El mundo al revés. La Fille du régiment en el Teatro Real
Gaetano Donizetti, La Fille du régiment. Aleksandra Kurzak (Marie), Javier Camarena (Tonio), Ewa Podleś (marquesa de Berkenfield), Pietro Spagnoli (Sulpice), Ángela Molina (duquesa de Crakentorp), Isaac Galán (Hortensius). Dir. musical: Bruno Campanella. Dir. de escena: Laurent Pelly. Teatro Real, 23 de octubre. Hasta el 10 de noviembre.
Fue en la Opéra-Comique, en concreto, en esta ocasión, en la Salle de la Bourse, donde se estrenó La Fille du régiment el 11 de febrero de 1840, pero pocos meses después, el 3 de octubre, llegó ya al Teatro alla Scala de Milán.
La terminología musical se ha caracterizado desde hace siglos por la confusión: una misma forma o género que se denomina de dos maneras diferentes, o idéntico vocablo para referirse a dos realidades absolutamente distintas. Es lo que sucede, por ejemplo, con opéra comique, un sustantivo adjetivado que parece remitirnos de inmediato a una ópera de carácter cómico, pero de cuyo verdadero significado dudamos de inmediato cuando lo vemos asociado a tragedias tan incontrovertibles como la versión original de la Medée de Luigi Cherubini o, casi un siglo después, la Carmen de Georges Bizet. ¿Qué es, entonces, una opéra comique? En su día, en Francia, bastaba un elemento para convertir una obra musical escénica en una opéra comique: la ausencia de recitativos (definitorios, en cambio, de la tragédie lyrique) y su sustitución por diálogos hablados en francés. Los compositores conocían, por supuesto, cuáles eran las reglas de juego, especialmente estrictas en París, y actuaban en consecuencia: en la Opéra (que tuvo su sede entre 1821 y 1870 en la Salle Le Peletier) podía admirarse la grand opéra, hecha con medios ostentosos, sin escatimar gastos en la parafernalia escénica, y dirigida a las capas más altas de la sociedad; en el Théâtre Italien, del que llegó a ser director Gioachino Rossini, se representaban exclusivamente los títulos en italiano, y en él se estrenaron, por ejemplo, óperas de referencia como I puritani, de Vincenzo Bellini, o Marino Faliero y Don Pasquale, una tragedia lirica y un drama buffo, ambas de Gaetano Donizetti; la Opéra-Comique (su sede más habitual era la Salle Favart), en fin, daba también su nombre, casi por ósmosis, a los títulos que se representaban en ella, dirigidos a un público abiertamente más popular, que podía disfrutar con mayor facilidad de unas obras ligeras, con argumentos más sencillos, puestas en escena menos alambicadas y sobre todo, como ya se ha señalado, con extensos diálogos en la lengua vernácula, a la manera de nuestra zarzuela o de la opereta vienesa.
Fue en la Opéra-Comique, en concreto, en esta ocasión, en la Salle de la Bourse, donde se estrenó La Fille du régiment el 11 de febrero de 1840, pero pocos meses después, el 3 de octubre, llegó ya al Teatro alla Scala de Milán. Este tipo de trasvases no eran sencillos, pues exigían no sólo, por supuesto, un nuevo texto italiano (en este caso, una traducción muy libre de Calisto Bassi) e incluso una nueva ubicación espaciotemporal (aquí, la acción pasa de desarrollarse en el Tirol de comienzos del siglo XIX a suceder «nella Svizzera sul finire del 1700»), sino también la transformación de los diálogos hablados originales en recitativos cantados, ya que la tradición italiana requería música en todo momento, no sólo en arias, concertantes y coros. Y nada más revelador de hasta qué punto la obra, una vez traspasada la frontera, tenía que transformarse en un nuevo y remozado avatar que la frase que escribe Donizetti el 15 de agosto de 1840 a Antonio Dolci, un amigo bergamasco de la infancia: «Stò aggiustando, tagliando etc. la Fille du régiment per la Scala». Aparte de los diálogos, por ejemplo, también había de desaparecer otro de los elementos conformadores de la opéra comique sin ninguna raigambre en Italia, los llamados couplets, breves solos de carácter lírico dispuestos en dos estrofas paralelas, a veces incluso con una breve participación del coro después de cada una de ellas, como sucede en los que canta Marie en el primer acto, «Chacun le sait, chacun le dit» / «Il a gagné tant de combats», separados por una breve intervención coral, «Le régiment, en tout pays». La marquesa de Berkenfield cuenta también con sus propios couplets, justo al comienzo de la ópera, «Pour une femme de mon nom» / «Les Français, chacun me l’assure», que fueron eliminados por completo de la versión italiana, al igual que los que canta Tonio cerca del final de la obra, «Pour me rapprocher de Marie» / «Tout en tremblant, je viens, Madame», y que se compensaron con la adición de un aria tomada de otra ópera de Donizetti, Gianni di Calais. Los couplets estaban muy relacionados con la forma que adoptaba la tradicional romance francesa, que se vería transformada radicalmente por Giuseppe Verdi en las dos romanze que escribió para Violetta en los actos primero y tercero de La traviata («Ah! fors’è lui» y «Addio del passato»), una ópera ambientada en París.
Hector Berlioz no fue nada generoso con Donizetti y su nueva ópera en su extensa crítica publicada en el Journal des débats politiques et littéraires el 16 de febrero de 1840, cinco días después del estreno. El cómico comienzo de su diatriba no puede ser mejor: «¡Se jura terriblemente en esta obra! Pero es el estilo de la época. Hoy nuestros soldados muestran a veces muy buenas maneras; conocen más o menos la ortografía y sólo blasfeman en las grandes ocasiones. […] Ya basta de estética militar. ¡¡Estética!! ¡Me gustaría ver fusilado al pedante que haya inventado esta palabra!»1 . Pero el humor da paso enseguida a la envidia y a las invectivas personales: «La música de esta obra ya se ha oído en Italia, al menos en gran parte; es la de una pequeña ópera imitada o traducida de Le chalet, del Sr. Adam, y a cuyo éxito el Sr. Donizetti no concedía probablemente más que una pequeña importancia. Es una de esas cosas como las que pueden escribirse varias docenas al año cuando se tiene la cabeza amueblada y la mano ligera. El autor de Lucia y de Anna Bolena se equivoca al dejar que se represente en el teatro de la Bolsa una producción tan pobre en un momento en el que la atención del público aficionado va a concentrarse en la que prepara sin escatimar gastos la Opéra [en referencia a Les martyrs]»2. La acusación de haber plagiado Le chalet, de Adolphe Adam, carecía de todo fundamento, y así se apresuró rápidamente a aclararlo Donizetti tanto pública como privadamente: escribió al director de Débats el mismo día de la publicación de la invectiva del autor de Les Troyens que «las dos óperas que él [Berlioz] cita no tienen ninguna pieza en común entre ellas; séame permitido afirmar, por mi parte, que las piezas que integran La Fille du Régiment han sido todas escritas expresamente para el teatro de la Opéra-Comique y que ninguna de ellas ha figurado en partitura alguna»3; y en una carta dirigida cuatro días después a su amigo Innocenzo Giampieri le decía: «Has leído el Débats? ¿Berlioz? Pobre hombre… Ha hecho una ópera, le silbaron, escribe sinfonías y le silban, hace artículos… se ríen… y todo el mundo se ríe y le silba, yo sólo siento compasión por él… tiene razón… debe vengarse»4.
Pero detrás de la crítica de Berlioz se esconden, por encima de todo, un rechazo estilístico y un anhelo nacionalista. Él preconizaba la modernidad, la ruptura con la tradición, y en Donizetti encontraba todo lo contrario: «La partitura de la Fille du Régiment es enteramente de esas que ni el autor ni el público se toman en serio. Hay armonía, melodía, efectos de ritmo, combinaciones instrumentales y vocales; es música, si se quiere, pero no música nueva. La orquesta se consume en ruidos inútiles, las reminiscencias más heterogéneas chocan entre sí en la misma escena, encontramos el estilo del Sr. Adam codo con codo con el del Sr. Meyerbeer»5. Y, para colmo, un italiano había pasado a acaparar todos los ámbitos de la perfectamente compartimentada escena parisiense: «¡Vaya, dos grandes partituras a la Opéra, les Martyrs [la versión francesa de Poliuto] y le Duc d’Albe! ¡Otras dos en el [Théâtre de la] Renaissance, Lucie di Lammermoor y l’Ange de Nisida [la versión primitiva de La favorite]! ¡Dos en la Opéra-Comique, la Fille du Régiment y otra cuyo título no se conoce, y otra más aún para el Théâtre-Italien, habrían sido escritas o transcritas en un año por el mismo autor! El Sr. Donizetti parece tratarnos como un país conquistado: es una auténtica guerra de invasión. Ya no podemos hablar de los teatros líricos de París, sino únicamente de los teatros líricos del Sr. Donizetti»6. Pese a los esfuerzos de Berlioz en sentido contrario, La Fille du régiment fue un gran éxito en París desde el día mismo de su estreno y se representó en nada menos que cincuenta y cinco ocasiones hasta 1841.
Los fervorosos arranques nacionalistas invaden ahora otros foros, no los teatros de ópera, y La Fille du régiment se encuentra felizmente instalada en los escenarios de todo el mundo, a pesar de su liviano argumento, de la nula evolución psicológica de sus personajes y de una música en la que conviven la mejor inspiración belcantista y la previsible chundarata militarista. En su favor juegan la comicidad de la trama y la fama de algunos de sus números: «Salut à la France», por ejemplo, se convirtió casi en el himno patriótico francés por excelencia durante la época del Segundo Imperio. Tampoco es un título muy generoso con los cantantes y tan solo los dos protagonistas, Marie y Tonio, pueden lucirse verdaderamente, aunque tienen que aprovechar muy bien las contadas oportunidades que les reserva para ello Donizetti. Con una puesta en escena poco imaginativa, la ópera difícilmente traspasará los niveles de un amable y pronto olvidable divertimento, pero Laurent Pelly, en una de las producciones más renombradas y repuestas de los últimos años (financiada al alimón por tres grandes teatros: la Royal Opera House de Londres, el Metropolitan de Nueva York y la Staatsoper de Viena), ha conseguido dar forma a un producto teatral perfecto, en el que todo encaja y cobra sentido. En una ópera en la que vemos casi constantemente en escena a militares y aristócratas, Pelly ha visto con tino la posibilidad de, manteniéndose fiel al ramal principal del argumento (el enamoramiento de Marie y Tonio), lanzar delicadas pullas, siempre envueltas en humor, contra el ejército (en cuanto colectivo que actúa siempre a una, dominado por la cadena de mando y un pozo en el que se ahoga sin remedio toda individualidad) y, sobre todo, contra la nobleza, aquí presentada como una clase ridícula, ajada, físicamente temblorosa, acartonada, despectiva de lo ajeno, apegada a convenciones seculares e instalada de lleno en la falsedad: la marquesa de Berkenfield ha ocultado durante años, por ejemplo, que Marie era su propia hija, fruto de un desliz juvenil convenientemente tapado. Pero Pelly no es nunca burdo, ni pinta su crítica con trazo grueso, sino siempre con perfiles sutiles, y estas críticas van vertiéndose en pequeños detalles, casi siempre leves apuntes visuales (la escenografía, construida enteramente a partir de mapas de aquella vieja Europa, es extraordinaria) que actúan como condimento y sazón, sin perturbarla ni retorcerla, de la insulsa trama principal.
seguir leyendo en revistadelibros.com[Publicado el 28/10/2014]
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