Universos paralelos, plantones y olvidos en la Coronación liceísta
Este mes de julio, el Gran Teatre del Liceu ha culminado su temporada 2022-2023 con un título que nos retrae a la esencias del género operístico: L’incoronazione di Poppea de Claudio Monteverdi.

Cortesía del Liceu
Una producción liderada musicalmente por el decano del historicismo musical en Cataluña, Jordi Savall, y por el enfant terrible de la dirección escénica en nuestro país, Calixto Bieito. Ambos han aunado esfuerzos, aunque desde horizontes y perspectivas diametralmente opuestas.
El arte nace del libre fluir entre las inquietudes interiores del artista y la experiencia del mundo que lo rodea. Pero los adentros de las personas, lejos de toda nitidez, son una fuente insondable de aguas encontradas. Hay quien ve en ellas un manantial de espiritualidad y de iluminación trascendente y, por contra, hay quien atisba la oscuridad de un océano de pulsiones desgarradoras, de instintos bestiales y de inconfesables deseos. Una laguna arcana donde cohabitarían, en el vértigo de lo profundo, lo más elevado y lo más abisal de la especie humana. Una realidad dual, precursora del binarismo digital. Dioniso y Apolo. Satán y Cristo. Materia y espíritu. Hyde y Jekyll. Guerra y Paz. Bieito y Savall.
Así las cosas, el pasado 10 de julio, a sus casi 82 años, Jordi Savall nos brindó una lectura preciosista y pulcrísima de la turbulenta historia musicada hace cuatro siglos por el maestro Monteverdi. Con una vida dedicada a sondear la belleza secreta de los antiguos pentagramas, el director catalán se puso al frente de los excepcionales intérpretes de Le concert des Nations e hilvanó un discurso instrumental fluido, sutil y equilibrado que invitó al auditorio a un plácido reencuentro con el universo sonoro del seiscientos. Todo ello impasible al deambular escénico que bordeaba el foso circular que presidia el escenario, como si de una burbuja se tratara. Paralelamente, en las afueras del círculo savalliano, Calixto Bieito destripó a brochazos las entrañas dramáticas del libreto de Gian Francesco Busenello, derramando en la escena su visceral cocktail de pulsiones freudianas: sexo, violencia, fetichismo, narcisismo, codicia… Un trabajo resuelto con gran eficacia y efectismo dramáticos, merced a una magistral dirección de actores y al extraordinario recurso de las vídeo-cámaras (Sarah Derendinger) que proyectaban primeros y medios planos de los protagonistas en las pantallas ubicadas en el proscenio y en el fondo del escenario.
Si bien es cierto que ambas direcciones, la musical y la dramática, resultaron encomiables, también lo es que fueron recíprocamente estériles. Pues, en lugar de potenciar un diálogo mutuo, estuvieron concebidas desde ópticas contrapuestas y realidades, física y conceptualmente, estancas. Desde sus interioridades circulares, Savall trazó un viaje remontando el tiempo a través de la sugestión poética y abstracta del sonido. Un ejercicio apolíneo de iluminación hacia adentro. En sentido opuesto, desde la excentricidad escénica, Bieito atrajo el pasado a la suculenta materialidad del presente. Un ejercicio báquico de oscuridad hacia afuera. Dos planteamientos y movimientos paralelos, maravillosamente ejecutados, pero sin permeabilidad ni correspondencia entre ellos -en este sentido, la estrena certificó el desencuentro de ambos protagonistas en la rueda de prensa previa. Una lástima y un derroche, porque entre ambos extremos es donde fluctúa ese aliento que nos hace rematadamente humanos. De ahí la eternidad de la obra que nos ocupa, con momentos de sublime ternura y elevación espiritual, como el dueto “Pur ti miro” conclusivo, junto a otros de convulsa pasión y voluptuoso frenesí, como muchos de los números de Neron, Ottone, Drusilla y Poppea. Pero, ya sabemos por el fútbol que juntar galácticos no siempre hace más equipo, sino, a veces, más bien, extrañas parejas. De ahí que, en este montaje, escuchamos música bellamente ejecutada y vimos teatro de alto voltaje, aunque en universos paralelos y planos no convergentes.
No obstante, cabe aplaudir efusivamente el magistral esfuerzo del conjunto de intérpretes para deambular entre ambos mundos. Destacando la arrolladora Poppea de Julie Fuchs, el incisivo Ottone de Xavier Sabata y la intensa Ottavia de Magdalena Kožená. A su vez, Deanna Breiwick fue una atractiva Drusilla, tanto escénicamente como musical, mientras que el Nerone de David Hansen rubricó una interpretación de lo más apasionada y vehemente. Mark Milhofer se ganó el favor del público con una simpática recreación del rol travestido de Arnalta y Nahuel Di Pierro fue un Séneca, si no cavernoso, notablemente grave. El resto de coprimarios resultaron todos ellos muy felices, con especial mención al trío de divinidades formado por La Virtù (Irene Mas), Amore (Jake Arditti) y una braguetona Fortuna que, en su primera intervención, repartió una decena de slips entre el público (Rita Morais).
Todos ellos fueron ampliamente aplaudidos por el público al finalizar la función, así como también lo fue Jordi Savall y los músicos de su conjunto. Hubo plantón por parte de Bieito, que ni estuvo en el teatro ni mandó salir a saludar a nadie de su equipo. No en balde, días antes, ya advirtió en una entrevista a un medio nacional que él pensaba menos en el público que en su peinado. Solo le faltó remachar que le bastaba con que éste pagara impuestos y llenara las plateas para sufragar sus montajes.
Inexcusable, por otra parte, el olvido del Liceu hacia el crítico Roger Alier, traspasado el pasado 29 de junio, a los 81 años. Después de anunciar en un comunicado que le dedicarían estas últimas funciones de la temporada, la noche del estreno no hubo mención ninguna en el programa, en la web, ni por megafonía. Una amnesia preocupante o un ejercicio al más puro sanchismo liceísta.
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