La conquista de México de Rihm, veinte años después
El 9 de octubre, se estrenó en el Teatro Real de Madrid la primera de las dos entregas operísticas dedicadas al tema de La conquista de México, la ópera del alemán Wolfgang Rihm.
Para el mes de noviembre queda la otra visión del mismo tema: The Indian Queen, de Henry Purcell. Es decir, dos miradas escénico musicales separadas por tres siglos. Los dos títulos se definen con dificultades como óperas. Rihm llama a la suya musiktheater; la de Purcell fue considerada como semiópera, y no porque su autor no llegara a terminarla, sino porque así se llamaban las piezas que alternaban canto y teatro hablado en esos tiempos.
Gerard Mortier ha hablado de este paquete como de uno de sus grandes proyectos, lo que proporciona ya una pista de que en el gestor belga predomina el aparato cultural sobre cualquier consideración de corte operístico. No es ni mejor ni peor que lo contrario, pero hay que saberlo porque el juego de los equívocos es siempre un campo de minas.
Wolfgang Rihm (nacido en Karlsruhe el 13 de marzo de 1952) fue el primer gran compositor de la “postmodernidad”, aunque ahora nadie recuerde o quiera recordar esas minucias. Su irrupción en los años finales de los setenta y, sobre todo, los ochenta, representó un cuestionamiento brusco de las ortodoxias vanguardistas (siempre más allá, ningún trato con el pasado…). De Rihm se dijo que era postromántico, que formaba parte de la “nueva simplicidad”, cosas, en suma, que sonaban a rayos todavía. Sus obras eran carnosas, potentes y, sobre todo, neosinfónicas, es decir, cargadas de evocaciones del mundo orquestal que conectaba con la gran tradición en retórica y amplitud sonora. Pero, a la vez, no dejaba de ser moderno. Si recuperaba algo del pasado era siempre con extremo cuidado, modulando una masa sonora llenas de aristas y sonoridades deudoras de la investigación postserial. Era, en fin, el hombre de la época, el que personificaba el “zeitgeist”.
Y, claro, como personaje entre dos mundos, pronto desembarcó en el escenario operístico. Faust und Yorick es del año 1976, y Jacob Lenz, del año 1977/78. Con la segunda ya tuvo un reconocimiento amplio, sin dejar, además, de dejar clara su filiación con las mejores credenciales del modernismo, el sagrado Büchner, el autor romántico que había firmado Woyzeck.
Rihm, además, componía con una fecundidad inhabitual, con tal velocidad que parecía anular cualquier dogma vanguardista respecto a la necesidad de reflexionar sobre origen, desarrollo y legitimidad del material musical. Era, en suma, un compositor situado en una franja difusa en la que todo sonaba anclado en la modernidad retórica, pero imaginado a la velocidad de un maestro barroco. Como si la modernidad fuera ya para él una lengua materna y hubiera salido hablador, o incluso charlatán, como señalarían algunos críticos mordaces. Solo así se explica esa producción de más de 400 obras que para algunos es una proeza mozartiana y para otros algo que ya realizaron otros como Villa-Lobos o Milhaud, por ejemplo, sin que hoy se utilice como elogio.
La música de Rihm siempre sonó bien y reconcilió a no pocos de los atrabiliarios enemigos de la modernidad con una música de hoy. Pero ante ese torrente de elocuencia, resulta difícil fijar una predilección. En ópera, eso no es tan grave, ya que “solo” ha hecho diez, aunque no descarto que haya acabado otra mientras escribo estas líneas.
La conquista de México según Artaud
La conquista de México es la cuarta de las suyas, y está compuesta entre 1987 y 1991, y fue estrenada en Hamburgo en 1992, con dirección musical de un muy joven Ingo Metzmacher y un ascendente Peter Mussbach, un equipo hoy de lujo. Las fechas parecen indicar que la pieza podría tener que ver con el quinto centenario del Descubrimiento de América, pero ningún dato lo corrobora.
En todo caso, parece verosímil que el interés de Rihm por este tema esté más relacionado con su fuerte afinidad con Antonin Artaud que otra cosa. Artaud, el visionario creador del “Teatro de la crueldad”, ha sido figura de referencia para el compositor alemán y uno de sus pensadores favoritos, solo superado en su utilización por Nietszche, Goethe, Hölderlin, Heiner Müller, Büchner y La Biblia; por más que un compositor tan voraz como es Rihm haya necesitado recurrir hasta a 63 autores para alimentar su máquina.
La capacidad de digestión de Rihm parece tan enorme que, aparte de haber sido considerado como un campeón de la postmodernidad, enseguida se puso manos a la obra para deglutir cualquier referencia de la modernidad misma, para que, de una manera muy alemana, se le pueda considerar lo uno y lo contrario. Nada de esto va contra su calidad, pero llena de paradojas su enorme producción. Y una de esas paradojas, y no la menor, se encuentra en este teatro musical, o llámenle ópera si lo desean: La conquista de México es, entre otras cosas, una apoteosis de la abstracción, aunque, por supuesto, también puede presentarse como lo contrario.
Es una obra compuesta desde la lógica de la música y alimentada con textos de Artaud, claro, pero también de Octavio Paz y anónimos indios. Conceptualmente, se plantean temas como la ambivalencia del encuentro entre dos culturas tan distintas que están abocadas a la destrucción, la ambigua relación entre sus dos figuras clave, Moctezuma (Montezuma en la partitura) y Hernán Cortés, y el permanente contraste entre contrarios que lleva a que el mundo invasor español sea masculino y el invadido, femenino. A su vez, junto a dos cantantes, cada rol está triplicado, un barítono sobre escena más dos recitadores en foso para el capitán español, y una soprano más dos voces femeninas fuera de escena para Montezuma.
En realidad, y como señala el propio compositor, la música de esta obra parece esculpida. Contribuye a ensalzar esa sensación la disposición espacial de las fuentes sonoras. Hay una orquesta de tamaño medio y una muy fuerte presencia de la percusión en el foso, así como tres grupos más rodeando el espacio central del público. Para ello invaden los palcos laterales y hasta el palco real del Teatro (es impagable para quien esto firma ver a Dioni [Dionisio Villalba], el entrañable percusionista de la Sinfónica, en lugar del Rey). Además, el coro está grabado y llega al público a través de altavoces. El resultado es un espacio sonoro ceremonial que disemina las fuentes y multiplica la sugestión de un lugar mágico.
En cuanto a la dramaturgia, Rihm prepara un lugar abierto de referencias apoyado en los cuatro momentos de que consta el texto de Artaud: Los presagios, Declaración, Los cambios y La abdicación. Pero, más allá del plano conceptual, la sensación predominante es la de una dramaturgia abierta, una suerte de espacio denso en referencias, pero libre de continuidades. Sobre este plano se articula el trabajo de este montaje, a cargo de Pierre Audi en la escena y de Alexander Polzin en la escenografía. Y, como es lógico, se subraya la abstracción tanto en movimientos y relaciones entre personajes como en la propia visualidad.
Masculino, femenino, ópera
Y llegados aquí, ¿cuál es el resultado? Depende de la relación que cada cual tenga con la abstracción. Quienes quieran seguir alguna historia se desesperarán, quienes alcancen a disfrutar por la miríada de momentos aislados de gran calidad, estarán encantados de la vida. En realidad, hay para todos. Los ingredientes son, que quede claro, de primera línea, la música es excepcional en intensidad, calidad expresiva, imaginación sonora y tensión discursiva. La predominante percusión y las reconstruidas sonoridades vocales son de gran riqueza.
La visualidad cumple con el expediente. Polzin no es Anselm Kiefer, pero liberado de una historia que lo ate, brinda cuadros plásticos sugestivos (aunque me acuerde, y mucho, de lo que pudo llegar a hacer José Manuel Broto con medios incomparablemente menores en otra ópera basada también en la conquista americana, La noche y la palabra, de José Manuel López López).
En realidad, tengo la sensación (y me juego el metrobús que llevo en el bolsillo) de que las opiniones del respetable van a estar muy divididas: unos dirán que es un ladrillo y que no hay quien la aguante; y otros, que es de gran riqueza y preñada de momentos de inusitada sugestión. Y la paradoja es que ambos llevarán razón, porque el problema reside en la abstracción llevada al terreno dramático. Contar una historia sin contarla, sugerirla a través de momentos que flotan en un magma de instantes que fluyen solo gracias a su energía, especialmente la musical, fue una de las utopías del periodo vanguardista. Es un capítulo que ha dejado mucha tierra quemada.
Que llegue ahora a esta alejada provincia de la ópera que es Madrid puede crear más de un equívoco. Todos los que piensen que esta “ópera” es un espanto porque es moderna habrán caído en la trampa que tan bien ha urdido Mortier. Una trampa que consiste en inocular la idea de que estamos ante un conflicto entre modernidad (La conquista de México) y pensamiento conservador (quien la rechace). Pues bien, no es cierto, este modelo de narrativa está ampliamente amortizado, aportó buenos momentos hasta hace dos o tres décadas, aunque aquí no llegaran, y pasó. La verdadera actualidad propone recuperar el arte de contar historias en la ópera. Y no es un problema de lenguaje musical moderno. Que le echen un vistazo a óperas como Minotaur, de Birtwistle, por ejemplo o, sin cambiar de compositor, el Oedipus (1987) del propio Rihm.
Mientras tanto, parece que Mortier aún guarda una bala en la recámara, si a alguien no le gusta, quizá es que se pique en tanto que español por su ausencia de comprensión de los pecados del imperialismo español en aquella tragedia. Afortunadamente, la ópera de Rihm ni siquiera se acerca a esa herida, es enormemente elegante. En realidad, es una gran partitura, sazonada por pizcas de visualidad bien resueltas. Tiene momentos mágicos y cuadros subyugantes. Pero cuesta seguirla lo mismo que comerse un kilo de polvorones tras ingerir una barra de mazapán a palo seco. Pero, claro, hay gustos para todo…
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El comentarista ha sido muy condescendiente con esta «ópera». Larga, tediosa, difusa, pesada, musicalmente pobre serían adjetivos apropiados en mi opinión. Y digo esto desde mi condición de aficionada a la música contemporánea.
En cuanto al argumento: lo de siempre, los españoles los malos malísimos. Más leña a la leyenda negra.
Para rematar, la puesta en escena es oscura, desordenada, hortera, típica de lo que en Europa del Este entienden por moderno.
En fin, para mí, una pesadilla. Y como no había descanso no me pude salir. No me sobra el dinero y gastarlo en un espectáculo que acaba poniéndome nerviosa me descompone.
En cuanto a Mortier, sí, le importa más lo cultural que lo musical. Y añado: parecería que esta producción haya sido su última venganza hacia los españoles.
Excelente artículo,
La ópera también me ha parecido excelente, muchas gracias.