Festival de Torroella de Montgrí: 40 años de una gran familia musical
El Festival de Torroella Montgrí ha culminado dos años de celebraciones de su 40 aniversario con un programa de conciertos estivales que han contado con la fidelidad de un público entusiasta.

© Martí Artalejo/Cortesía Festival
Torroella es mucho más que un festival, es una gran familia de melómanos y aficionados que se reúne cada verano en las faldas del Montgrí para darse un baño de música clásica a la caída de la tarde. Una cita anual que este año ha sumado 40 ediciones (salvando el paréntesis pandémico del pasado 2020) y que goza de una salud dorada en el espléndido auditorio que lo alberga, probablemente el de mejor acústica del Estado. Para celebrar la efeméride, la organización ha complementado la programación musical con una exposición antológica que recorre visualmente, cual álbum de familia, a través de grandes fotografías, anotaciones y referencias documentales, estos 40 años de historia musical, donde figuran los principales intérpretes e hitos artísticos que han acogido los distintos escenarios locales antes de la inauguración, en 2013, del Espai Ter.
Un verano más, el encarnado auditorio ha hospedado una atractiva oferta musical, nutrida por nombres emblemáticos del panorama internacional, como Joyce Di Donato, Daniel Hope, Amandina Beyer, Forma Antiqua o Joaquín Achúcarro, sin descuidar su decidida apuesta por el talento joven emergente (proyecto fringe) ni su compromiso para con las formaciones del país (Quartet Gerhard, Trio Da Vinci, Ballet Contemporani de Catalunya, entre otros). En el tramo final del festival, pudimos escuchar tres espléndidos conciertos que, a modo de clausura, culminaron con broche de oro los festejos esta edición conmemorativa.
El pasado 20 de agosto, el histórico conjunto I Musici recaló en el festival ampurdanés para recordarnos que el buen oficio no entiende de modas. Especializados en el repertorio barroco antes del florecimiento de los conjuntos historicistas, la veterana orquesta de cuerdas romana nos regaló una lectura vitalista y portentosa de sus tan celebradas Cuatro estaciones vivaldianas. Una interpretación que, sin caer en efectismos dramáticos, encandiló al auditorio por su trabajo fluido y expresivo de las dinámicas y su magnífico equilibrio entre las cuerdas que ya, en sus albores, les valió el calificativo de “mejor orquesta de cámara del mundo” por Arturo Toscanini. Durante la primera parte, el pianista ruso Sergei Yerokhin abordó una discreta interpretación al piano de los conciertos para teclado números 1 y 5 de J. S. Bach; una ejecución que sonó un tanto vintage, acostumbrados como estamos a las interpretaciones historicistas con clavecín, y que acaso logró relucir en los movimientos rápidos, más por virtuosismo que por intención discursiva.
La noche siguiente, del 21 de agosto, nos reservó el milagro pianístico de Maria Joâo Pires, una intérprete que a sus 77 años sigue acariciando la música oculta que emana de los pentagramas a través de su teclado, a partir de una praxis hermenéutica que es pura sensibilidad al servicio de la expresión más honda del sonido. El programa que nos brindó, en doble sesión, arrancó con una tierna y jovial interpretación de la Sonata para piano núm. 13 en La mayor de Franz Schubert, toda ella una alarde de sensibilidad y elegancia expresivas. A ésta siguió la ensoñadora Suite Bergamasque de Debussy, en donde la intérprete portuguesa se sumergió en un océano de matices, sutilezas y atmósferas sonoras que dejaron el auditorio completamente abstraído. Culminó su periplo musical con cinco nocturnos de Chopin del Opus 9 y 27, todos ellos un regazo de sensibilidad, profundidad y unción expresiva; una discursividad que se sitúa a las antípodas de los alardes del virtuosismo tecnicista tan al uso en determinadas escuelas de hoy día.
La clausura del festival corrió a cargo, un año más, de la Orquestra Simfònica del Vallès, en esta ocasión, bajo la batuta de su flamante director Xavier Puig. El programa del concierto, del pasado 22 de agosto, comprendió una primera parte dedicada a George Gershwin, del cual pudimos escuchar su episódica Lullaby para cuerdas y la célebre Rhapsody in Blue, en su versión orquestal. Para ello, la orquesta catalana se acompañó del pianista menorquín Marco Mezquida, tan expresivo con las teclas como por los ademanes, y de la batería y el contrabajo de David Xirgu y Marko Lohikari, respectivamente. Más allá del entusiasmo gershwiniano del público, la auténtica proeza artística de la velada fue la interpretación de la Cuarta de Chaikovski, todo un reto musical para cualquier orquesta que se precie. Y cabe decir que la formación catalana, sensiblemente reforzada, salió más que airosa de su cometido. En su ejecución se puso de relieve la espléndida labor que Xavier Puig está realizando a su frente. Nitidez y claridad discursiva; ataques firmes, seguros y vigorosos; fino trabajo del matiz y las dinámicas; cohesión de las secciones; unción en el fraseo. Una suerte de recursos que fueron capaces de dar una digna interpretación y un ajustado aliento expresivo a una de les páginas sinfónicas más intensas y tempestuosas del siglo XIX. A la postre, una clausura de alto voltaje.
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