Doce Notas

Un verano para torcer el rumbo del mundo

Lord Byron, un estiu sense estiu. ©Barbara Aumüller

Esta ópera es una coproducción entre el Staatstheater de Darmstadt (ciudad alemana donde se ha estrenado mundialmente el pasado 12 de marzo), el Liceu y los Teatros del Canal de Madrid, donde se programará próximamente.

Este mismo equipo artístico (al que habría que añadir el excelente contratenor germano-brasileño, que da aquí vida al complejo rol de Byron), es el mismo que protagonizó la primera ópera de músico y libretista, La Cuzzoni, ópera de cámara que visitó los mismos escenarios que esta segunda, ya gran ópera, hará de ello varios años.

En rigor, el mérito principal de esta continuidad le corresponde al Teatro de Darmstadt, que ha creído en los méritos de Agustí Charles y le ha permitido crecer hasta esta magnífica realidad. Ello haciendo abstracción de que Lord Byron es una ópera escrita y cantada en catalán. De todos modos, no sería justo quitar méritos al Liceu, que programa así su tercera ópera en catalán en lo que va de siglo y que se ha encontrado con un auténtico regalo con esta destacada producción. Tampoco hay que restarle valor a la meritoria participación de Teatros del Canal, que ha apostado por esta colaboración por segunda vez (la anterior producción, La Cuzzoni, fue representada aún en el Teatro Albéniz).

Seis personajes en busca de terror
El gran nivel de esta producción debe mucho al trabajo bien hecho. En primer lugar, haber confiado en una adecuada progresión del mismo equipo artístico (primero, la ópera pequeña y luego, la grande), su adecuación a los medios de producción implicados que no han creado falsas expectativas; y, desde luego, el crecimiento desarrollado por libretista y compositor desde la nada hasta esta segunda ópera (a la que seguirá una tercera ya en proyecto).

En conjunto, este Lord Byron, un estiu sense estiu es una ópera que alcanza niveles excelentes y, por momentos, milagrosos; y como la labor de este blog consiste en formularse los porqués de ello, apliquémonos.

La ópera cuenta la peripecia de un momento cultural y personal extraordinario: el encuentro en una casona en los Alpes de Lord Byron, el matrimonio Shelley (Persy y Mary), la hermanastra de Mary, Claire, el médico y diletante literario Polidori y un sirviente de Byron. Se trata del verano de 1816, los poetas huyen de Inglaterra por diversos motivos, su encuentro reactiva su creatividad y terminan prácticamente encerrados en la casona debido a una climatología excepcionalmente adversa debida a las consecuencias del estallido de un volcán un año antes, cuyas cenizas provocan un torrente de lluvias y tormentas en ese verano.

Para combatir el encierro, primero leen novelas de terror alemanas. Pero pronto terminan por proponer un juego: crear sus propios relatos de lo que luego ha sido considerado el género gótico. De allí nacerían nada menos que Frankenstein, de Mary Shelley, y El vampiro, un boceto inacabo de Byron al que Polidori termina por dar forma y que, andando el tiempo, alimentaría al celebérrimo Drácula, de Stoker.

La historia de este grupo podría ser vista hoy como una curiosidad literaria o incluso un momento privilegiado del pasado pero con pocos anclajes con las preocupaciones actuales. Pensemos en la película Remando al viento, de Gonzalo Suárez, que reúne a los mismos personajes. Pero Charles y Rosich no lo han visto así y es de agradecer.

En 1815 se desarrolla la batalla de Waterloo en la que las tropas napoleónicas sucumben ante sus enemigos, es el fin del pretendido imperio del gran Corso y con él, el de muchos de los anhelos de esas generaciones románticas que habían visto en la Revolución Francesa el cambio definitivo de la sociedad. Tras la derrota de Napoleón, los espíritus románticos pierden el lazo social y van a verse replegados hacia la individualidad, con su carga de incertidumbre, el vértigo por una libertad sin referencias en modelos sociales y, por qué no decirlo, con sus terrores y miedos. La literatura de terror iba a ser desde entonces una categoría privilegiada, la otra cara de la moneda de una libertad personal sin referencias sociales. El que todo esto haya sido vivido intensísimamente por un reducido número de personas en un espacio cerrado, casi claustrofóbico, da a esta narración una intensidad extraordinaria, casi mágica.

Ascenso y exaltación
El primer acto de esta ópera narra los diversos caminos que conducen a estos jóvenes hacia la casa Diodati, el los Alpes: Byron, el médico Polidori y su criado, Fletcher. Visitan primero los terrenos de Waterloo un año después de concluida la célebre batalla. Allí sienten la vibración de la historia, los ecos de los muertos, la decepción por las decisiones militares erradas y, sobre todo, adquieren recuerdos, reliquias de guerra, especialmente botones de las casacas de los soldados que los niños venden a los visitantes.

Por otros caminos, el matrimonio Shelley (con el bebé de ambos, Will) y la hermanastra de Mary, Claire, recorren Europa, huyen de Inglaterra (como Byron), y Claire espera encontrar el momento de decirle a Byron que espera un hijo suyo fruto de una relación que el poeta ha dejado arrumbada. Las disquisiciones sobre el amor libre, el repudio de las ataduras sociales y de las convenciones, las dudas más que razonables de que Percy y Claire han mantenido contactos amorosos frente a la indiferencia militante de Mary, aunque sin apagar del todo la brasa de unos celos que estos pioneros del amor libre no desean mostrar… Todo, en fin, va espoleando una excursión iniciática que culmina cuando el grupo encuentra a Byron a orillas del Lago Leman, frente al imponente Mont Blanc. Previamente, el grupo de los Shelley había ascendido hasta las alturas del castillo de Frankenstein (que, curiosamente, se encuentra a cinco kilómetros de la ciudad de Darmstadt, detalle que ignoraban Charles y Rosich cuando realizaron su proyecto).

El segundo acto de la ópera consiste en los sucesos de la casa Diodati (en la que habían vivido Milton, Voltaire, Rousseau…). Allí, el aislamiento, los cruces de exaltación, reproches o aburrimiento desembocan en el célebre desafío para que cada uno realice un cuento de terror.

Un epílogo, prácticamente continuo, nos muestra el desenlace de algunas de sus peripecias: el suicidio de Polidori, la publicación con desigual fortuna de los dos cuentos célebres (sin éxito el de Frankenstein y muy celebrado el de El vampiro, que se publica como fruto exclusivo de Byron), y algunas consideraciones finales del protagonista, especialmente su desdén por la desaparición del médico Polidori, dan conclusión al argumento de esta ópera.

Un comienzo electrizante
Uno de los primeros éxitos de esta historia, tal y como la cuentan Rosich y Charles, reside en la constatación de que aquella ruptura romántica está lejos de haber visto acallar su eco.

Tenemos una tendencia, tamizada por la historia de la música, a ver aquellos acontecimientos (sucedidos en vida de Beethoven, Schubert o Weber) como algo cuya traducción solo corresponde a músicas a lo sumo como las de Mendelsohn, Berlioz o Schumann (al margen de que, en esa fecha, solamente fueran niños o jovencitos).

Sin embargo, el romanticismo musical se adaptó mucho mejor a retratar la otra cara de lo doméstico, la intimidad burguesa o, a lo sumo, algún semblante de una truculencia más bien teatral.

Por supuesto que la música se aplicó a imaginar esa ruptura entre lo social y lo individual (el Beethoven último, el Schubert telúrico, etc.), pero es evidente que una desestabilización tal como para provocar un auténtico desgarro del lenguaje artístico, capaz de dibujar la gigantesca inestabilidad de esos espíritus abandonados a la suerte de sus fantasmas interiores, eso es algo que solo el siglo XX ha conseguido, a riesgo de proporcionar a los artistas sonoros un aislamiento realmente digno de las visiones más febriles de aquellos poetas capaces de mirar de frente el abismo interior. No hay más que pensar en dos estremecedoras óperas del siglo XX basadas en historias de esos mismos años y esa misma crisis: Wozzeck, de Alban Berg, y Die Soldaten, de Zimmermann.

Pero, es obvio que un simple éxito en la elección de un tema no conforma una ópera, dadas las enormes dificultades que el género encierra en España, y en esto cualquiera de los idiomas del Estado plantea similares dificultades.

En fin, ¿qué sucede en este Lord Byron para que hablemos de éxito (artístico, por supuesto)? Digámoslo pronto: el primer acto es sensacional. ¿Cuál es la razón? Es difícil decirlo y fácil hacerlo mal, pero hay que intentarlo.

Agustí Charles parte de una estética musical moderna sin especiales concesiones a cualquier eclecticismo de los imperantes; y si esto es así en lo musical, también en lo vocal tiene posiciones firmes: se desinteresa de lo cantable en beneficio de unas líneas deudoras del recitativo abstracto.

Al margen de una actitud personal, Charles se enfrenta a la cantabilidad del catalán y percibe que una melodía muy connotada puede ser un traje demasiado folklórico para un idioma que está naciendo a la expresión lírica dentro del ámbito de una escritura moderna. Prefiere, pues, que la música del idioma busque su propio camino.

El coro, por su parte, “deconstruye” la lengua, habla, recita y proporciona resonancias a veces fonéticas.

El sonido orquestal, a su vez, así como la estructura armónica, redunda en un ámbito de una modernidad que explora los recursos expresivos sin caer en incitaciones del pasado en cuanto a lenguaje. Si uno quisiera ver ecos de algo, se oyen resonancias, por momentos, de Moses und Aron, de Schoenberg, o de Les Bassarides, de Henze; en suma, del mejor melodrama musical del siglo XX.

Todas estas opciones no aseguran un resultado, pueden salir bien o conducirte a la vulgaridad. El hecho de que, en el caso de ese primer acto, resulten portentosas forma parte de ese milagro que es la ópera. Los personajes muestran una inestabilidad permanente, una tensión extrema y una vibración que hace de ellos casi antenas de las fuerzas telúricas, incluidas las tormentas o el paisaje amenazante.

El conflicto dramático se produce no entre ellos sino entre cada uno de ellos y su destino, sus elecciones vitales y la presión con la que afrontan la peripecia vital. En el caso de Byron, además, ese conflicto adquiere perfiles trágicos, el personaje que imanta por la sugestión de su personalidad a sus pares, o que lo hace detestable a sus inferiores, está cruzado por tensiones bipolares, por conflictos permanentes, ya sea artísticos, hedonísticos o sexuales.

Y lo asombroso es que esa tensión, esa vibración de intensidad pavorosa, se transmite a la música (orquestal o vocal) y se convierte en su trasunto. Nada de lo que suena es gratuito, todo encuentra su justificación. La música es inarmónica (por decirlo de alguna manera), porque lo es la situación y no por una decisión del compositor; o si se prefiere, el compositor ha decidido que la potencia de la tensión dramática guíe la decisión del material sonoro, que el compositor sea un escuchante de los mismos tumultos dramáticos que agitan a los personajes. Y en consecuencia, que nosotros mismos seamos esos personajes, que oscilemos entre la tensión de la libertad personal y la opresión del terror que nosotros mismos somos capaces de crear para alimentar el horno de una individualidad que no abarcamos.

El segundo acto
Si pudiéramos decir algo parecido del segundo acto estaríamos ante una ópera portentosa, uno de esos accidentes que nadie espera y que después llamamos obra maestra. Lamentablemente, algo pasa. La historia aquí se articula mejor, el compositor se aplica con toda la fuerza de su oficio y los relámpagos de su imaginación. Los personajes se dibujan con mayor precisión, hay más lirismo (especialmente en los personajes femeninos), pero algo pasa, y esta es la gran paradoja. No es que deje de funcionar, pero lo hace de un modo inferior a ese estallido del primer acto y las leyes del drama musical son duras.

Para empezar, ya no se produce esa exaltación creciente que conduce a los personajes hacia una cima en todos los sentidos de la palabra. En el segundo acto, la carpintería teatral empieza a entorpecer la fluidez de las energías musicales. Hay que contar historias paralelas, situaciones de conflictos y afinidades interpersonales mucho más matizadas.

Los personajes se esparcen por la casa o se juntan y lo que les sucede ya no está guiado por una vibración poderosa. Además, el final no proporciona una apoyatura dramática. Se supone que ha pasado el tiempo y sacan conclusiones de lo sucedido en la casa Diodati. Y esas conclusiones oscilan entre la resignación o el abandono, las alucinaciones que hacen que alguno de los personajes imagine a otros que son personajes de los personajes, la altivez distante de Byron… En realidad, más que concluir el drama, la ópera se acaba.

Parece un poco duro como juicio, pero es que la brillantez del primer acto deja la presión muy alta. Por ejemplo, la puesta en escena es floja. La abstracción de los elementos escénicos apenas molesta en el primer acto, ¿qué más da que unas plataformas sosas representen la inestabilidad del mundo o que unas chapas metálicas, usadas para el sonido de truenos y tormentas, se erijan en fondo telúrico si la música nos arrastra y nos dice todo lo que la ópera desea?

Sin embargo, en el segundo acto la reducción de todos los escenarios, los compartimentos estancos de cada situación, que debe reflejar parte de la claustrofobia de la casa, a un único lugar abierto no ayuda a la fluidez de la historia en esta parte de la narración. Y el resultado es que el potencial del primer acto se dilapida.

Quisiera ser lo más justo posible. Los logros de esta ópera son espléndidos. La tengo para mí como una de las mejores españoles que he visto en los últimos años. Este juicio lo fundamento en un primer acto que por su fuerza acaba convirtiéndose en el peor enemigo del segundo. Pero en el balance, considero Lord Byron, un estiu sense estiu una ópera formidable y una escuela dramática. Lo que funciona peor podría ser un objeto de análisis precioso y lo que funciona bien, debe convertirse en objeto de admiración en un país al que le cuesta muchísimo conseguir cinco minutos de buena ópera. Aquí hay al menos una hora magistral. El que quiera más, que se compre una de Mozart.

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