

Henning Kraggerud. Foto: www.facebook.com/HenningKraggerud
Cuando los violines tiritan, uno sabe también que Sibelius amaneció sereno el día que inicio la escritura del Concierto para violín en re menor op. 47. Si no es el concierto más bello jamás escrito para este instrumento, pocos le pueden disputar la hegemonía. El violinista noruego Hennig Kraggerud ha alcanzado el sonido de los grandes solistas y batalló como un jabato. Por culpa del que escribe, disperso en otros pensamientos, o porque en efecto orquesta y violinista no soldaron del todo la obra maestra, uno se quedo con ganas de más. Quizás Kaspczyk subestimó, lo dudo, la dificultad y grandeza de la parte instrumental. Le faltó algo de alma a la orquesta breslava.
Kraggerud, no sin algún apuro –bella y compleja es la partitura de Sibelius–, enmendó algunos aprietos con una interpretación arrebatadora y entregada. Encarando el abismo y asumiendo riesgos. Tras escuchar en vivo la única obra concertística de Sibelius, tuve la impresión de que debe ser una auténtico suplicio tanto para el director como para el solista. Su belleza tan natural, por una parte, nada tiene que ver con la sencillez. Los dos movimientos impares van lanzados y no hay marcha atrás, una vez atacados. Quizás por ello disfruté del tiempo lento, cuando todo fluye pausado y, por unos minutos, uno no teme que asome la cuerda floja ante el abismo virtuosístico.
El joven concertino de la Filharmonia Wrocławska e integrante del Lutosławski Quartet, Marcin Markowicz, también subió al podio, violín al hombro, el pasado 26 de abril. En esta ocasión pudimos escuchar el Concierto para violín op.14 de Samuel Barber. Obra más que meritoria, plagada de bellos pasajes, que Markowicz resolvió sin un único reparo. Desinhibido, como si fuera lo más sencillo del mundo domar las cuatro cuerdas, demostró una musicalidad extraordinaria y un aplomo casi insultante. Su violín cantó cada una de las notas, del primer al último compás. Al frente de la Orquesta le acompañó el director checo Tomáš Hanus.
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Fe de erratas: En contra de lo que se dice en el texto, es el Tribunal de Luxemburgo (y no el de Estrasburgo) el que ha dictado sentencia contra Google. Gracias Magda por la apreciación.
Sens dubte, el perill de «caer en las redes de la red» ens amenaça en tot moment. M’agrada l’expressió.
L’adaggio de la dècima de Mahler (juntament amb l’adaggieto de la cinquena) són, al meu parer, unes de les millors partitures del segle XX (i potser de tota la Història de le Música). Gràcies per comentar-la i fer present la seva embolcalladora lentitud en un món com el d’avui que viu depressa, depressa.