Flórez debuta Edgardo en el Liceu
La estima del público barcelonés hacia el gran tenor Joan Diego Flórez se ha visto recompensada por la determinación del cantante peruano de debutar su primer Edgardo, este mes de diciembre, en el Gran Teatre del Liceu.

Juan Diego Florez @ A. Bofill
Sin lugar a dudas, una cita histórica para los anales del teatro por lo que este aclamado tenor representa en el firmamento lírico actual. Y es que, precisamente, es esta ópera donizettiana, Lucia di Lammermoor (1835), uno de las primeras en otorgar un papel de relieve a la tesitura de tenor, por aquel entonces absolutamente ensombrecida por las grandes prime donne. Un reto que Flórez supo aprovechar para poner a prueba su privilegiado instrumento, logrando un nuevo éxito incuestionable. Si bien, en la sesión del 20 de diciembre, en algunos pasajes del primer y segundo actos pareció algo justo de intensidad dramática, en el tercer acto su encarnación del trágico personaje fue realmente antológica, rubricando una escena final a la altura de las que su admirado Alfredo Kraus había prodigado tantas veces en este mismo escenario.
A su lado, la excelente soprano rumana Elena Mosuc cantó una Lucia impecable, con un dominio absoluto de las regulaciones que contribuyeron a bordar en oro su esperada escena de locura. No obstante, su interpretación escénica fue más bien fría, resultando a veces más cercana a una exhibición de canto que a una auténtica interpretación dramática. Por el contrario, el Enrico de Marco Caria demostró poseer una gran autoridad escénica a la par que un vigoroso instrumento canoro; el suyo fue un Lord Ashton francamente excepcional. Una gran y merecida ovación recibió también Simón Orfila en el rol de Raimondo, el cual defendió con nobleza y gravedad. Cumplieron también con nota los coprimarios Albert Casals (Lord Arturo), Sandra Fernández (Alisa) y Jorge Rodríguez-Norton (Normanno).
El coro y la orquesta titular del teatro, en esta ocasión bajo la reputada batuta de Marco Armiliato, lograron una memorable interpretación de la exquisita partitura del maestro de Bérgamo.
La nota discordante la puso, una vez más, la turbia puesta en escena a cargo de Damiano Michieletto. Una torre inclinada de cristal, iluminada con luces de neón y con escaleras interiores a la vista, fue el eje dramático de esta desafortunada producción, con personajes deambulantes que entorpecían y distraían la interpretación de los protagonistas sin aportar nada substancial a la narración dramática o detalles tan ridículos como substituir la fuente del primer acto por un cubo de agua metálico. Con todo, la escena de mayor impacto fue la muerte de Lucía, aquí convertida en suicidio al lanzarse ésta al vacío desde lo alto de la torre. Lo mejor del montaje, sin lugar a dudas, la iluminación.
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