La historia más pequeña jamás contada
(por Antonio Torralba, Profesor de Música)
Según estamos sabiendo estos días, la abolición de la asignatura Historia de la Música y de la Danza en la educación secundaria va a dar un paso definitivo.
En nuestra comunidad autónoma, esta materia se venía ofreciendo, además de a los alumnos de la rama escénica del Bachillerato Artístico, también a los de Humanidades y Ciencias Sociales en su segundo curso; en este caso, como una materia optativa de oferta obligatoria. Esta presencia, aún siendo poco más que testimonial en algunos institutos e inexistente en la mayoría, era mayor en Andalucía que en el resto del territorio español. Pero se ve en los borradores que se vienen difundiendo estos días, que esta posibilidad de contacto de los alumnos de humanidades con la historia de la música tiene los días contados: va a desaparecer cuando en el curso 2016-2017 la nueva ley se aplique, ya del todo, al bachillerato. Aunque se sabía que en la LOMCE eso era un hecho, quedaba aún la esperanza de que la administración andaluza corrigiera el disparate en su adaptación de la norma estatal, como de momento sí que ha hecho con las materias Música y Educación Plástica del primer ciclo de la ESO.
Las razones por las que se enmienda una cosa y no la otra tienen que ver, a mi juicio, con un mal antiguo que se mantiene y con otro moderno que se intensifica. El mal antiguo es el consabido y recalcitrante menosprecio de la dimensión histórica de la música como objeto de estudio importante. Las alforjas musicales del intelectual español suelen limitarse a las músicas ligeras o populares con que se inició en el amor, en la protesta o en la juerga. Pocas veces incluirán también a Guillaume de Machaut, John Dowland, Bach, Haydn o Wagner. Y muchísimas menos aún irán en ellas Tomás Luis de Victoria, Juan del Encina, Mateo Romero o Manuel de Falla. Es verdad que no todas las personas cultas habrán disfrutado el arte de Rogier van der Weyden, el pintor cuya obra se expone estos días en el Museo del Prado; pero seguro que serán muchísimas más que quienes hayan escuchado alguna música de su coetáneo Guillaume Dufay. Si esto es aplicable a un porcentaje alto de intelectuales, imaginemos el caso de las personas simplemente alfabetizadas.
La escuela, las instituciones educativas en todos sus niveles, son a la vez causa y reflejo de una realidad que vemos en todos los estratos de nuestro mundo cultural: el concejal que piensa en la tuna cuando le hablan de música clásica, el poeta que confunde laúdes con mandolinas, el ilustrador que no distingue tubas de trombones, el técnico que elige a Mozart como banda sonora de un documental sobre Velázquez, el traductor que confunde teclas con trastes, el humorista que llama «pitos retorcidos» a la trompa o al saxofón. Estas cosas son en buena medida el resultado de estar apenas representada la música en las enseñanzas generales, de haber confiado su enseñanza casi en exclusividad a los conservatorios y escuelas de música. Y no se vea aquí la más mínima crítica a conservatorios y escuelas de música. Al contrario, tengo para mí que estas instituciones han hecho y hacen bastante bien su trabajo, ya que en España parece haber mejores músicos que público, siendo seguramente la creación e impulso de este último competencia de las enseñanzas del régimen general.
El mal moderno intensificado que mencionaba antes es la consigna de que en la escuela todo ha de ser muy práctico y muy activo; y la idea asociada de que la escucha reflexiva de música no es ni lo uno ni lo otro. Un amigo suele decir que el padre que matricula a su hijo de ocho años en el conservatorio casi al instante lo imagina con chaqué y volviendo locos con su violín a los auditorios de medio mundo. La concepción de lo musical por estos lares es ésa. Si no… la música no merece demasiado la pena. Y menos aún su estudio a la manera del que se hace de la literatura, de la filosofía o de las artes visuales.
Ese papá del ejemplo pudiera muy bien ser un político que ve la etiqueta «Historia del Arte» y es capaz más o menos de imaginar cosas dentro. Pero que al mirar la de «Historia de la Música» siente que le suena definitivamente a poco. Primero le añade «y de la danza» (como ocurrió hace unos años) y después (ahora) la manda al limbo de los especialistas: al casi inexistente Bachillerato Artístico. Lo más lejos posible del acervo cultural común. Y esto en un país de gran riqueza musical en muchos estilos y géneros y que pretende incrementar la contribución del sector cultural a su PIB.
Cada vez que reflexiono sobre esta situación y me decido a protestar contra ella (ya van unas cuantas), me apena constatar que la historia de la música, la más masiva de las artes, va a seguir siendo inexplicablemente la historia más pequeña jamás contada.
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