Junio, mes de la zarzuela en Madrid
Dos teatros muy cercanos, el de la Zarzuela y el Reina Victoria de Madrid, programan zarzuela en el mes que abre la puerta al verano. Normal en el primero, más excepcional en el segundo, pero ahí está el género lírico pidiendo su sitio.
El Teatro Reina Victoria acoge la primera temporada de la valiente compañía Ópera de Madrid. Un colectivo recién formado que inició su andadura en marzo y que, a razón de un título por mes, ha venido atreviéndose con la ópera y concluye esta su primera temporada con dos clásicos de Chueca: La Gran Vía y Agua, azucarillos y aguardiente.
El principal desafío de esta experiencia es empresarial, un grupo de jóvenes profesionales que se lanza a montar teatro lírico de alto nivel sin red de seguridad económica, con talento y energía. La prueba de esta primera temporada se ha pasado con nota y el colofón es ese programa doble de zarzuela chica en duración y enorme en inspiración: Chueca.
La Gran Vía se sigue prestando a la ironía con las autoridades municipales de turno. Así lo entendieron en el último montaje que nos brindó el Teatro de la Zarzuela hace años en la visión de Luis Olmos. La Compañía Ópera de Madrid también recurre a esa parodia en la que las calles de Madrid, esas que iban a ver alterada su vida con el nacimiento de la nueva arteria, se revuelven contra una autoridad municipal que se parece en mucho a otra alcaldesa muy de nuestros días.
Y así, con sutiles cambios modernizadores en la parte del texto y respeto a la inmortal música de Chueca, consiguen un montaje que hace las delicias del respetable, siempre rendido a ese Caballero de Gracia, a esa calle de Sevilla y a tantas otras ruas de la castiza capital.
En lo que respecta a las chulapas aguadoras y los barbianes barquilleros, Ópera de Madrid proponen una lectura más cercana al original, con limpieza vocal y ganas de hacer jugosas las peripecias de la Pepa, la Manola, etc.
Es, en suma, un montaje muy acertado de cara a recordar a un público que siempre disfruta con este repertorio, pero que tiene tendencia a olvidarse de la alegría de ir al teatro. Es la zarzuela como paradigma del espectáculo alegre, irónico y achulapado que parece flotar en la atmósfera de una capital que, en su centro al menos, convive con la caricatura de sí misma ofrecida al turista a cambio de unas monedas.
Y al volver la vista atrás…
En cuanto al Teatro de la Zarzuela, junio no tiene por qué ser diferente a otros meses en cuanto a su contenido: zarzuela, que para eso se llama así. Pero, no obstante, este turbio junio ha visto una vuelta a los orígenes tan encomiable como revelador del problema cultural que representa nuestro teatro lírico.
Como colofón de la temporada 2013-14, nuestro teatro nacional, heredero de unos padres fundadores que, ¡ay!, no siempre encuentran el acomodo que merecen, se han acordado de que en la pre-zarzuela hay muchas enseñanzas y no pocas ocasiones de disfrute lírico.
El programa es sencillo: tres zarzuelas de otros tantos padres fundadores del género y aun del propio Teatro. Gaztambide, Arrieta y Barbieri. Es una historia tan bien conocida como continuamente olvidada. Emilio Arrieta nace en 1821, Joaquín Gaztambide lo hace en 1822 y Francisco Asenjo Barbieri ve la luz en 1823. Son, pues, tres personalidades prácticamente de la misma edad. Verdi, su referencia más cercana, nace en 1813 y en los años cuarenta aún tantea en busca de su propio estilo. Los tres principales españoles están obsesionados con la ópera española; en España, en Madrid, reina la italiana; y para hacerse un hueco, van a encontrar el modelo de la ópera cómica francesa.
A finales de los años cuarenta del siglo romántico, Meyerbeer es el rey de la ópera internacional; el cadáver de Donizetti aún está caliente (1797-1848); Verdi se prepara para la trilogía que lo hará eterno (Rigoletto, 1851; Il trovatore, 1853 y La Traviata, 1853). En España, los jóvenes se mueven, quieren promover un género lírico nacional. No hay que olvidar que la escena era el principal espectáculo, y la ópera o sus variantes nacionales representaban un imán: Verdi, con Nabucco (1842), había puesto himno al Risorgimento italiano, y poco antes, en 1830, La Muette de Portici, de Auber, había desencadenado en Bruselas un tumulto social que provocó el nacimiento de la Bélgica moderna.
La ópera, y en especial, una ópera nacional, era un objetivo mayor para las fuerzas de la cultura. En 1847, los tres protagonistas de la trilogía que ha subido al escenario de La Zarzuela se encontraron ya en “La España Musical, sociedad creada para “reestablecer” la ópera española. Tras el inevitable fracaso, cuatro años bastan para que se forme una unión algo más práctica, una sociedad formada por Gaztambide, Barbieri, Hernando, Inzenga, Olona y el cantante Salas se dispone a gestionar el Teatro Circo. De la siempre esperable bancarrota les salvará el estreno de Jugar con fuego, de Barbieri, cuyo éxito fulgurante marca, de hecho, el nacimiento de la zarzuela.
Esta misma sociedad, con algún inevitable cambio, se juramenta para construir un teatro propio para el género. Será el Teatro de la Zarzuela que abre sus puertas en septiembre de 1856. Durante esa década prodigiosa, el género se prueba, avanza y retrocede, se arruina y se recupera. Gaztambide escribe su obra más apreciada, El Juramento (1858); Barbieri, tras el bombazo de Jugar con fuego, repite éxito con Los diamantes de la corona (1854), y, a los dos meses de tener abierto el Teatro de la Zarzuela, brinda su El diablo en el poder, estrenada en diciembre de 1856.
Arrieta, por otro lado, vacila entre la zarzuela y la ópera italiana en la que había comenzado velando sus armas. Aún así, se une al grupo que gestiona el Teatro Circo en 1852 y está presente en los inicios del Teatro de la Zarzuela con una cantata, una zarzuela corta y en el espectáculo colectivo de la inauguración, llamado justamente La Zarzuela.
Todo este resumen de urgencia de esa década fundacional para el teatro lírico español nos muestra una efervescencia que quedará pronto sumergida en el éxito del género, un éxito que, como todos, va a lanzar al proyecto tanto como a deformarlo. Si la primera generación piensa en la creación real y auténtica de un teatro lírico español, las siguientes verán el negocio, el filón y la gloria.
Tendrá que llegar la generación de finales del siglo (Chapí, Chueca, Bretón, etc.) para que la zarzuela recupere su impulso, pero ya no de la misma manera, el público imponía ya sus normas y los empresarios no estaban para tonterías. El género chico, por ejemplo, nació como una fórmula puramente empresarial, teatro por horas para dar cinco funciones diarias diferentes. Y los bufos madrileños ya habían vulgarizado tres décadas antes todo lo vulgarizable en una España que no terminaba de encontrarse.
Un viaje de más de siglo y medio
El proyecto que pone en pie el Teatro de la Zarzuela con esta trilogía de los fundadores consiste en recuperar tres títulos de esos años de los maestros ya citados y ofrecerlos en versión simplificada, tanto en dramaturgia como en puesta en escena, guardando en lo posible la riqueza musical, gracias a las versiones críticas que prepara el ICCMU, dos de ellas en estreno absoluto.
Este proyecto permite conocer esas zarzuelas prácticamente enterradas y servirlas al público de hoy en versiones plausibles. En resumen, puestas en escena sucintas (los famosos semi-stages que han proliferado últimamente) y, sobre todo, convirtiendo los farragosos textos hablados en una sutil reducción realizada y preparada por el dramaturgo Álvaro del Amo. Estas reducciones se basan en la conversión de casi toda la acción hablada en unos textos representados por actores en papeles nuevos. En concreto, en Catalina, de Gaztambide, dos actrices doblan a los personajes de la zarina Catalina de Rusia y su cuñada y narran la acción pasada en una suerte de epistolario. En El dominó azul, de Arrieta, el personaje inventado es un sastre que cuenta las peripecias del enredo a través de su supuesta intervención como confeccionador de los disfraces que tanta importancia tendrán en el lío de la obra. Mientras que en El diablo en el poder, de Barbieri, el personaje inventado es un diablo narrador.
Al margen de la eficacia de los textos y del astuto trabajo de síntesis que opera Álvaro del Amo, el resultado es desigual en función de los actores. Destaca, especialmente, el cómico Juanma Cifuentes como el sastre de El dominó azul, y defrauda el diablo encarnado por Emilio Gutiérrez Caba en El diablo en el poder. Mientras que Nieve de Medina y Karmele Aramburu, como Catalina y Berta en Catalina, realizan un trabajo estimable que deja fluir la historia. Pero aunque el resultado es digno y económico en tiempo, uno no deja de preguntarse cómo sería la puesta en escena del texto original, no porque parezca interesante sino porque proporciona claves relativas al trabajo de los compositores y al esfuerzo al que se enfrentaban en ese nacimiento de la zarzuela.
Y es que esa es la verdadera importancia de esta Trilogía de los Fundadores, conocer cómo nació el género y preguntarse cómo es posible que zarzuelas como estas yazcan en el olvido más atroz.
Para un público actual (para mí, en concreto) resulta sorprendente enfrentarse a obras músico-teatrales tan ambiciosas y con tanta calidad musical como estas y descubrir que estaban tan enterradas como los huesos de Cervantes. Son zarzuelas poderosas, con mucha música y con toneladas de trabajo técnico que tardaría más de sesenta años en volver al género; se me ocurre que no habría tanta ambición hasta Doña Francisquita, de Vives, cuando ya el siglo XX estaba bien asentado y los vientos de la historia amenazaban con borrar tanto esfuerzo.
Los tres músicos se emplean con ardor en la construcción de toda la carpintería operística; sobresalen los coros, pero asombran los conjuntos, numerosos, constantes diría yo: dúos, tríos, cuartetos, sextetos y hasta septetos. Enseguida sobresalen vientos de influencias: el Verdi de esos años, más bien de los años cuarenta que de los cincuenta, Donizetti, Meyerbeer, la opéra comique. Lo anormal es que no se parecieran a nada. La ópera entonces era como el cine ha sido en el siglo XX, las referencias cruzadas de géneros, subgéneros, arquetipos, situaciones y climas sociales eran tan inevitables como bienvenidas. De hecho, parecerse a ellos era ya un mérito sorprendente. Quizá más normal en un Arrieta formado en Italia y defensor ferviente de la ópera italiana que practicó todo lo que pudo; pero que no está ausente en ninguno, dicho sea en su honor.
Pero si la música es tan excelente y bien construida como digo, ¿cuál es el enigma que se esconde en la desaparición de estas obras? No es fácil responder y seguramente la respuesta sería múltiple. Pero, en su simple representación se puede intuir algo: los textos, las historias y los géneros narrativos no están a la altura de las músicas. Los libretos, además de flojos en la dramaturgia, ripiosos en el verso y vacilantes en la adscripción de género, no encuentran un punto de anclaje en lo que podía ser (y luego sería) un interés en el público, al menos de forma masiva y sostenida.
Digamos de entrada que estas críticas son “ucrónicas”, son muy fáciles de realizar a posteriori, pero en su momento nada parecía indicar que estas historias eran tan enclenques. Los tres títulos aquí presentes fueron éxitos en su estreno y se mantuvieron en cartel el tiempo razonable que las temporadas líricas se podían permitir.
Pero si se comparan estas zarzuelas con las que poco tiempo más tarde se harían célebres, se encuentra en los textos de estas fundacionales una indeterminación fatal: los personajes son generalmente reyes, zares, aristócratas y poco más. La zarzuela, sin embargo, se asentó a través de tipos más populares, más cercanos al público general que terminó por adueñarse del género. Y esto solo parece haberlo detectado Barbieri, un auténtico monstruo del teatro musical. El drama de Barbieri es que era demasiado buen músico y dramaturgo musical como para ceder al populismo antimusical, como ferviente defensor de lo popular para enredarse en elitismos de ópera internacional. Esta dualidad lo convirtió en el músico español más grande de todo el siglo XIX y en el padre del teatro lírico español; pero no siempre le hizo la vida más fácil por ello.
Es curioso que quizá sea la zarzuela de Barbieri, El diablo en el poder, la más irregular de las tres. La Catalina de Gaztambide es poderosa en su empuje musical, otro tanto le sucede a El dominó azul, de Arrieta. Pero en la zarzuela de Barbieri aparecen algunos de esos momentos en los que el público español puede engancharse y decir, estos son mis personajes. Lo había conseguido ya en Jugar con fuego y en Los diamantes de la corona; aquí se le escapan un poco, pero cuando los recupera se ve lo mejor, sus coros son infalibles y el doble dúo con dos parejas, una seria y otra cómica cantando a la vez, resume mucho de lo que este autor era capaz de hacer. Pero también es ilustrativo cuando desfallece, como le sucede en las romanzas románticas; y es que el libreto tiene no poca culpa. En efecto, Camprodón no define bien en ningún momento qué tipo de género es el de esta zarzuela; no es cómica, pero tiene sus pinceladas; es más galante que romántica, pero no se lo cree del todo; tampoco es seria, pero a veces se pone adusta. En suma, no define bien cuál es el género dominante, pica de todos y no se cree ninguno, y el músico es arrastrado por ello a momentos de debilidad.
Las otras dos zarzuelas tienen los mismos límites en sus libretos, pero los compositores se tiran a la piscina de la ópera. Su música es, ya lo he dicho, poderosa y ambiciosísima, pero, a diferencia de Barbieri, no alcanza más que raras veces la sublime inspiración que convierte una música en algo que el público comparte en el corazón sin restricciones. Verdi, ya que hemos hablado de él, lo comprendió bien, siempre se comprometió con la dramaturgia de sus historias, exigía sin piedad los mejores versos y la sombra de Shakespeare siempre le guió, y eso es esencial para hacer buena música teatral.
Los españoles, sin lugar a dudas tenían problemas mayores, querían crear una ópera española y como no veían posible el uso de recitativos musicalizados optaron por la fórmula intermedia de todos los teatros líricos nacionales no italianos, música y texto de acción por separado. Eso en España se llamó zarzuela a causa del historicismo castizo inherente al pensamiento español hasta que la Guerra Civil nos volvió zombis. Y como la zarzuela se transformó tanto como lo hacía la sociedad española en esos turbulentos años que van desde mediados del siglo romántico hasta la Guerra Civil, se convirtió en un género poliforme, con subidas y bajadas. En realidad, nada diferente a lo que le sucedió al teatro lírico internacional, solo que con una dimensión pequeña y con tendencia a la asfixia cultural.
Los años han pasado y ahora toca restaurar patrimonio. No podemos dejar de lado zarzuelas como estas no exentas de cualquiera de mérito, incluso tampoco está de más guardar y cuidar las de no mérito. El debate respecto a cómo las podemos hacer útiles para públicos actuales es complejo. Si hay dinero no pasa nada, se recuperan y se muestran en sus espacios naturales y ya está. El dilema surge cuando hay que cortar por lo sano. Y aquí no es fácil coincidir, yo pienso que esta reposición que acaba de realizar el Teatro de la Zarzuela es muy valiosa, y tiene mayor mérito haber encontrado la fórmula de ofrecer tres de una tacada.
Para los que se fijen en la música primordialmente, estas tres zarzuelas son un festín y un material lleno de enseñanzas históricas relativas a cómo nació la zarzuela y qué objetivos tenía. Para los que busquen una explicación cultural y delicias literarias, desde luego, son flojas y casi una denuncia de los males que sacudían la España de su época.
Es curioso, pero nunca falta la gente que se pregunta: “¿Por qué no se componen zarzuelas ahora?” La respuesta es fácil si no nos detenemos en lo superficial: la zarzuela fue un acuerdo y quienes preguntan suponen que se trata de una forma de teatro musical. Como forma, es la misma que el musical de la Gran Vía, por ejemplo, así que si quieren, ahí tienen las zarzuelas de hoy. El acuerdo se cerró entre el público, la sociedad de la época, y los que la realizaban. Esos acuerdos de gran calado no son fáciles de reproducir, en realidad rozan lo imposible. Y, sobre todo, son acuerdos que no pueden pervivir porque los sectores no son los mismos. ¿De verdad la sociedad española actual quiere zarzuelas? Yo estoy seguro de que no, pero la mejor manera de salir de dudas es preguntárselo.
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