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‘Tosca’ © Antoni Bofill/Liceu

Un estreno, el del pasado 8 de marzo, cuyo inicio se vio salpicado por una jornada de protestas y reivindicaciones en las que convergieron, a las puertas del teatro, los trabajadores de la casa –sobre los que pende la guillotina de nuevos recortes– y los colectivos feministas con motivo del día de la mujer trabajadora.

Con un leve retraso de cinco minutos, el telón se alzó y el primer acto se desarrolló en el marco de una escenografía tradicional –un interior de iglesia barroca, a modo de gran retablo– y una puesta en escena escrupulosamente respetuosa con el libreto original. Fue en el segundo y tercer actos donde el joven director se tomó algunas licencias (una jaula gigante llena de prisioneros, un puente/prisión…) que si bien mayoritariamente no aportaron gran cosa, más allá de ambiguas connotaciones de carácter simbólico, tampoco distorsionaron el desarrollo narrativo del drama. Por encima de todo, destacó muy positivamente una cuidada y lograda dirección de actores, así como algunos acertados detalles de connotación simbólica como, por ejemplo, el gran cortinaje rojizo que cubría la jaula de prisioneros convertido después por Tosca en sudario del malogrado Scarpia.

No obstante, el gran protagonismo de la velada recayó en el trío de personajes principales, encabezado por la espléndida Tosca de Sondra Radvanovsky. Si bien la soprano norteamericana ya había presentado anteriormente con éxito sus credenciales en este escenario como princesa etíope verdiana, esta vez su actuación le valió una rendida y sonora ovación del público. La suya fue una Tosca rotunda y sin fisuras, tanto en el aspecto vocal como en el escénico. Rica en recursos expresivos canoros e intensa en cada una de las escenas, hizo vibrar el escenario de Les Rambles en cada una de sus intervenciones. Es cierto que en el registro agudo acusa un leve exceso de vibrato, pero también lo es que el exagerado volumen del foso obligó más de una vez a los intérpretes a cantar al límite de sus posibilidades para no quedar ahogados. Sin embargo, cuando la ocasión se lo permitió, supo encandilar al auditorio con un uso exquisito y virtuoso de las regulaciones que le valieron el clamor del público, como en su emotivo “Vissi d’arte” del segundo acto.

Su pareja dramática la encarnó el canario Jorge de León, substituyendo al indispuesto debutante Riccardo Massi. De León está dotado con un instrumento de poderosos y estentóreos agudos que le permitieron abordar con vigor y holgada brillantez los pasajes más comprometidos del fatídico y apasionado pintor Cavaradossi. Aunque su canto mostrara cierta tosquedad en algunos pasajes (especialmente en sus intervenciones del primer acto), su interpretación fue ganando enteros y alcanzó una emotiva culminación en su célebre adiós a la vida del tercer acto. Completó con magisterio el trío en discordia, el monumental Scarpia de Ambrogio Maestri, un malvado de pies a cabeza. Su encarnación del perverso y depravado jefe de la policía romana fue antológica, alcanzando unas cuotas de maestría canora y autoridad escénica que nos recordaron las inolvidables recreaciones del gran barítono menorquín Joan Pons.

Redondearon el reparto un competente equipo de coprimarios, entre los que destacó el sacristán de Valeriano Lanchas y el Spoletta de Francisco Vas. El coro titular lució con intensidad en el vibrante Te Deum del primer acto, mientras que la orquesta, sobrada de decibelios en más de una ocasión, respondió con aplicación las indicaciones del inflamado maestro Paolo Carignani.

Al final, a pesar del trágico desenlace de la obra, la satisfacción reinaba entre el público asistente.