Un Strauss colorista. Mercie beaucoup, François
Valencia. Palau de Les Arts Reina SofÃa. 1-IV-2022. François Leleux, oboe. Orquesta de València. Director: Alenxader Liebreich. Obras de Silvéstrov, Strauss y Dvořák.
El oboÃsta francés Fraçois Leleux actuó el pasado viernes 1 de abril en el auditorio del Palau de Les Arts, junto a la Orquesta de València. El galo interpretó el Concierto para oboe y orquesta en re mayor, op.144 de R. Strauss, fruto de los últimos años de vida del compositor, y una de las obras culmen dentro del repertorio de este instrumento, destacable por requerir una gran resistencia fÃsica del oboÃsta

OV-Leleux. Foto Live Music Valencia
Stille Musik, una pequeña pieza en tres movimientos del compositor V. Silvéstrov, fue la encargada de abrir un concierto que prometÃa. La orquesta interpretó de manera limpia la composición, en la que el ucraniano usó, entre otros recursos, los pizzicati para conseguir ese efecto de música intimista. Si bien por momentos dio la sensación de que hubo algunos pequeños desajustes, la formación -en plantilla reducida- consiguió una sonoridad cálida y delicada, a pesar de la estrecha gama dinámica de la pieza.
Leleux, cuya preeminencia como oboÃsta y director es reconocida internacionalmente, interpretó un brillante Strauss, obra con largas frases sin respiraciones que en ocasiones hacen pensar más en un concierto para violÃn que para un instrumento de viento. No sabemos si fue lo que esperaba John De Lancie, oficial de inteligencia del ejército estadounidense y oboÃsta en Pittsburgh, que tras varias visitas al compositor en su residencia familiar de Garmisch, insistió en que el alemán compusiera un concierto para oboe. Unos meses después de darle la negativa, Strauss terminaba el concierto, escribiendo en el manuscrito «Concierto para Oboe sugerido por un soldado americano, oboÃsta de Chicago» (confundiendo Pittsburg con Chicago), ya que habÃa olvidado el nombre de De Lancie.
Escuchar a Leleux fue de una belleza inusitada. Desde casi el inicio de la obra, el solista nos demostró que no solo es capaz ante la exigencia de frases muy largas, sin posibilidad de respirar, sino que la forma en que tomaba el aire y lo mantenÃa fue algo especialmente prodigioso. Todo un desafÃo al que el francés se enfrentó con serenidad y resultó proverbial cómo mantuvo el caudal sonoro sin tensiones ni altibajos. Dejó su huella en el lirismo que contiene la obra, y produjo efectos sorprendentes de colorido en los cromatismos. Alexander Liebreich supo llegar hasta lo más recóndito de la obra y la orquesta le respondió con calidad (lástima que la acústica de la sala no recompensara la gesta…), mientras el solista desplegó su arte de manera serena, melancólica, sin desfallecer, durante sus tres movimientos sin pausa. Quedó visible la ingeniosa relación labrada entre orquesta y oboÃsta, poniéndose de manifiesto desde el primer movimiento con el refinado diálogo con las maderas, la flauta de Salvador MartÃnez, el oboe de José Teruel y el clarinete de Enrique Artiga, o en la manera en la que se aumentó casi imperceptiblemente la tensión. Vimos como en el tercer movimiento, Leleux resolvió con destreza y maestrÃa los cambios de registro. Liebreich tanteó un sonido más denso, sin extralimitarse ni perder franqueza. Una vez finalizada la proeza, el carismático oboÃsta alzó a la audiencia (más numerosa que de costumbre), y tras varias entradas y salidas debidas a los incesantes aplausos (a los que el solista parece ser adicto), la deleitó con un fragmento de la FantasÃa nº 6 de Telemann. Se notaba que Leleux deseaba repartir alegrÃa en estos tiempos trágicos (la bandera de Ucrania sigue luciendo en el auditorio), tal y como manifestó el propio Strauss al finalizar la Primera Guerra Mundial, y lo consiguió. Lo consiguieron.
La SinfonÃa nº 8 en sol mayor, op.88, de A. Dvořák completó el programa. Estrenada por el propio compositor en Praga en 1890, tiene instantes inmortales dentro de la historia de la música. Casi toda ella está basada en música tradicional bohemia, que Dvořák adoraba, más que ninguna otra sinfonÃa suya, seguramente. La sección de violonchelos dio inicio a la obra a través del famoso coral, hilvanando asà el Allegro con brio inicial. Dejando de lado que la interpretación gustase más a unos que a otros, la sección defendió el pasaje con solemnidad. Pudimos disfrutar de la gran protagonista del movimiento (y de toda la sinfonÃa): la flauta, dulce y brillante. Recordando al canto de los pájaros, dio entrada al tema principal, reflejando ese carácter pastoral mediante trinos. Otras frases del estilo coral del inicio aparecieron también en el Adagio, y al igual que en el comienzo, se alternan en un contraste entre los modos mayor y menor. Fue en el tercer movimiento Allegretto grazioso, donde el conjunto nos acercó al baile de una manera airosamente nostálgica (sobre todo por la afamada melodÃa interpretada por la cuerda). En la interpretación de la sinfonÃa pudimos observar a una orquesta que mejora, y que pausar la sinfonÃa para revisar la afinación deja entrever que en los pequeños detalles está la diferencia. Cabe elogiar el camuflaje y la gracia con que Liebreich recogió de entre los cellos y las violas su batuta huidiza.
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