Giuseppe Verdi, Macbeth. Dimitris Tiliakos (Macbeth), Violeta Urmana (Lady Macbeth), Dmitri Ulianov (Banco), Stefano Secco (Macduff), Alfredo Nigro (Malcolm). Dir. de escena: Dmitri Tcherniakov. Dir. musical: Teodor Currentzis. Teatro Real, 11 de diciembre.
Oberturas y arias de Agostino Steffani. Cecilia Bartoli (mezzosoprano), Kammerorchester Basel. Auditorio Nacional. 13 de diciembre.
Lieder de Clara y Robert Schumann, Fanny y Felix Mendelssohn, y Alma y Gustav Mahler. Elena Gragera (mezzosoprano), Antón Cardó (piano). Teatro de la Zarzuela, 26 de noviembre.
Georg Friedrich Haendel, Mesías. Raffaella Milanesi (soprano), Carlos Mena (contratenor), Jeremy Budd (tenor), Ismael Arróniz (bajo), La Cetra Vokalensemble y La Cetra Barockorchester basel. Dir.: Andrea Marcon. Auditorio Nacional, 4 de diciembre.
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Si al final la producción no te gusta, no digamos ya si la rechazas de plano, y siempre y cuando te molestes en dar algún crédito a la penúltima boutade del gestor belga, cabe concluir, tristemente: «Ergo no soy lo bastante inteligente». O viceversa (alegremente).
Verdi, con ese marchamo popular que quería siempre para su música, no es un compositor fácil. Sus creaciones –escribió Isaiah Berlin– «surgen de una visión directa del objeto. No hay ningún esfuerzo por llegar más allá, a un empíreo infinito e inalcanzable, y perderse en él, ningún propósito ulterior, ningún intento imposible de fundir mundos antagónicos: música y literatura, lo personal y lo público, realidad concreta y un mito trascendente. Verdi no intenta nunca cerrar una brecha, compensar las imperfecciones de la vida humana, o curar sus propias heridas o superar las grietas internas de su sociedad, su alienación de una cultura común o de la antigua fe, utilizando medios mágicos, evocando una visión celestial, o infernal, como un medio de escape o venganza o salvación. […] El arte de Verdi, como el de Bach, es objetivo, directo y en armonía con las convenciones que lo gobiernan. Nace de una unidad interna intacta, una sensación de pertenencia a su propio tiempo y a su sociedad y entorno, lo cual excluye la nostalgie de l’infini, la concepción del arte como terapia que se encuentra en el centro mismo de lo que Schiller llama sentimentalisch». Y sentencia: «Verdi fue el último de los grandes maestros ingenuos de la música occidental en una época volcada en lo Sentimentalisches».
Extirpar a Verdi esa «sensación de pertenencia» es, por tanto, muy temerario, porque los trasvases pueden tener efectos desastrosos. «No importa cuán sofisticadas sean sus partituras –dice Berlin en otro momento–, que no hay rastro, de principio a fin, de afectación, neurosis, decadencia. Para eso, en la música italiana, hemos de esperar a Boito, Puccini y sus seguidores. Él fue el último maestro que pintó con colores positivos, claros, primarios, que dio una expresión directa a las grandes emociones humanas eternas: amor y odio, celos y miedo, indignación y pasión; dolor, furia, burla, crueldad, ironía, fanatismo, fe, las pasiones que todos los hombres conocen. Después de él, esto es mucho más inusual. A partir de Debussy, ya sea la música impresionista o expresionista, neoclásica o neorromántica, diatónica o cromática, dodecafónica, aleatoria o concreta, o un sincretismo de todas ellas, la inocencia ha desaparecido».
La correspondencia de Verdi en torno a Macbeth nos brinda un caudal de información sobre sus intenciones, más casi que para cualquier otra de sus óperas. Era la primera vez que se enfrentaba a un texto de Shakespeare (no volvería sobre él hasta el final de su carrera, con esos dos dechados de perfección que son Otello y Falstaff) y quería estar a la altura del desafío. «È un poeta di mia predilezione che ho avuto fra le mani dalla mia prima gioventù, e che leggo e rileggo continuamente»1, le escribió a Léon Escudier el 28 de abril de 1865, una semana después de que la versión sustancialmente revisada de Macbeth se estrenara, en francés, en el Théâtre-Lyrique de París. El compositor sabía perfectamente lo que quería, y le costó dar con un libreto a su entera satisfacción. En su redacción participaron dos libretistas (Francesco Maria Piave y Andrea Maffei), aunque el propio Verdi se arrogó las últimas capas de barniz. Y el resultado, dramatúrgicamente hablando, a pesar de las inmensas dificultades que plantea la metamorfosis de tragedia a ópera, es asombrosamente eficaz.
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[Publicado en Revista de libros el 14/12/2012]
Foto: © Javier del Real / Teatro Real