Doce Notas

Mucho ruido y pocas nueces

opinion  Mucho ruido y pocas nueces

El elevado número de representaciones que acumula esta ópera en el coliseo de Les Rambles (191 previas a la presente producción), lo avalan como uno de los títulos predilectos del público barcelonés. Sin lugar a dudas, han contribuido a ello los legendarios intérpretes que han integrado sus repartos, con sopranos como Carme Bonaplata-Bau (responsable de la estrena liceista), Hariclea Darclée (la misma Tosaca de la estrena absoluta romana), Maria Llàcer, Tina Poli-Randaccio, Gilda Dalla Rizza, Maria Caniglia, Renata Tebaldi, Montserrat Caballé, Éva Marton, Daniela Dessì o Sondra Radvanovsky; tenores como Giuseppe Anselmi, Edoardo Garbin, Hipólito Lázaro, Miguel Fleta, Giacomo Lauri-Volpi, Gianni Poggi, Franco Corelli, Jaume Aragall, Plácido Domingo o Josep Carreras; barítonos de la talla de Ramon Blanchart, Mario Sammarco, Eugenio Giraldoni (Scarpia de la estrena absoluta romana), Riccardo Stracciari, Raimon Torres, Giuseppe Taddei, Piero Cappuccilli, Joan Pons o Sherrill Milnes.

Con la presente producción, Roberto Alagna y Aleksandra Kurzak iban a sumarse a esta ilustre nómina, sin embargo, los desacuerdos con los planteamientos escénicos del montaje precipitaron su cancelación y alimentaron las expectativas de una polémica que se ha visto acrecentada las semanas previas al estreno por las advertencias del mismo teatro sobre el contenido algo subido de tono de algunas escenas. Finalmente, el despropósito quedó en agua de borrajas, sin más escándalo que el de una descafeinada escena entre dos amantes gays (que, fuera de libreto, figuraban Passolini y su amante Pino Pelosi) y la presencia de tres personajes desnudos deambulando por el escenario en el segundo acto.

Maria Agresta y Michael Fabiano fueron los encargados de reemplazar a Kurzak y Alagna en el primer reparto. La primera fue una Tosca que tuvo sus momentos musicales más inspirados en el primer acto, rubricando un intenso dueto con el Cavaradossi de Fabiano. No obstante, a pesar de su entrega escénica, el calado dramático del personaje en les segundo y tercer actos quedó perfilado a medias tintas, con tensión en el agudo y frases entrecortadas bruscamente, como las culminantes de su célebre aria “Vissì d’arte”. Fabiano es un tenor de voz caudalosa y brillante registro superior, cosa que le permitió defender con solidez el papel del liberal artista, si bien su interpretación se fue deshinchando y adquiriendo cierto deje musical amanerado en el tercer acto, en parte debido al abuso de los falsettoni. No contribuyó a elevar el nivel del cast el desdibujado Scarpia de Željko Lučić, esforzado escénicamente pero faltado de medios musicales, con un timbre apagado, un volumen escaso y un canto de escasa intensidad dramática. La discreción planó también sobre los coprimarios, con la feliz excepción del Sciarrone de Manel Esteve. A ello cabe añadir la desequilibrada dirección musical de Henrik Nánási, con compases de tempi atropellados, pasajes orquestales sobrepasados de voltaje y una discursividad más bien tibia de los sutiles motivos musicales que atesora la partitura orquestal.

Respecto al montaje de Rafael R. Villalobos poco más que añadir. Su empeño en establecer paralelismos y entremezclar la historia de Sardou con algunas obras y episodios biográficos del controvertido escritor y cineasta Pier Paolo Passolini no logró realzar a este último ni aportar beneficio alguno al melodrama pucciniano. Querer actualizar un clásico, como lo es Tosca, casi siempre resulta un ejercicio estéril, cuando no contraproducente, puesto que en la naturaleza de los clásicos ya se haya el germen de su propia renovación. Los Mozart, Verdi, Puccini, Wagner o Bizet, así como también los Shakespeare, Eurípides, Molière o Cervantes, no necesitan de modernizaciones, puesto que la esencia de su discurso es eternamente vigente. De ahí su genialidad. No hay nada más actual que un clásico. Esto supieron verlo meridianamente los humanistas y los grandes sabios de la Época Moderna, y también el mismo Verdi, quien llegó a sentenciar aquello de “torniamo all’antico e sarà un progresso”.

Para revisitar a los clásicos se requiere de la humildad, el talento y la entrega necesarios para sondear y reflotar los tesoros musicales que alberga. Tuvimos un maravilloso ejemplo de ducha praxis en la producción pucciniana de Il trittico que pudo verse en este mismo escenario barcelonés antes de finalizar el año. Por el contrario, querer revestirlos de ocurrencias y revisionismos, la mayor de las veces, no consigue más que empañarlos de hojarasca y empequeñecer su plenitud artística, en pro de un oportunismo que poco tiene de auténtica hermenéutica.

Pero ya sabemos que los tiempos posmodernos acusan más la circunstancia que la substancia, de ahí su carácter tan efímero. Y esta nueva producción, lamentablemente, no fue una excepción. Las resonancias palladianas de una eficaz escenografía monocromática, semicircular y giratoria (Emmanuele Sinisi), y las monumentales pinturas de Santiago Ydáñez, apenas lograron aportar un punto de belleza a un montaje que hizo aguas ya antes de las salidas de guión del segundo acto. Soluciones como hacer cantar el coro fuera de escena y amplificado no hicieron más que magnificar el desatino, puesto que el volumen en los pisos altos resulto ensordecedor, casi tanto como la monumental bronca del público al inicio del segundo acto y al finalizar la representación. Un abucheo por enfado más que por escándalo, comprensible para quienes aspiraban reencontrarse con el magistral melodrama de Puccini sin demasiados atropellos, después de haber pagado algunos centenares de euros.

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