Iolanta/Perséphone, la metafísica como frivolidad
El Teatro Real ha abierto el año 2012 con un esperado programa doble: Iolanta, de Chaikovski, y Perséphone, de Stravinsky. Una sesión rusa cuya escena ha corrido a cargo del magnético Peter Sellars.

Perséphone. ©Javier del Real. Cortesía Teatro Real.
El aparato promocional del Teatro Real ha conseguido con asombrosa facilidad colar un mensaje grandilocuente respecto a este doble montaje en los actuales medios de comunicación. “Toda Europa envidia a Madrid por tener a Gerard Mortier”, ha proclamado el joven director musical Teodor Currentzis. U otra perla del mismo director griego afincado en Rusia: “Sellars es un alma gemela de Stravinsky”. Por lo visto el menor sentido valorativo, no ya crítico, ha desaparecido de los medios culturales. Si lo dice el Real va a misa.
Pero, ¿qué contiene este programa que justifique tal exceso? Entremos en materia. Iolanta, es la última de las óperas de Chaikovski. Es sorprendentemente desconocida ya que su calidad musical es la esperable en un compositor tan excepcional como seguro. De hecho, sus otras óperas La dama de picas y Evgeni Oneguin forman parte del repertorio admitido sin la menor sombra.
En Iolanta, se cuenta la historia de una princesa ciega y de su padre, el rey, que mantiene a su alrededor un círculo de ficción obligada para que la princesa no sea consciente de su desdicha. Finalmente, un pretendiente descubrirá a la princesa aquello de lo que vive privada, fomentando en ella el deseo de ver, argumento decisivo para que un médico árabe la cure y todo acabe felizmente.
Iolanta, muestra algunos pequeños “peros”, aunque no son de calidad o inspiración. Es una ópera algo corta para el estándar del género, pero no es una ópera corta, una hora y media. Es decir, corta para ser larga y larga para ser corta. Puede que algunos consideren esto como un argumento tonto para justificar un cierto olvido, pero me apuesto unas cañas a que no es así. ¿Acaso no es la misma maldición de El castillo de Barba Azul, de Bartók, las óperas de Ravel, De la noche a la mañana y La mano feliz, de Schoenberg, Mavra, de Stravinsky, etc.?
En fin, a la vista de su presentación madrileña, que luego irá a Rusia, Iolanta, es musicalmente formidable; en cuanto a su argumento, tiene sugestiones interesantes que se enmarcan en el simbolismo que se adueñaría del final del siglo XIX y una textura suficiente. Su presencia en el programa doble del Real es, a no dudarlo, el plato fuerte y una grata sorpresa.
Pero, claro, se queda algo corta para los conceptos programadores de un gran Teatro, y además no admite pausa, ya que la peripecia transcurre de un tirón y con un arco dramático musical perfectamente trazado. En esos casos se justifica el programa doble. Y aquí empiezan los problemas. Como se trata de una coproducción con Rusia, se imponía otro compositor ruso (¡qué lástima no haberla emparentado con el Barba Azul bartokiano, otro itinerario de la oscuridad a la luz, otro magnífico arco dramático musical, otra ópera de espeluznante efecto en vivo, como ha mostrado hace poco Esa Pekka Salonen en Madrid!).
Hacia Rusia con amor
Y la elección ha recaído en Stravinsky. ¿Ruso Stravinsky? Claro, nació allí como Igor Stravinski, pero pasó 69 años fuera de su patria natal. Tras muchos años como apátrida adquirió la nacionalidad francesa en 1936, ya como Strawinski, y luego la americana en 1944, convirtiéndose definitivamente en Stravinsky hasta su muerte en 1971.
Es normal, de todos modos, que la actual Rusia lo reivindique, aunque Shostakovich lo definiera en los cuarenta como el mejor compositor americano. En todo caso, la elección de Stravinsky como compañero de pareja de Chaikovski podría haber sido perfecta en este programa. En efecto, Stravinsky declaró en su momento su amor por Chaikovski cuando esto era una transgresión, mayor aún para un antiguo alumno de Rimski Korsakov.
Tiene, incluso, obras no solo dedicadas al autor de El lago de los cisnes, sino además basadas en materiales musicales suyos, como el ballet El beso del hada. Y de manera muy especial, tiene una ópera corta deliberadamente chaikovskiana, Mavra, una deliciosa adaptación de un cuento de Pushkin. Una ópera que, cuando se estrenó, en 1922 en París, dejó a todo el milieu con el paso cambiado justamente por su reivindicación ferviente de Chaikovski y por una manera de concebir la ópera bufa marcadamente neoclásica.
Mavra es, por su parte, más corta que Perséphone, , más de la mitad de los cincuenta y tantos minutos de esta última. Añadida a Iolanta, hubiera quedado como un postre, eso sí, exquisito y perfectamente acoplado. Además, “Mavra” es otra víctima de los prejuicios programadores que, no se sabe bien por qué, no saben qué hacer con estas producciones de formato irregular. Y además está compuesta y cantada en ruso, mientras que Perséphone, lo está en francés.
Una ópera y una no-ópera
Pero si Mavra hubiera sido la opción ideal, ¿qué pasa con Perséphone, ? La objeción fundamental es que ésta no es una ópera, ni lo pretendió nunca, ni se le acerca. Habrá quien piense que es una objeción académica o de escasa importancia. No lo creo.
Perséphone, nació como un encargo de Ida Rubinstein, una rica activista cultural del entorno francés de entreguerras. Rusa, de San Petersburgo, como Stravinsky, interpretó el Martirio de San Sebastián, de Debussy con un sonoro escándalo, todavía como miembro de los Ballets Rusos de Diaghilev. Tras independizarse del gran patrón, y con más dinero que recursos como bailarina, trabajó con Honegger y realizó encargos como el Bolero, de Ravel, o el ya citado El beso del hada, de Stravinsky. Se especializó en salir a escena con papeles a su medida basados en la recitación y el baile sin grandes exigencias técnicas. Y con ese presupuesto se le ocurrió unir a dos grandes de la época: André Gide e Igor Stravinsky.
El escritor tenía una obra juvenil en el cajón basada en el himno homérico a Deméter, que se ha considerado como el primer poema occidental. Allí se contaba el rapto de la ninfa Perséfona para ser entregada a Plutón, rey de los infiernos. Ida Rubinstein utilizó un argumento infalible para convencer a Stravinsky: 7.500 dólares, los mismos que para El beso del hada de pocos años antes.
El proyecto consistía en una suerte de melodrama con orquesta, coro, un cantante y una parte a la medida de Ida, recitado y mimo, lógicamente como Perséfona. No se había previsto que pasara nada en escena. Y para que no quedara duda, el autor musical publicó un texto en la prensa con motivo del estreno (fundamentalmente para justificar el uso “sui generis” de la fonética francesa que sabía que chocaría al público parisino). Allí, Stravinsky declara sobre Perséphone, : “Es una consecuencia de Oedipus Rex y de la Sinfonía de los Salmos, de un desarrollo total de una serie de obras cuya autonomía musical no se ve afectada en absoluto por la ausencia de un espectáculo escénico. Perséphone, es la manifestación actual de esa tendencia.”
Stravinsky defendía su adscripción a un neoclasicismo riguroso, de una estética fría que congelaba los préstamos estilísticos de un pasado musical erigido en modelo a la vez que material de derribo. Ni la Sinfonía de los Salmos era una misa, ni Oedipus Rex y Perséphone, eran óperas, ni ballets, ni cantatas, ni casi melodramas en un sentido convencional. Estas dos últimas obras eran apenas conciertos con una manifestación escénica hierática, rígida que desplazaba todo el interés y la atención hacia el pensamiento musical y a su tratamiento del pasado como fuente de un nuevo rigor. Para un espectador actual poco dado a las sutilezas, eran la más perfecta plasmación del estilo que hoy disfrutamos y consumimos como Art Decó, el estilo dominante en las décadas de los veinte y treinta del pasado siglo.
El triunfo de Stravinsky consiste en que son músicas no solo perfectas sino con una perennidad asombrosa. Su escucha actual las hace cada vez mejores. Lo que no son, bajo ningún concepto, es óperas; ni siquiera ese Oedipus Rex que también está ganando sitio en los teatros líricos actuales. Y como no lo son, su suplantación crea desajustes que, para mí, son graves. Volveré sobre ello.
Gide y la fonética francesa
Perséphone, se ha convertido en la obra de mayor controversia en el historial de colaboraciones entre Stravinsky y los literatos que trabajaron con él. Sus diferencias a propósito del uso de la fonética francesa y del “machaque” de los versos de Gide por parte de Stravinsky se ha hecho célebre, sobre todo por la completa documentación que ha llegado hasta nosotros y que se encuentra en las publicaciones de escritos de y sobre Stravinsky que su colaborador americano, Robert Craft, ha hecho llegar hasta nuestros días. El resumen es que ambos quedaron molestos del fruto del trabajo en común hasta el fin de sus días.
Sin embargo, a un oyente actual no le concierne ya demasiado esa querella. Le concierne más la blandura de la historia. Pese a que Gide (entonces aún comunista) quiso trasformar la peripecia de Perséfona en un acto voluntario de permanencia en el infierno conmovida por el dolor de los afligidos, el resultado se nos aparece más blando y acaramelado que “vigorosamente político” (como lo ha intentado vender Peter Sellars en sus previos a la prensa).
Y, sobre todo, lo que ablanda esta obra maestra por encima de todo, tiene más que ver con la imposición de Ida Rubinstein que con los versos de Gide, la parte recitada. Y Stravinsky fue consciente siempre de ello, aunque no emita quejas contra su mecenas. Así, en sus entrevistas con Robert Craft, se puede leer esto: “Pregunta –¿Qué opinión tiene en la actualidad sobre el uso de la música como acompañamiento de la recitación (“Perséphone” ) . Respuesta –No me pregunte. Es imposible deshacer los pecados, solo podemos perdonarlos.”
Es una respuesta de una estremecedora lucidez. Porque cuando se escucha, aún hoy, Perséphone, la parte recitada se planta delante de la majestuosidad de una música espléndida y la debilita como solo lo hacen los pecados. Afortunadamente, esas intervenciones recitadas son pocas y no muy extensas. Además, son reflexivas, no admiten la menor acción. En suma, la teatralización de Perséphone, no solo es casi imposible, es que además la debilita, ya que solo lo que pasa en la música es trascendente.
¿Qué pasa en el Real?
Digamos en honor a Peter Sellars que prácticamente no ha intentado convertir Perséphone, en algo teatral en esta versión del Teatro Real. La actriz (Dominique Blanc) dice sus partes con una amplificación que convierte aún en más irreal y fantasmagórica (y no para bien) la parte de la ninfa, mientras que sus supuestas evoluciones en tanto que mimo son sustituidas por un grupo de bailarines camboyanos herederos del destrozo operado por el régimen criminal de Pol Pot. Es una bella metáfora, ya que estos bailarines sí salen directamente del infierno (hay una bailarina que es nieta de una de las pocas supervivientes del exterminio). El resto son abstracciones, los coros y el cantante apenas se colocan en la escena cuidadosamente iluminada y decorada con imágenes visuales poderosas pero insignificantes para hacer que aquello diga algo que no salga de la orquesta.
Pero si Perséphone, no es una ópera (aunque lo diga Soledad Puértolas en el programa de mano), ¿a qué viene su inclusión en este programa y, sobre todo, cómo afecta esto al conjunto?
El primer resultado de ello es que al espectador medio la segunda parte le parece un tostón. Le dicen que es una ópera, porque, si no, no estaría programada en el templo del género, y se encuentra con casi una hora de ceremonia escénica estática, sosa y que prolonga hasta las tres horas un programa que en su primera parte ya ha satisfecho muchas de sus expectativas. Stravinsky, pues, queda a los pies de los caballos por una mala pedagogía o una frivolidad innecesaria. Sobre todo con lo fácil que hubiera quedado una verdadera relación entre Chaikovski y Stravinsky.
Y es que la clave del asunto reside en el aventurerismo de quienes tienen que tomar este tipo de decisiones, que se arrogan la “creación” de valores operísticos, y hacen y deshacen conceptos en base a sus gustos o afinidades artísticas. Queda claro que el juego de metáforas entre los dos títulos elegidos tiene buenas posibilidades de promoción y venta (el itinerario de la oscuridad a la luz, el compromiso hacia el débil, la mentira como razón de Estado, etc.) Pero, la verdad, es que estos conceptos apenas viajan de las intenciones promocionales a la escena.
Lo que está en juego en esta superchería es la dilucidación de lo que es y ha sido la ópera en su difícil tránsito del siglo XX. Y ahí la labor pedagógica de un gran teatro lírico es esencial. La pedagogía no consiste (o no solo) en hacer sesiones de iniciación con “Pedro y el lobo”; consiste, sobre todo, en programar aquellos títulos que plantean conflictos de definición del género. Si el Teatro Real termina programando espectáculos que podrían caber en un festival de artes escénicas con el único valor añadido de que las producciones son caras y lujosas, al menos por comparación al teatro o al ballet; si no se implica en mostrar la crisis de significado de la ópera en su tránsito por el siglo XX, terminará por convertir la institución en algo prescindible, sobre todo ahora que todo el mundo mira lo que se gasta el vecino.
Claro que en Madrid tenemos la inmensa suerte de que Mortier nos ilumina (al menos hasta que tenga otra oferta). Pero cuando se marche, además de que va a hacer mucho frío, tendremos una recesión estética de caballo y una desorientación bastante notable respecto a lo que es o no es una ópera. Y esto no es un hecho baladí, ya que todos quieren morder parte de los medios proporcionados a este aún magnífico teatro. Y entonces nos acordaremos del daño.
Digamos, como colofón, que si se sabe lo que se va a ver, este programa doble tiene riquezas suficientes como para justificar la asistencia. Aparte de las especiales prestaciones de unos intérpretes de los que no suelo decir nada en este blog que no se pretende crítico, la música es excepcional en ambas producciones y éstas son poco habituales, o nada si hablamos de la postrera ópera de Chaikovski.
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