Nueva Aida en el centenario del Festival de la Arena de Verona
El Festival Arena de Verona celebra este verano su edición número 100. Fundado el año 1913, con motivo de la celebración del centenario del nacimiento de Giuseppe Verdi, este certamen ha tenido una exitosa continuidad hasta nuestros dÃas, salvando las interrupciones debidas a las dos guerras mundiales y a una pandemia. Anualmente, congrega las mejores voces de panorama lÃrico internacional en un escenario único: el monumental anfiteatro romano de Verona, un recinto capaz de albergar a15.000 espectadores.
Para conmemorar la efeméride centenaria, los responsables del certamen han encargado un nueva producción de la Aida de Verdi al regista Stefano Poda. Un artista polifacético que los catalanes descubrimos hace tiempo gracias a la visionaria Mirna Lacambra, de Els Amics de l’Ã’pera de Sabadell. Justamente hace 25 años que Poda estrenó en la capital vallesana una versión de este mismo tÃtulo verdiano, en sus albores como director escénico. Un cuarto de siglo después, se ha sumergido de nuevo en esta tragedia faraónica para alumbrar un espectáculo recorrido por el conflicto y el anhelo de transcendencia. Una labor que le ha ocupado a pleno rendimiento, ejerciendo a su vez la dirección escénica, la escenografÃa, el vestuario, la iluminación y las coreografÃas.
La idea de transparencia se impone en el conjunto de esta producción escenográfica, presidida por una gigantesca mano articulada sobre un escenario inclinado de cristal y tramado metálico, por donde deambulan cantantes y figurantes como acechados por el movimiento digital. En las gradas laterales de fondo, aparecen, fragmentados, a un lado, los restos de una columna, y al costado opuesto, partes como de una nave espacial calcinada. Quizás, expresión del pasado y del futuro. El aparato escenográfico se completa con un gran globo que, en escenas puntuales, sobrevuela el escenario -a modo de aquellas bolas de espejos que formaban parte imprescindible del mobiliario discotequero de los años 80- ofreciendo una visión cenital inversa de la escena. Dichos elementos comparten protagonismo con un trabajo magistral de la iluminación, que se vale de un uso dinámico y cambiante de todo tipo de focos y láseres, capaces de crear atmósferas y ambientes de una gran entidad plástica. Una luz, no solo creadora de espacios sino también definidora de acciones y de estrados psicológicos. Todo ello complementado con un vestuario que acentúa la dicotomÃa entre el blanco y el negro, con elementos eclécticos que tanto pueden recordarnos a las indumentarias kryptonianas de Superman (uniformes egipcios) como recrear accesorios del antiguo Egipto (como una Amneris vestida a lo Nefertiti) o de los prelados cristianos (sumo sacerdote Ramfis).
La dirección de actores y el movimiento escénico -que llega a sumar medio millar de efectivos, entre figurantes e intérpretes- es otro de los aciertos del regista italiano, quien aprovecha todo el espacio disponible, del entarimado hasta la última grada, para narrar su historia con una inagotable fuente de ideas escénicas. Un movimiento constante, hábil y eficazmente desarrollado, rico en detalles pero sin que esto suponga una distracción de la esencia narrativa de la obra. Su capacidad de conjugar las escenas de gran formato con los números de carácter más Ãntimo, es realmente excepcional. A lo que cabe añadir, unas coreografÃas para las escenas de ballet, resueltas con unos movimientos y una gestualidad vitalistas, en lugar de danza. En suma, una producción exitosa y renovadora del clásico verdiano que, aunando tradición y modernidad, logra tejer un espectáculo de gran eficacia narrativa y atractivo visual.
La parte musical tampoco defraudó, la noche del 23 de agosto. Daniel Oren estuvo al frente de un equipo muy competente de intérpretes y de unos inspirados profesores del coro y la orquesta de la Fundación Arena de Verona. El rol titular recayó en la soprano Anna Pirozzi, quien perfiló una sólida esclava tanto en el plano escénico como en el musical, a pesar de acusar cierta dificultad en el control de las dinámicas en el registro sobreagudo. Gregory Kunde fue un Radamés irreprochable, de impecable proyección y consumado sentido expresivo. La Amneris de Clémentine Margaine fue de lo más sensacional que pudo escucharse en la velada. La mezzo gala se recreó plenamente en el rol de la princesa egipcia, con una voz de intenso calado dramático y vigor expresivo, sumada a una interpretación escénica arrolladora. Ludovic Tézier fue otro de los triunfadores de la noche, encarnando un Amonasro de gran autoridad vocal y escénica. Rafal Siwek fue un digno Ramfis, mientras que Romano Dal Zovo cumplió como faraón. Muy correctos también, el Messaggero de Ricardo Rados y la sacerdotessa de Yao Bohui.
Daniel Oren concertó con gran eficacia, buen pulso dramático y notable sentido enfático, sobretodo en las grandes escenas de masas. El coro respondió a un buen nivel y la orquesta alcanzó momentos de gran brillo, como en la introducción del tercer acto, la desfilada del segundo y los números de ballet.
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