Éranse una vez dos Bélas frente al Castillo Real
El Teatro Real sube por primera vez a escena la única ópera de Bártok con Gustavo Gimeno a la batuta. La coproducción madrileño-basiliense fusiona con austeridad escénica y derroche canoro y coreográfico el Castillo de Barbazul con el ballet El mandarín maravilloso.

“Érase una vez…” . Con esas palabras aparentemente pueriles prologa el poeta, nexo de sendos títulos, el inicio de El mandarín maravilloso y el del Castillo de Barbazul. Ambas obras se han podido escuchar estos días por primera vez en el Teatro Real de Madrid. Ambas, ballet y ópera respectivamente, con Nicolas Franciscus (el poeta) repitiendo idéntica fórmula en un tono que dista, y mucho, del de los cuentos infantiles. No se lleve a engaño, no hay aquí ni castillos hechizados ni mandarines risueños. Tampoco es precisamente celestial la Música para cuerdas, percusión y celesta, del ínclito Béla Bartók por supuesto, cuyo primer movimiento pone fin al ballet en la convincente licencia de Gustavo Gimeno (en el foso) y Christof Roy (en la mise en scène). Nada es aquí lo que parece y no es preciso dominar el húngaro para percatarse, tras los primeros compases e invectivas, que no estamos ante un musical de Gran Vía.
Tras sendos érase una vez, el narrador arremete contra el público. En un tono que roza la imprecación, cuestiona la cuarta pared al punto de preguntarse si la escena no estará en patio de butacas. A su vez vaticina -como así fue a la postre- que, pase lo que pase en escena, el público terminará aplaudiendo nada más baje el telón. “El público quiere vino”, exclama el poeta arengando indecorosamente al respetable para proseguir: “¿Qué importa de dónde venga el vino?”. Si dichas obras siguen causando cierta conmoción en pleno siglo XXI, nos podemos imaginar cuál no pudo ser el estupor cosechado en 1926 y 1918, cuando el ballet y la única ópera del genio húngaro vieron la luz.
Porqué… ¿no me negarán que coreografiar las andanzas noctámbulas de tres poxenetas, una joven extorsionada y sus tres clientes vagabundos encierra, sí o sí, algo de sórdido y subversivo? El regista alemán traslada la acción a un suburbio urbanita de principios de los 80 con una cabina telefónica junto a despojos chabolistas como único atrezzo. Gorka Culebras (mandarín) y Carla Pérez (chica) junto a otros cuatro coristas – Nicly van Cleef, David Vento, Joni Österlund y Mário Branco- dan vida corpórea a este drama social no exento de cierto ocultismo final.
Y es que, con la llegada del tercero de los vagabundos, la música da un giro inaudito. El príncipe azul, que parece vaticinar el tercer escarceo, termina defenestrado como tercero en discordia. El vagabundo mandarín posee un aura especial que acaba embelesando a la chica, a sus explotadores y a todo el lumpen. Todos terminan abducidos por el magnetismo del extranjero, quien prácticamente desde su entrada en escena se somete a todo tipo de vejaciones físicas, en un tour de force constante con la música de Bartok y sus compañeros de reparto. Y es que la idolatría inicial termina degenerando en afán de destrucción, en desprecio desatado hacia el aura mesiánica del mandarín.
Musicalmente hablando, Bartók se obceca en darle siete vidas y los espasmos a los que la rítmica desinhibida somete al protagonista demoran su caída. Es casi inevitable no dejar de pensar en la Consagración de la primavera, solo trece años anterior. El sexto y séptimo número tienen algo de esotérico – un vocalise coral en paulatino crescendo envuelve al protagonista – por la enajenación a la que sucumben los seis y la resiliencia del mandarín, hasta el punto de adquirir ésta una dimensión casi sobrenatural. Y como siempre, el corno inglés, irrumpiendo para subrayar el enigma. La propuesta escénica de Roy ha sabido transmitir esa violencia corporal, esa exasperación del instinto en una coreografía narrativa sin texto alguno. Tal y como cien años atrás Bartok la concibió en el pentagrama: acompasando lo sensual con lo abrupto, el forcejeo con la seducción amorosa. Como si el erotismo y el sadismo no fueran necesariamente antitéticos, sino más bien las dos caras de una moneda. Gustavo Gimeno, desde el atril, supo guiar y dejarse guiar por un ballet desaforado que fluye y cuyas siete partes apenas se disocian… Ocho, en la versión que nos ocupa. El gran acierto de esta producción radica en injertar la música para Cuerdas, percusión y celesta del genio húngaro a modo de redención final del mandarín.
Nada desentona. Como si el primer movimiento de la obra mencionada formara parte intrínseca del ballet al que sirve de coda. El público siguió hechizado ante esta intromisión en la que una fuga funesta intenta esbozar la moraleja al trágico destino del mandarín. Un canon y perturbador que desprende, no obstante, un halo de reposo, de paz hipnótica con la que contrarrestar el previo impulso sexual, vital, letal. Pasamos así de la sobre excitación a una especie de rezo recogido. Todo ello otorga un final místico, casi religioso, a esos últimos 10 minutos de epílogo.
‘Barbazul’ por partida doble

El homónimo cuento de Charles Perrault ha inspirado no pocas óperas, las más representativas del repertorio se han programado en la presente Temporada 25-26 del Teatro Real. Hasta el 10 de noviembre le tocó a Bartók. En enero le llegará el turno a Paul Dukas y su Ariadna y Barbazul.
Tras el entreacto, el poeta regresa compungido al mismo escenario donde despedimos al mandarín. A la derecha una estructura de madera, sin vano alguno, una empalizada sólida que recuerda más al caballo de Troya que a un castillo recóndito.
Dos Bélas firman El castillo de Barbazul. Béla Balázs, en lo que a la adaptación del cuento de concierne, y Béla Bartók en su creación musical. La única ópera que concluyera el compositor magiar consta de solo dos actores y está concebida en un acto. El atrezzo, reducido a la mínima expresión. Esto es, la carga escénica recae ante todo en los cantantes: Christof Firschesser y Evelyn Herlitzius, Barbazul y Judtih respectivamente. Como en tantas ocasiones el castillo literario es una aspiración, un componente alegórico. Lo evidencia Loy con su minimalismo escénico. El castillo impertérrito, plagado de esencias más que de estancias. Sus siete puertas son evocadas e invocadas, nunca visionadas.
A pesar de su corta duración es una ópera harto exigente tanto para sus dos solistas como para el director de orquesta. Y no olvidemos, también para el espectador. Firshcessser y Herlitzius se exprimieron sobre el escenario de esta intrigante “noche de bodas”, en palabras del regista
Las reticencias reiteradas del marido no menguan el afán de Judith por abrir las siete puertas. La soprano Evelyn Herlitzius peleó en lo vocal y en lo escénico cada una de las siete llaves frente al espléndido bajo Christoff Fischesser, que bordó un Barbazul de antología. El anfitrión y feminicida inspira por momentos compasión, al igual que su desdichada consorte, quien, cegada por la curiosidad, se dirige de bruces y sin frenos hacia el abismo. Pese al desenlace final Bartók consigue crear una atmosfera de auténtico conflicto amoroso, a medio camino entre el desenfreno wagneriano del Tristan y el misticismo mágico de Pelléas.
Un tête-à-tête que no ofreció respiro desde la primera nota, con efímeras concesiones a la esperanza en el expeditivo libreto de Bela Balázs, menos en la partitura de Bela Bartók. A partir de la sexta puerta las sospechas devienen certezas y es aquí donde el único elemento escénico significativo, ese castillo opaco, se eleva muy lentamente para dejar a la vista un bosque de pilares. Libretista y compositor dejaron entrever ya en su día que el castillo de Barbazul no existe, como tampoco el de Kafka. Estamos ante una metáfora, ante un alma impenetrable, plagada de claroscuros. De ahí esos barrotes o troncos en los que muda la morada del noble innoble, una mazmorra infinita o una espesura boscosa. De cuento sí, pero de los que quitan el sueño.
Llegados aquí apuntar un reproche a la propuesta escénica. La hora de duración de El Castillo de Barbazul, es también de máxima exigencia para el público. Esa intensa escucha podría aliviarse con algunos refuerzos escénicos que remitan al texto, máxime cuando el húngaro no es precisamente lingua franca del repertorio operístico.
A partir de la sexta puerta la música aquí se torna cada vez más intensa, como si toda la ópera no dejara de ser un prolongado redoble de tambor. La séptima, una cruenta confesión en toda regla (expiación, también, quizás) con la que Barbazul admite sus atrocidades. Un obstinato construido sobre la palabra oscuridad despide esta ópera que hace mutis con discreción exquisita, por la puerta de servicio. Merecidos aplausos para los solistas y la dirección de la orquesta.
La intrincada dicción del ignoto idioma húngaro se apoderó por primera vez del Real y lo hizo por partida doble: A csodálatos mandarin y A kékszkállú herceg vára. Una lectura en la que Balázs y Bartók se conchabaron, con más fuerza si cabe, para que la magia magiar surtiera su efecto.
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