Las Vísperas de Verdi y la prima de riesgo
Les Vêpres siciliennes. Bilbao, Teatro Euskalduna. Estreno 16 de enero 2013. Dirección Musical: John Mauceri; Dirección Artística: Davide Livermore.
Por diversas razones, empezando por la duración o el tema de trasfondo histórico, a veces farragoso, Las vísperas sicilianas es una de las óperas poco programadas de Verdi, a la que a veces se recurre en versión concertante, como sucederá en Madrid en la próxima temporada.
Sin embargo, en Bilbao el título se ha convertido en familiar para los operófilos, que en los últimos tiempos habían conocido dos producciones de la versión italiana. La anterior, en 2001, conmemorando el centenario de la muerte del compositor. De ahí el porqué esta vez, de acuerdo con el proyecto enciclopédico Tutto Verdi de ofrecer la producción al completo del compositor, se haya elegido en el bicentenario de su nacimiento la versión original en francés.
La que, con el nombre de Les vêpres siciliennes, se pudo ver en la Ópera de París en junio de 1855, y que difiere básicamente en un punto de la que, a finales de ese año, por las mismas razones de censura patriótica que obligaban a trasladar la acción de Palermo a Portugal, se presentó en Parma, y después en Venecia, como Giovanna di Guzman. En la versión italiana se eliminó el ballet: ese apéndice que, sabido es, presentaba el teatro de París como condicion sine qua non, para dar oportunidad de lucimiento al reputado cuerpo estable de danza de la casa, y que los compositores debían aceptar, aunque fuese a regañadientes. Como le sucedió al propio Verdi, que debió prever una escena bailada cuando escribió Don Carlos para el mismo Teatro en 1867. Incluso añadir otra de las mismas características para la première allí en 1894 del Otello, estrenado en Milán siete años antes.
Pasos forzados
La gran preocupación para la ABAO en esta ocasión no ha sido la sustitución a última hora de Tamara Wilson, anunciada inicialmente como protagonista femenina de Vêpres, sino el modo en que presentar el ballet, insertado en el tercero de los cinco actos. Sustituirlo iría contra el espíritu purista preconizado por Tutto Verdi; recuperar la coreografía del estreno –firmada, por cierto, por Lucien Petipa, hermano mayor del famoso Marius– desentonaría claramente con la traslación a tiempos modernos del montaje razonado por Davide Livermore; encargar una nueva supondría tiempo y, sobre todo, un gasto adicional que las arcas no siempre pueden asumir en estos tiempos…
La decisión ha consistido finalmente en asumir el peaje, respetando la música de los cuatro movimientos denominados de acuerdo con las estaciones del año, que el propio Verdi recuperó en 1861 para la versión italiana considerada generalmente como definitiva. Treinta interminables minutos si no existe acción, que aquí se intentó suplir con proyecciones en torno al movimiento español del 15 M, y su reflejo en los Indignados de distintos países. Una prima de riesgo acogida favorablemente por los amantes de lo sinfónico, pero que encontró el rechazo entre una parte del público del estreno, mayoritariamente conservador, que en el descanso calificaba la idea de mitin fuera de lugar. Aunque a pocos metros de allí, junto a la Glorieta del Sagrado Corazón, un grupo de manifestantes alzaban en esos mismos momentos sus voces a favor de los afectados por los desahucios.
Gran trabajo
Fue la única objeción a estas Vísperas, participadas en su montaje con los teatros San Carlos de Lisboa y el Regio turinés, en el que se pudo ver hace dos años, coincidiendo con el siglo y medio de la Unidad Italiana. De ahí que el espíritu que rige la propuesta de Livermore se pueda resumir en las palabras sobreimpresas con que concluye la ópera: La soberanía pertenece al pueblo que la ejercita en las formas y en los límites de la Constitución.
Me impresionó hace años la historia que animó a Alain Boublil y Claude-Michel Schönberg –no confundir con el padre del dodecafonismo– a reprocesar en Miss Saigon la historia narrada por John Luther Long y Pierre Loti –cada cual por su parte–, acerca de una japonesa seducida, que fructificaría en el campo lírico como la Butterfly pucciniana. El detonante que animó a gestar a Boublil y Schönberg su conocido musical fue la fotografía de una mujer que, tras el final de la guerra de Vietnam, levantaba en brazos a su bebé, ofreciéndolo a algún invasor en retirada, segura de que América le depararía un mejor futuro.
La imagen que Livermore fijó como parámetro para su lectura de Vêpres fue la del asesinato de Giovanni Falcone por la mafia en 1992, haciendo estallar una carga explosiva en la autopista entre el aeropuerto y Palermo (el lugar le sirve de marco a Livermore para el segundo acto) al paso del automóvil del juez. Las exequias por la víctima frente al Palacio de Justicia de la capital siciliana, y las palabras pronunciadas en aquel momento por la viuda de uno de los tres escoltas muertos también en el atentado –en el que cayó además la esposa de Falcone–, arengando a la población para acabar con el poder de los mafiosos, serán el punto de partida de su exposición.
Livermore, en el intento de hacer digerible la historia de El duque de Alba escrita por Charles Duveyrier que, con ayuda de Eugène Scribe conformaría el libreto, prescinde de banderas foráneas: no hay franceses invasores ni aragoneses para redimir a la población oprimida. En sus originales espacios, movidos por una complicada labor de maquinaria, no encontramos sino una población reconocible por el espectador de hoy, Gente que ve minada su libertad por dos grupos de presión, representados por la mafia y los medios de comunicación manipulados. Inteligente planteamiento en el que encajan bien las piezas del puzzle, encabezadas por las cuatro voces que dan consistencia a la cuádriga protagonista.
Un buen reparto
Empezando por la coherencia mostrada por Gregory Kunde como Henri, hijo del tirano Monfort –aunque ambos lo ignoran–, y enamorado de la duquesa Hélène, hermana del joven cuyo asesinato está en la base del drama. El tenor de Illinois ha sabido en estos años adaptar y reprocesar al servicio de las exigencias de Verdi la técnica belcantista adquirida en su rodaje rossiniano. Así lo reconoció el público tras cada intervención en solitario, en dúos o en números de conjunto. Fue el más aplaudido en el cómputo final, olvidando incluso el apuro que encontraron sus cuerdas en uno de los mano a mano con Hélène.
También el joven bajo ruso Dmitry Ulyanov –a quien recientemente se pudo ver en Madrid como Pimen de Boris Godunov–, en su debut en la ABAO demostró desde la primera intervención, el –oh, toi Palerme– del segundo acto, una valentía sin fisuras como el mediador Jean Procida. También debutante en plaza, la soprano armenia Lianna Haroutounian, que sustituía a Wilson, convenció en el personaje de Hélène, por el gran alarde en las notas agudas y por el tinte dramático de su voz en los registros bajos. Haroutounian estuvo más brillante en sus intervenciones de Au sein des mers o De courroux et d’effroi, que en la esperada siciliana Merci, jeunes amies del último acto. Cerrando el bloque de principales, el barítono búlgaro Vladimir Stoyanov, aunque no alcanzó el nivel de los anteriores consiguió una interpretación notable apoyado en los concertantes. Bien Dario Russo y Nuria Lorenzo en sus cometidos menores de Béthune y Ninetta, este último papel asignado en un primer momento a María José Suárez.
Bien los coros, especialmente en las intervenciones cerrando el actos segundo y el final de la ópera En el foso, el norteamericano John Mauceri, que en 2010 dirigió en esta misma temporada la Susannah de Floyd, puso de relieve ante esta partitura la identificación de la Sinfónica de Euskadi con el repertorio verdiano. Con el dramatismo demandado por la grande opéra con que Verdi imaginó las Vêpres, como antes había hecho, también en París, con I Lombardi. En esta ocasión, con un plus especial para los sinfónicos vascos que, además de mostrar su temple en la obertura –la más larga de las escritas por el compositor–, supieron afrontar con entrega la media hora decisiva de las Estaciones.
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