Donizetti y el belcantismo de altas esferas
Tragedia lírica en dos actos. Música de Gaetano Donizetti (1797-1848). Libreto de Giuseppe Bardari, basado en la obra Maria Stuart, de Friedrich von Schiller. Estrenada en el Teatro alla Scala de Milán el 30 de diciembre de 1835 Estreno en el Teatro Real. Nueva producción del Teatro Real, en coproduccion con el Gran Teatre del Liceu, el Donizetti Opera Festival de Bergamo, La Monnaie de Bruselas y la Ópera Nacional de Finlandia. Fechas: 14, 16, 17, 19, 20, 23, 26, 27, 29 y 30 de diciembre de 2024
Lisette Oropesa cautiva al público del Real con una nueva ‘Maria Stuarda’ que ahonda en la vis más seria del compositor de Bérgamo
Primeras damas y primadonas a la par. Y primas hermanas, para más inri. Ese triple lazo une a las heroínas donizettianas con las que el Teatro Real despide 2024. La mezzo rusa Aigul Akhmetshina (Elisabetta) y la soprano norteamericana Lisette Oropesa (Maria Stuarda) comparten estos días su doble condición de regina y prima donna frente al Palacio de Oriente. Tudores y Estuardos a la greña, enzarzados en disputas intestinas y complots primicidas, han tomado el Madrid de los Austrias. Por sobrados méritos vocales y actorales se han agenciado, aunque sea por unos días, el trono del Real.
Cuando el pasado sábado, Oropesa se reencontró con el público madrileño, lo hizo por primera vez en calidad de Queen of the Scotts a propósito de la puesta de largo de la producción que aúna a cinco colosos operísticos (Liceu de Barcelona, el Donizetti Opera Festival de Bérgamo, La Monnaie de Bruselas, la Ópera Nacional de Finlandia y el Teatro Real de Madrid). Un debut que solo puede calificarse de excepcional ante la portentosa caracterización vocal y actoral que borda la norteamericana. Salvo un breve impasse en el segundo acto, ya no abandonó la primera línea protagónica hasta su decapitación, de cuya visión nos libró in extremis el telón final. A un nivel rayano en la excelencia brilló igualmente su antagonista. Akmetshina, tras unos primeros envites más timoratos, se impregnó pronto de la exquisita y truculenta escenografía firmada por David McVicar, el único escocés da vero de todo el elenco. Parece que los registas han recobrado la cordura y atrás van quedando las excentricidades del antaño más reciente. Atrezzo: un sobrio y soberbio homenaje a la penumbra pictórica de los maestro flamencos.
Antes de que el Real izara su telón y se desataran con ello las hostilidades, José Miguel Pérez- Sierra, sin duda uno de los principales artífices de la gran velada, dirigió la obertura de Maria Stuarda, tragedia lírica en dos actos con brío y ligereza, apenas mirando de soslayo la partitura. Un Donizzeti desenvuelto y trágico a la vez, que poco recuerda al Donizetti casi introspectivo del segundo acto. Vaya por delante el gran trabajo de la Orquesta Sinfónica de Madrid y de los integrantes del Coro Intermezzo. Pero situémonos ya sobre el escenario.
Un omnipresente crucifijo, empuñadura o cetro, sobrevuela la larga mesa de la regina Elisabetta. El supuesto nubarrón que se cierne sobre la Inglaterra protestante tiene nombre y linaje: Maria Stuarda. Ni su arresto en el castillo de Fotheringhay, ni su manifiesta indefensión consuelan a la monarca inglesa. Lacayos y asesores abogan por aniquilar a su homóloga escocesa. Un damero surcado de mayúsculos oídos y miradas indiscretas (las paredes hablan… y escuchan) preside el primer acto. En medio de ese ajedrezado, un medallón regio. Las intrigas palaciegas están a la orden del día (y la noche) y la permanente tensión conspiranoica en la que vive inmersa la corona inglesa es tan claustrofóbica como la de su archirival confinada. La mesa de la discordia desde donde los cortesanos ingleses incitan a Elisabetta acabar con su prima, la misma mesa en la que un acto después se rubricará la sentencia de muerte. Mesa de la discordia, también en lo acústico, porque alejó a solistas y coristas (bien conocida es la profundidad de campo del Teatro Real). Nada más desaparecer la larga mesa patibularia, Akmetshina dio varios pasos adelante y ya, más próxima, al foso empezó a crecerse en lo actoral y en lo vocal. Y el público, ahora sí, fue también todo oídos.
La irrupción de Oropesa marcó un antes y un después. Sus recitativos son exquisitos y extraen oro de cada frase connotando cada palabra, cada inflexión. Su mimetización en la devota monarca, pasmosa. El oyente no ansia arias ni duetos porque los recitativos son bálsamo para el oído. La mirada puesta en el horizonte, la Maria Stuarda de la soprano estadounidense tiene algo de Jeanne d’Arc.
Dos heroínas de toma y daca reducen a sus potenciales consortes a meros figurines, comparsas correveidiles. Confesores, a lo más. Y si bien Ismael Jordi, en el papel de Leicester, contó con el generoso calor del público, no es menos cierto que su extenso rol, quedó eclipsado por el arrollador oficio de estas dos prima donna. Donizetti fue ingrato en su día con este exigente rol de tenor, de largos pasajes pero escaso calado, con el que parece jugar a tenis mandándole de la corte al presidio y viceversa.
A fin de cuentas estamos ante una ópera de cuño eminentemente femenino. Los roles masculinos (Leicester, Talbot y Cecil) presentes en lo vocal, apenas trascienden en lo argumental. Recogepelotas de un partido de grand slam que Akhmetishna y Oropesa disputan a distancia, ciertamente (apenas coinciden cara a cara en las casi dos horas y media del drama), pero del que son plenipotenciarias cantoras. Escénicamente, desde la indumentaria a su registro, Elisabetta y Maria fueron soberanas de cada escena a todos los niveles. En lo vocal su protagonismo fue si cabe aún más arrollador.
En el primer acto abundaron los pasajes del Donizetti desinhibido, que intenta arrancar algún destello luminoso entre tanta cábala funesta. La batuta de Pérez-Sierra aprovechó cada ocasión que la partitura le ofreció para soltar la muñeca y transmitir ese liviano y contagioso melodismo donizettiano, que en esta ópera tiene una difícil justificación argumental, y pese a todo asoma de vez en cuando. El vano conato de confraternización entre ambas reinas nos obsequió con un redondo sexteto, con el elenco principal a pleno diafragma. Por unos instantes Elisabetta, Talbot, Anna, Leicester, Cecil y Maria armonizan, en lo musical se entiende, poco antes de entrar esta última en el corredor de la muerte.
Nada que ver con el segundo acto donde el conflicto se recrudece y los escasos escrúpulos se disipan. Y es que Stuarda, termina por perder la compostura y se desquita a gusto asestando a su rival algunas lindezas pasadas de tono (“… meretrice indegna e oscena.. vil bastarda”), que precipitan del todo su condena. A Oropesa ya sólo le queda rezar, en balde, lo cual, por supuesto, también hace a las mil maravillas. Stuarda ha quebrado su impertérrita contrición. Al compositor de Bérgamo no le queda otra que renunciar a su melodismo genuino (el guión de Schiller, de ahora en adelante, manda) y explorar otros derroteros líricos.
Todo cambia en el segundo acto. Musicalmente hablando dos paisajes totalmente diferenciados, circunstancia que el regista escocés supo también leer atinadamente para trasladarnos al interior de un cuadro rembrandtiano (con ecos remotos a La ronda de noche). Pérez Sierra marcó muy bien ese lenguaje mucho más intimista, reservado, lejos del aspaviento y la pirueta. Excelsa, en su languidez y penumbra, la entrada en escena de Oropesa camino del cadalso. A estas alturas del libreto, Donizetti ya se ha puesto muy funesto. Ya no hay reconciliación que valga. La soprano de Nueva Orleans siguió deleitándonos en sus tramos finales con esos recitativos sublimes y conciliadores. Es la propia Stuarda quien canta su elegía antes de entregar su cabeza. Entereza y desesperación contenida en un enésimo y último tour de force actoral y vocal de Lisette Oropesa, a cuyo nuevo rol vaticinamos larga vida más allá del catafalco del Teatro Real. Salvó la cabeza in extremis, Dios quiera que también las cuerdas vocales.
Convincente en lo escénico y tímbricamente exquisito el bajo Roberto Tagliavini (Talbot) sobresalió entre el elenco masculino. El intrépido Leicester, encarnado por Ismael Jordi para la ocasión, acertado en lo vocal, pero eclipsado por la envergadura de sus partnaires femeninas. El espectador madrileño no salió canturreando ciertamente una pegadiza melodía (como sí ocurre com L’elisir d’amore o Don Pasquale), por el contrario descubrió la vis menos conocida de Gaetano Donizetti, un operista al servicio del belcanto, en toda la acepción del término.
Fascinación secular
Casi cuatro siglos y medio después de su ejecución el personaje de Mary Stuart sigue despertando fascinación entre las nuevas generaciones como lo demuestra esta nueva producción operística. La imperturbabilidad estuarda sedujo antes a Schiller, Dumas o Zweig, siendo el primero quien sirvió a Gaetano Donizzeti el (pre)texto para brindarnos una ópera menos representada de lo que uno desearía. Y es que si bien la “trama es escueta” y el desenlace inevitable, como bien recuerda Joan Matabosch en las notas al programa, ambos personajes se bastan por sí solos para que la ópera funcione. Sobre todo si las dos intérpretes femeninas escogidas logran meterse en el papel como lo hicieron Oropesa y Akmetshina. Quien conozca el texto de Stefan Zweig no será ajeno al macabro suspense que este psicodrama encierra, por mucho que uno conozca el desenlace de antemano.
Porque, si bien es cierto que Stuarda es la cautiva de facto, Elisabetta vive también presa de sus dilemas, filias y fobias, debatiéndose entre los escrúpulos o la falta de ellos. Por no mencionar la presión de grupo que ejercen sus súbditos: el coro, arma de doble filo. El protestantismo, en el libretto donizettiano, ni que decir tiene se lleva la peor parte. El drama de Schiller entre ambas gobernantes (que no gobernantas) pone en solfa la cara oculta del poder, del tirano tiranizando a… y tiranizado por… su entorno. Donizetti le añadió el solfeo para que esas sesudas vicisitudes tomaran forma de bellas arias, cavatinas y soberbios recitativos.
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