Doce Notas

La Verbena de la Paloma en su contexto

siamo forti  La Verbena de la Paloma en su contexto

Don Hilarión, la Casta y la Susana. Cortesía Veranos de la Villa

La Verbena de la Paloma, la zarzuela de Bretón y De la Vega, es uno de los raros ejemplos en los que la perfección artística coincide con una popularidad que ya sobrepasa el siglo de existencia.

Todos los testimonios de la época hablan de la extrañeza de un éxito tan popular alcanzado por un compositor conocido en esos años por su seriedad, gesto adusto e intereses artísticos regeneracionistas (la ópera española, el sinfonismo patrio, la aclimatación a nuestro país de algo de la revolución wagneriana…) y sin apenas acercamiento al género popular que en esos años representaba la zarzuela, y muy especialmente el género chico. A siglo y pico de distancia, ahora es fácil percibir que esas ambiciones son las que dan densidad y coherencia a este juguete cómico costumbrista pese a estar inmerso en una tradición del alto consumo.

Bretón, en esta pieza, desafía a la pereza dominante en el ámbito del género chico que solía consistir en poca música y casi siempre como guinda de una acción desarrollada por actores y cómicos, pero pocos músicos. En La Verbena de la Paloma, su autor busca que la dramaturgia sea musical hasta un punto apenas logrado en el género. Don Hilarión, Julián, Susana, la Señá Rita y hasta la Tía Antonia se explican musicalmente, su canto es su naturaleza como personajes, algo que incluye hasta al Sereno. Solo el Tabernero, con su chulapa y extravagante argumentación, escapa a esta norma artística; pero haber musicalizado a este personaje hubiera sido un esfuerzo, y un logro, que excedía de las expectativas y la lógica de la producción del momento. En cuanto al coro, solo con las célebres seguidillas, “Por ser la Virgen de la Paloma…”, encarna un himno al Madrid festivo cuyo latigazo aún resuena.

Pero si con todo lo dicho, Bretón aún está al nivel del Chapí de La Revoltosa o a Chueca y Valverde y sus inmortales  sainetes musicales, la obertura de La Verbena lo aleja de ello. Aparentemente, sin más ambición que el tradicional potpurrí de temas de la obra, Bretón se las apaña para crear un mini poema sinfónico popular, con unos rasgos de contrapunto temático simples pero eficaces y fuera del alcance de las ambiciones o pretensiones de sus colegas contemporáneos. De hecho, se podría decir que los primeros veinte minutos de La Verbena son lo más sustancioso y mejor escrito para el teatro musical de toda la historia de la zarzuela.

Los riesgos de la obra maestra popular

Tanta calidad no voy a decir que estorbe a la obra (su popularidad sigue intacta), pero yace escondida en los repliegues de su importancia como pieza de repertorio, me atrevo a decir que como patrimonio cultural.

Con La Verbena de la Paloma se ha hecho de todo menos representarla bien y con la máxima calidad. Es bien sabido que constituyó el trasunto de una de las primeras películas españolas mudas de gran éxito, lo que no deja de ser el colmo de la ironía. Pero quizá su principal incordio como zarzuela de repertorio habitual se sitúa en su formato. El género chico, como es bien sabido, nace de la fórmula impuesta por el Teatro Apolo del teatro por horas. Por ello, su duración no sobrepasa ese límite. La Verbena comparte esa característica, tantas veces maldita con el paso de los años, con otras grandes joyas del género (como las ya citadas, La Revoltosa y las de Chueca/Valverde), y se ha convertido en un daño permanente.

Ya el estreno exitoso de la obra, en 1894, duró cuarenta minutos más por los bises constantes de las piezas más celebradas, que a tenor de la duración total de la música, debieron de ser casi todas. Pero la cirugía para aumentar su duración ha revestido múltiples facetas. En la producción del Teatro de la Zarzuela de la temporada 2005/06, el compositor y analista Ramón Barce se refería a ello en sus interesantes notas: “Se han arbitrado dos soluciones, ninguna de ellas totalmente satisfactorias. Una: representar un solo sainete, pero alargarlo con añadidos tomados de otras obras del autor, o con intervenciones de otro tipo, como ballets. La obra queda así desvirtuada, pues la brevedad es una condición básica del género, y esos alargamientos –aparte de ser fraudulentos– se perciben en el espectador como pérdidas de tensión escénica y de estilo. Otra solución: representar dos sainetes, con un descanso intermedio.”

Pues bien, las tres últimas representaciones de La Verbena de la Paloma que conozco se han apuntado al injerto, a lo que Barce denominaba como “fraudulento”. Lo que incluye a esa misma representación del Teatro de la Zarzuela de hace seis años en la que Barce dejaba sus lúcidos comentarios. Allí se hacía preceder la representación de un prólogo denominado como “Telón cinemático”.

La siguiente producción de las que hablo sería la exitosa y aún en cartel de Marina Bollaín. Aquí el injerto es al final, con el añadido de una verbena actual basada en músicas de bailongo y otras delicias contemporáneas.

La producción de estos Veranos de la Villa 2012 optan por el relleno hacia el centro de la obra. Se trata de la inclusión de unas escenas de verbena basadas en números de otras zarzuelas (El amigo Melquiades, El pobre Valbuena…), números simpáticos y chispeantes, pero que, además de cortar el ritmo de la obra de Bretón (como profetizaba Barce), dejan en evidencia la gran diferencia de calidad y textura dramática del original de La Verbena, en detrimento de los otros números.

Desde luego, se puede entender la necesidad. Al público de hoy le sabe a poco una hora escasa de espectáculo. Dos sainetes diferentes en una misma sesión (como indicaba Barce al hablar de la segunda solución), duplican el esfuerzo y el gasto de tal producción, así que parece haberse hecho inevitable el gesto de cebar a la pobre Verbena de la Paloma. Y es doblemente comprensible en la producción que ahora se ve en los Jardines de Sabatini, se trata de una compañía de tamaño amplio (orquesta, cantantes, coro, bailarines y personal técnico). Por lo demás, el público parece que se lo pasa bomba y apenas nota lo que puntillosos como Barce o yo mismo consideramos como “fraudulento”. Seamos comprensivos.

La apuesta de Don Hilarión

Uno de los aspectos que mayor expectación podría reservar esta producción es la presencia de un nuevo Don Hilarión. El archiconocido boticario, rijoso y seductor de pacotilla es pieza clave de la obra. El resto de los personajes precisan cantantes solventes o actores cómicos de carácter, pero no auténticos especialistas.

La tradición ha perpetuado un Don Hilarión francamente cómico, con voz gangosa, por regla general un buen actor cómico con alguna facilidad para cantar y, sobre todo, para medir su intervención. Y el hecho es que siempre han existido Hilariones así. O mejor, siempre hasta hace poco. Es lo que tiene la tradición, un agujero de una generación hace que la memoria de esa continuidad se resienta.

Es curioso que la producción de Marina Bollaín (con buena aceptación en el extranjero y reposiciones constantes hasta hoy mismo) apuesta por un Don Hilarión neutro, un barítono que canta sin el menor tonillo y resuelve musicalmente bien su papel. ¿Se trataba de una excepción? Sea como fuere, en la producción de Los Veranos de la Villa ha debutado en este papel imprescindible Luis Álvarez y su presencia se ha constituido en la novedad esencial de estas actuaciones veraniegas.

Luis Álvarez es un barítono de excelente carrera. Militó en la música antigua y en la contemporánea. Cantó varios papeles importantes de las óperas que se estrenaron en los ochenta, desde las de Luis de Pablo hasta el Figaro, de José Ramón Encinar. En mi propia ópera, Sin demonio no hay fortuna, cantó el carismático papel de Mefistófeles. Con el paso de los años, se ha hecho imprescindible en el repertorio de zarzuela al que aporta seguridad musical, un tono interpretativo admirable y una bis cómica contenida, poco propensa a caer en el histrionismo.

Con esos atributos, su primera presencia en el rol del célebre boticario se constituía en prueba de primer orden para saber si su caracterización marcaría una referencia, es decir, si ya tenemos Don Hilarión para unos buenos lustros.

La respuesta parece positiva. Luis Álvarez imprime al personaje características especiales. Ya no es el viejo añoso que se agarra a su dinero como supremo recurso egoísta para conseguir la proximidad de las chicas jóvenes. Hay una mayor ternura, su queja respecto a que su edad no debería ser impedimento para disfrutar de las delicias del amor se entiende con él como una reivindicación más actual.

En suma, el Don Hilarión de Luis Álvarez no es el déspota que compra el amor, es más bien, el señor maduro que se interroga sobre la injusticia de verse como un comprador de favores para conseguir eso que le parece tan fácil a tarambanas como Julián.

Su aportación a las conocidas risitas de su aria moderniza al personaje en mucho mayor medida que cualquier gesticulación de las puestas en escena más “contemporáneas”. Si a eso añadimos, seguridad musical y actoral, elegancia y carisma escénico, la respuesta a la principal cuestión del montaje parece gozosamente positiva. Tenemos nuevo Don Hilarión y añade acentos y perfiles de mucho interés. Es un dato nada desdeñable, ya que cualquier producción de La Verbena de la Paloma se empieza a construir a partir de un buen Don Hilarión.

El resto del montaje de Los Veranos tiene una solvencia suficiente. Sobria la dirección musical de Pascual Osa y razonable la dirección escénica de Ángel Fernández Montesinos, dentro de lo poco que se puede hacer en ese escenario cuyo fondo obligado del Palacio Real impone ya una imagen que no es la más adecuada a la de esta zarzuela.

En cuanto a cantantes, el Julián de Marco Moncloa y la Susana de Hevila Cardeña aprueban su prestación; destaca, quizá, la veterana Milagros Martín en su Señá Rita y hacen gracia la Tía Antonia de Amelia Font y el Tabernero de Paco Lahoz. Hay un elenco simpático y bien dispuesto en el añadido.

Y la verdad es que tampoco se puede precisar más debido a otro de los aspectos negativos de la producción: la amplificación. Es obvio que es un imperativo categórico, en un escenario al aire libre, sin concha acústica y con la ruidosa calle de Bailén al lado es utópico pretender una escucha natural, y como tal se aceptan los males de la amplificación. Pero se hace difícil discernir qué pasaría con los equilibrios acústicos vocales y musicales en un escenario cerrado.

Quede claro, de todos modos, que el público se lo pasa muy bien: una magnífica zarzuela (pese a los añadidos), una compañía seria y el mágico ambiente de los Jardines de Sabatini en la noche madrileña es oferta más que suficiente, y los aplausos y las sonrisas posteriores son elocuentes.

La otra verbena de la Paloma

Queda un postre, salir de la representación de La Verbena de la Paloma, coger la calle Bailén, dejar a un lado el Palacio y atravesar el Viaducto, y allí empieza otra verbena, la de verdad, la de nuestros días. Es imposible resistirse a la aventura, aunque uno busque en vano a Julianes, Susanas e Hilariones. Alguna asociación de castizos mantiene el tipo y lanza a sus miembros vestidos de chulapos y chulapas. Pero la gran protagonista es la crisis: puestos poco concurridos y mesas libres por doquier. La Iglesia de la Paloma, a la espera de la gran procesión del día 15, cerrada y solitaria, y en las calles clave en la verbena actual, la de Calatrava, la del Águila, la de La Paloma, la Ronda de Segovia, etc., bastante hueco para pasar.

Esperemos que la Virgen más castiza de la ciudad vele por la continuidad de una fiesta que debe parte de su existencia y encanto a ese momento central del mes de agosto en el que no pasa nada en la ciudad más que esta celebración. Pero, quizá en alguna sombra no muy aclarada, todavía haya chicos y chicas, algún boticario al acecho y, como siempre, celos mal reprimidos.

 

 

 

 

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