Doce Notas

El americano imposible o Disney como el discutible sujeto perfecto para una ópera

siamo forti  El americano imposible o Disney como el discutible sujeto perfecto para una óperaJohn Easterlin (Andy Warhol) © Javier del Real

El pasado 10 de enero se produjo una primera rueda de prensa (porque ha habido más de una) para presentar esta ópera. En esa rueda de prensa se escucharon cosas como que la citada ópera había comenzado a gestarse en el año 2000, interesante lapso de tiempo, 13 años, que podría haber producido una obra “epocal”. Pero quizá la frase que me ha dejado perplejo es la siguiente: “Disney es un personaje muy complejo pero que tiene todo lo que debe tener para hacer una ópera, porque fue un hombre de su tiempo, conservador y al mismo tiempo visionario”. Todo esto, leído y publicado en este mismo medio.

Naturalmente, en una rueda de prensa se dicen cosas muy apresuradas, buscando el titular, como se dice. Tampoco hay que dejar de lado el efecto de la traducción o el desdén del propio Glass. Pero la frase era tan chocante que merece la pena detenerse en ella.

¿Y que tiene de chocante, dirán ustedes? Resumo lo que me interesa de ella: “X tiene todo lo que debe tener para hacer una ópera, Y y Z, etc.” X es Disney, y “lo que debe tener” es Y o Z. Es decir, da igual quién sea el personaje y cuáles sean sus atributos. Disney podría haber sido conservador y al mismo tiempo visionario, como podría haber sido progresista y miope, o reaccionario y creativo, o lo que ustedes quieran. Lo asombroso es que dos aspectos tan intercambiables del carácter y la peripecia vital de Disney sean todo lo que debe tener para hacer una ópera.

Y aquí llegamos al quid de la cuestión. Este blog ha nacido para interrogarse sobre lo que debe tener una ópera para ser ópera (en nuestros días, claro, que el pasado está muy clarito para todo el mundo), y aún no había caído en que la respuesta estaba al alcance de la mano: una ópera se basta con ser un retrato de un hombre de su tiempo, conservador y al mismo tiempo visionario.

En fin, me lo pensaré dos veces para seguir con este blog, una vez que lo que buscaba se ha terminado por responder de manera tan meridiana. ¿O no? Porque, claro, habrá que esperar a que responda el tiempo, el público, la competencia, etc. O sea, que todavía puedo seguir abusando de su atención y seguir pidiéndoles que “siamo forti”, ¡albricias!

Glass y la ópera

Pero antes de entrar en detalle con lo que es o parece ser este “Perfecto americano” subido a las tablas de un Teatro Real entontecido cuando navega por las mareas del hoy mismo, digamos algo del personaje principal de la cosa, el otro americano perfecto: Philip Glass.

Nacido en Baltimore el 31 de enero de 1937 (es decir, que cumplirá los 76 en Madrid), Glass se convirtió en los años setenta en el más conspicuo compositor minimalista dispuesto a ganar esa popularidad que todo perfecto americano considera imprescindible para “ser”. Su ópera Einstein on the beach (1976) se convirtió en un fenómeno en los años en que se palpaba la opción posmodernista antes de convertirse en un felpudo en el que limpiarse los pies. La citada ópera no fue la primera minimalista, ese honor recae en La ópera de 4 notas (1972) de Tom Johnson, pero ésta era de cámara y no contaba con el respaldo del no menos sobrevalorado Bob Wilson.

No ironicemos demasiado, Einstein on the Beach sorprendió muy gratamente a todo el mundo, incluyendo a quien esto firma. Pero hay productos con una mayor capacidad de desgaste que otros, y la marca Glass me temo que es de los primeros.

Philip Glass ha estado en Madrid en varias ocasiones, una de ellas fue en la primera mitad de los años ochenta. Este humilde plumilla llevaba entonces la página de información musical de un semanario de ocio y recibí una llamada ofreciéndome una entrevista con Glass; no tenía posibilidades de colocarla, pero era una ocasión de conocer al hombre de moda y me apunté. Llegué al hotel y la asistente me marcó el terreno: “Tienes 15 minutos”, suficientes para una entrevista que no iba a ninguna parte. Glass empezó aburrido y distante, lo normal, pero a la mitad comencé a interesarle como para que dejara de mirarme como a un batracio. Le hablé de John Cage, luego de ópera y conseguí sacarle una frase que aún hoy es la única que recuerdo de aquello: “Dicen en Broadway que el ballet es la casa del coreógrafo; el teatro, la casa del director de escena y la ópera, la casa del músico…” Luego me dio una tarjeta con el nombre de su oficina en la mítica calle del espectáculo de New York.

Este recuerdo ablanda en mí cualquier beligerancia hacia el personaje; comprendí que Glass buscaba ser, denodadamente, un profesional, un señor que establece una marca y luego la pelea, la vende y no quiere más explicaciones, sobre todo si son de carácter “europeo” relativas a la originalidad, la trascendencia, etc. Glass quería tener su propia casa, ¿hay algo malo en ello? No, desde luego, lo único malo, y siempre será discutible, es que tras Einstein on the Beach, la producción de Glass pasó a convertirse en algo progresivamente más cercano a la bollería industrial: algo que satisface primordialmente a quien tiene buen apetito y pocas opciones de comparación. Pero, como la bollería industrial, siempre tendrá su público y sus opciones de venta y, desde luego, al tendero no le vamos a pedir que cierre el quiosco, es alguien que se busca la vida en un entorno muy competitivo.

En cambio, no estaría de más darle un tirón de orejas al que ha traído al Teatro Real de Madrid este curioso bollycao, ¿o es un tigretón? Y, ¿por qué? Bueno, ¿acaso un teatro lírico que mide con extrema avaricia las producciones actuales, todo lo que se le ocurre es Philip Glass (y voy a ser lo suficientemente piadoso como para no incluir en este capítulo a Ainadamar y a Pasión y muerte de Marina Abramovic)?

Se trata del mismo del que ya se ha estrenado y escuchado su Corvo branco en el mismo Teatro, y del que ya se escuchó su Einstein on the Beach, en Madrid 92, aunque fuera en el Teatro de Madrid.

Sin salirse del minimalismo americano (no vayamos a ser procaces y a proponer a Carles Santos), todavía no se sabe nada del citado Tom Johnson, de Steve Reich (que, aunque tarde, ha hecho ya su ópera) o de John Adams.

En fin, no vamos a estar siempre con la misma canción cuando hablamos del Teatro Real y contemos qué ha pasado en esta disneyopera.

C. Purves (Walt Disney) ©Javier del Real

Retrato en negro

A partir del libreto de Rudy Wurlitzer, Glass adapta la figura de Walt Disney según la refleja el libro Der Köning von Amerika, de Peter Stephan Jungk, y que acaba de salir en español con el mismo título que la ópera, “El americano perfecto”.

Según la ópera de Glass (el libro no lo he leído ni estoy especialmente interesado), el mago de la animación y el gran imperio de la magia y la diversión se nos aparece en los últimos cuatro meses de su vida, enfermo y nostálgico.

Toda la ópera respira la atmósfera de la muerte presentida y temida del gran hombre. Parece aletear en ella el mismo morbo obsesivo del protagonista de Citizen Kane, de Orson Welles. El gigante se muere, ¿cuál es su balance? ¿Cómo gestiona sus recuerdos de infancia en los que, por lo visto, se encontrarán las claves de una vida de conquista del poder y la gloria?

La comparación no hay que llevarla demasiado lejos, en el clásico filme de Welles, la referencia es Shakespeare, en el libreto de Wurlitzer, una enésima copia del ocaso del gran hombre.

Sea como fuere, una historia así tiñe de melancolía toda la ópera. En el balance, el Disney de Glass/Wurlitzer queda equilibrado, sus excesos reaccionarios, el impulso megalómano y sus ansias de control total se matizan por los sueños de una arcadia perdida en su Marceline natal: la vida natural, el campo, los animales, el ferrocarril visto por los ojos del niño…

Todo esto es muy correcto, pero para que interese fuera del ámbito estadounidense –y cuando la sombra de Disney huele a pasado por todos los poros a cualquiera que tenga menos de cincuenta años–, para que la peripecia del emperador de la animación sea un símbolo genérico hace falta que lo cuente Welles o que uno sea yanki. Para los demás, la historia es intercambiable; interesante quizás y a ratos, pero demasiado vista para sentencia.

Y, sobre todo, encierra una trampa: puesto Disney como persona ante el juicio último, este juicio es el del público. Y la pregunta del millón es: ¿Si el público absuelve a Disney, también lo hace con esta ópera? Quizá esta sospecha dé la clave de la condescendencia de Glass con un Disney del que no se ahorran los comportamientos aborrecibles en esos cuatro últimos meses de su vida.

Música y oficio

Queda una pregunta definitiva: ¿Todo esto es operístico?

Glass ya ha respondido: Disney “tiene todo lo que debe tener para hacer una ópera”. Pero, ¿Por qué? Ya sabemos que Glass dice que “porque fue un hombre de su tiempo, conservador y al mismo tiempo visionario”. Y como esta respuesta es sencillamente incongruente, no queda más remedio que juzgar por uno mismo en la representación.

La respuesta a la pregunta anterior podría ser que es un argumento operístico si –y solo si– se tiene en mente la concepción operística que tiene Philip Glass. Y como ya lleva 24 óperas hechas y no tiene visos de parar, estamos ante un tema operístico a la manera de Glass. Y la explicación a esto nos lleva a una afirmación “performativa”: esto es cierto si es cierto. Y es que el arte, que es también performativo, tiene esas cosas tan simpáticas. Para los admiradores de Glass, que no son pocos, esto es ópera de alto voltaje; para los que no, habrá que preguntarles, yo no me sitúo en ninguno de ambos bandos.

Como mucho, me atrevo a afirmar que The Perfect American no decepciona a los fieles del producto Glass; quizá, incluso, se puede añadir que mejora respecto a producciones anteriores (pienso en Kepler, por ejemplo). Hay en esta agonía de Disney una riqueza de tonos sombríos que amplía la gama expresiva de la casa Glass. El músico de Baltimore no se sale del guión, su música, antaño repetitiva, ahora es más bien obsesiva; y como tiene ya un oficio teatral muy bien entrenado, pone esa obsesión al servicio de una narración que lo agradece.

Al modo de la puesta en escena de Phelim McDermott, la profesionalidad de la música de Glass es impecable. Glass se ha convertido en el mejor montador de la música de Glass: su gama tímbrica, por ejemplo, alcanza cotas de gran brillo aquí. Un brillo opaco, como corresponde al clima pálido del enfermo Disney, pero resuelto con sólido acierto.

Pero una ópera, por más que se adscriba al género “ópera de Glass”, no es solo seguridad en el tratamiento instrumental; la historia nos la cuentan unos cantantes. Y aunque Glass tampoco se mueve mal aquí, su marca es muy inespecífica en lo vocal. Un cuasi recitativo que dura una hora y tres cuartos necesita mucha gasolina para justificarse. Aquí la tiene a ratos. La producción escénica es muy solvente y contempla no pocos hallazgos. El mundo de dibujos proyectados en sucesivas capas de tela tiene el suficiente brillo como para hacer olvidar que ni uno solo es de Disney, y no porque el mago no los hubiera hecho (como se encargan de decirnos en la historia), sino porque está claro que el gigante empresarial actual del imperio Disney no ha permitido el uso de ni una raya de la casa.

La historia, a mi juicio, apenas despega. Tiene interesantísimos momentos de cinco o diez minutos esparcidos por los dos actos, pero una continuidad penosa de la que no se salva ni con postizos del tipo aparición de Andy Warhol o del muñeco neumático que representa a Abraham Lincoln.

Por su parte, no son pocos los movimientos de escena que recuerdan o evocan esa cargante cámara lenta que Bob Wilson ya ha firmado para la eternidad, aunque aquí no aparece Wilson ni se le espera.

En suma, que todo, o casi, tiene calidad pero está muy visto y oído, al menos para el que haya querido ver y oír.

Glass no defrauda a los suyos, sube incluso algunos puntos respecto a trabajos anteriores. Pero tampoco convence a los demás aunque tampoco irrita. Si el producto se promociona bien y acuden los que deben acudir, los glassianos, no deja de ser una más que correcta producción y un estreno mundial para engrosar la lista del Teatro Real en materia de estrenos.

Para los otros, será un patinazo más de un teatro empecinado en estrenar lo que no debe olvidándose de lo que debe.

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