Fiereza y susurro, el Chaikovski de Khatia Buniatishvili abre el Festival Bellver de Palma
Khatia Buniatishvilli atesora una técnica soberbia que la ha encumbrado con justicia al Olimpo pianístico de su generación. Lo más fascinante de su interpretación resida quizás en esas ráfagas que se deslizan livianas sobre las teclas, cual brisa pasajera erizando el mar. Irisaciones mínimas, olas fútiles que mueren nada más nacer.
Mi privilegiada posición, a apenas siete u ocho metros de la intérprete, todavía aumentó mi estupor. Por momentos llegué a creer que la georgiana levitaba los dedos sobre el blanco y negro, esto es, sin llegar a percutir el ébano. Cauta y considerada como el piadoso estudiante que practica digitación y se compadece a su vez de sus vecinos de tanta repetición maquinal. Pero no levitaban del todo, porque emitían sonido, dejaban una estela sonora a su paso. La explosiva Buniatishvili desborda feminidad en los pasajes donde los dedos deben flotar y conseguir con el mínimo roce sonorice la epidermis del piano. Cualquiera que haya estudiado piano sabrá que lo que escribo no es retórica vacua, sino constatar una destreza prodigiosa.
Inicialmente se había programado el Concierto número 3 de Rachmaninov para la apertura del Festival Bellver de Palma de Mallorca (29 de junio). Desconocemos a santo de qué la sustitución por el archiconocido op.23 de Chaikovski, su Concierto número 1 en si bemol mayor. Si esta última resulta una obra de cabecera para el gran público, que no será para Buniatishvilli. Ni el más mínimo titubeo durante más de media hora. Su conocimiento de la obra roza lo insultante.
Entiendo que también es una partitura en la que la Orquesta Sinfónica Illes Balears está familiarizada. El problema radica en que una obra concertística debe ser concertada, implica a las dos partes contratantes y a su mutuo consentimiento. Dio la sensación de que la georgiana desembuchó su pianismo a raudales sin escatimar energías, pero sin estar muy pendiente de escuchar a la orquesta también. Uno tiene la sensación, por no decir la certeza, que a menudo las obras concertantes se preparan por separado (orquesta por un lado; pianista por otro, ensayo general y santas pascuas). Y algunos intérpretes ejecutan la obra, de la misma manera, con independencia del auditorio y la orquesta que los secunde. A mi modo ver, un error. Hay que tratar de explorar ese duende compartido entre solista y anfitrión, aún a riesgo de algún contratiempo. Las imperfecciones pueden llegar a tener su encanto. Prefiero el duende con errores a la perfección sin duende. Los propios solistas insisten en que cada interpretación es distinta e irrepetible. Mucho me temo que no siempre llevan a la práctica esta máxima.
Al primer movimiento – el celebérrimo Allegro ma non troppo e molto maestoso – le faltó fastuosidad en el arranque orquestal. El director Pablo Mielgo jugaba con el hándicap de dirigir al aire libre. La acústica del Castell de Bellver acostumbra a ser generosa, pero para el gran formato sinfónico quizás se quede un poco corta. Todo mejoró sustancialmente a partir de la cadencia final. Buniatishvili, todo delicadeza en este pasaje, fue dejando languidecer la melodía y entonces se produjo el milagro: el ensamblaje perfecto de solista y orquesta en la recapitulación. Sin duda uno de los momentos más bellos de la noche.
Con ese buen sabor de boca y sin apenas pausa entramos en el delicioso Andantino simplice. Es en el pasaje lento, de cuya templanza y sosiego se habían imbuido Mielgo y los sinfónicos ya en la cadenza predecesora, la conexión Buniatishvili-Orquesta alcanzó su cénit. Muy apropiado el tempo y los diálogos con el cello y el clarinete, verdaderos gestos de complicidad entre pianista y acompañantes. Un movimiento plagado de ingenuidad, ensoñación y susurros, y así sonó también en el patio de armas.
En el Allegro con fuoco, volvimos al kit de la cuestión anterior. La inercia de la joven solista no era la misma que de la orquesta, puro temperamento la primera. Buniatishvili se merendaba los pasajes virtuosísticos como si nada, eclipsando los pasajes de transición como si los redujera a mero trámite y no ahondara del todo en ellos. Es aquí donde quizás la solista podría haber sido una aliada de los sinfónicos baleares. Mielgo se exprimió para poder acompasar la fiereza de la solista a la compleja estructura orquestal del final y salió razonablemente airoso de este vendaval pianístico, llamado Khatia Buniatishvili, capaz de originar un huracán a partir del más leve susurro. Susurro apaciguado, como el Claro de Luna de Debussy, con el que la georgiana despidió su segundo concierto en Palma en menos de tres meses.
En la segunda parte Mielgo y la Simfònica Illes Balears nos deleitaron con una bella y muy inspirada interpretación de la Séptima sinfonía de Antonín Dvořák, especialmente acertada en los dos movimientos centrales. Una partitura que condensa ya buena parte del genio y de la maestría sinfónica que el compositor checo llevaría a su culmen dos sinfonías más tarde.
Con el talento deslumbrante y avasallador de Buniatishvili (no exento de cierto divismo, digámoslo) se inaugura el verano musical mallorquín en lo que a festivales de música clásica se refiere. Durante los dos próximos meses pasarán por la isla otros nombres importantes del instrumento como Arcadi Volodos, Josep Colom, Javier Perianes, Lusine Khachatryan, Ivan Martín, Kevin Kenner o Muza Rubackyte.
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