Doce Notas

Ainadamar, no hay nada más

siamo forti  Ainadamar, no hay nada másEl derroche de elogios que recibe este compositor (no nos olvidamos de su Carta blanca en la OCNE, tan cara para tantos otros clásicos del siglo XX y los que siguen) plantea numerosas perplejidades a todos aquellos, entre los que me encuentro, que consideramos que su sobrevaloración roza el bluf. Obviamente, es un compositor ágil y con buenos argumentos de oficio, pero su entronización desmedida parece retratar a nuestra época como una de las más débiles y turbias de la historia cultural de las últimas décadas. O mucho me equivoco, y sería un error que comprendería toda mi vida, larga de más de cuarenta años en el oficio, o la posteridad nos lo va a reprochar con dureza tan severa como merecida.

Ainadamar es buen ejemplo de ello, estrenada en 2003 en Tanglewood, ha conocido ya diez reposiciones, dos premios Grammy a su versión discográfica y tres versiones. Entre los elogios que le han dedicado a este confuso compositor se encuentra el del gran madrigalista del siglo XX-XXI. De pronto, es como si el aparato de promoción de la música clásica –el americano y los que le hacen seguidismo–, tuvieran una envidia atroz de las promociones del universo pop y, como el ejército vanguardista yace vencido y derrotado, hubiera decidido que se han acabado las tonterías, hay que tener un héroe, un famoso, una referencia ante los medios de comunicación, mostrar que existimos.

El que este puesto le haya tocado a Golijov es tan contingente como de innecesaria explicación.  Y, claro, un superhéroe de nuestros días también tiene que serlo en la ópera, concebida desde el eclecticismo americano. Ya no vale el retroceso sin contemplaciones, pero aún bastante lírico, de un Adamo con Mujercitas, o esa Anna Nicole de Turnage tan bañada de comedia musical aunque demasiado ópera para venderla como la oferta de hoy. Se trata, por lo visto, de recrear un nuevo folklore hecho de retazos de postales turísticas de músicas del mundo, con sus pinceladas de mito y su aderezo de trazos políticos.

Y si esa es la fórmula, no queda más remedio que reconocer que Golijov se ha posicionado bien.

El problema García Lorca

Hay temas que son, no obstante imponentes, desmesurados. Federico García Lorca ha producido tal cantidad de obras musicales en torno suyo que hacerse el buen salvaje ante ese macizo cultural es ya una descalificación. El catálogo que ha publicado a tal efecto la Fundación Juan March en varias ediciones corta el aliento. Se trata de miles de piezas musicales dedicadas al fenómeno del poeta granadino, obras que cubren todos los géneros y toda la geografía mundial en cuanto a compositores de los últimos sesenta años.

El apartado operístico es, sin duda, el más reducido y episódico, como parece lógico. Y aún así, es posible contar, solo hojeando, quince óperas dedicadas al Amor de Don Perlinplín…, diez a Bodas de sangre, cinco a Yerma y tres a Mariana Pineda y a La zapatera prodigiosa. El número crece exponencialmente si hablamos de cantatas, ciclos de canciones y, especialmente, ballets. Lo que quizá sea prueba de un problema de derechos en el uso de la temática de Lorca, algo que el ballet salva sin problemas, pero no así la ópera.

Problema, por cierto, que reaparece en Ainadamar, donde el libretista David Henry Hwang no parece haber contado con el placet de los titulares de los esquivos derechos de la obra del poeta. ¡Bienvenida sea en esta ocasión esta congénita estrechez de miras!

Y, puestas las cosas así, uno se pregunta, ¿cómo es que no ha habido el menor interés en conocer ese extenso legado operístico relativo a nuestro mártir en esta dura España? Y, especialmente, ¿cómo es que ahora nos cae del guindo este amasijo de tópicos aclamado por zonas del mundo que han saltado de Lorca a Hemingway hasta llegar al toro de Osborne y nos lo tragamos?

Por lo visto, el analfabetismo activo sigue siendo una de las grandes industrias de la cultura.

Lorca, pasión y muerte

Osvaldo Golijov ha hecho fortuna con una forma de hacer música de la que se desprende cualquier a priori de coherencia histórica. Cualquier estilo le vale, y especialmente, aquellos cuya popularidad auditiva esté fuera de cualquier conflicto. Es el posmodernismo integral. Además, cuando hay que añadir emoción, el modus operandi del músico de cine acude raudo en su auxilio. Nada que objetar si no hubiera invadido los terrenos de una línea de actuación compositiva que considera indigno abdicar de las lecciones de la historia, todo ello con el aplauso de un par de generaciones de sordos musicales aupados al poder de los medios de comunicación y de decisión y que ahora aúllan de placer por su victoria. Y no es para menos, este músico que no tiene más que decir (ni más medios para ello) que nuestro Alberto Iglesias, alcanza el máximo reconocimiento de la Orquesta Nacional de España, el Teatro Real de Madrid y se le aplaude una visión de nuestro buque insignia de la desgracia histórica (Lorca) como si fuéramos tontos.

¿Y, qué visión es esa? Decir que es una visión “guiri” es lo más suave y explícito que cabe aquí. El drama de nuestro país, y el que podemos exportar limpiamente, es el de haber asesinado en Granada a nuestro mayor poeta a través de la pistola de un falangista malvado y haber cercenado, con ello, el ansia de libertar de todo un pueblo.

No es que esto sea incierto o que yo mismo esté en desacuerdo con esta explicación, es que convertir esto en postal, despejando fuera del foco todo el gigantesco amasijo de datos, razones, claroscuros y centenares de miles de víctimas más, transforma nuestro drama principal de la edad moderna en un eslogan que puede añadirse a las tiendas de la Gran Vía para completar la oferta de toros, panderetas, espadas toledanas y camisetas de la Roja.

Y todavía podríamos encontrarnos con una ópera aceptable, pese a todo. Pero no, yo no lo veo así. El “gran madrigalista” realiza unos conjuntos corales de andar por casa, con unas texturas musicales fáciles y de corto vuelo cuya tensión dramática solo se apoya en que nos están contando con espesa reiteración que se está asesinando al gran poeta, al hombre frágil y a la víctima de la libertad por excelencia. Y no acertar en una musicalización así, cuando se parte de estilos que funcionan prácticamente solos (el flamenco, los ritmos latinoamericanos, los bordones unitonales y los melismas vocales abusivamente basados en la cadencia andaluza) es mucho más grave que hacerlo desde algún atisbo de lenguaje moderno. Cuando Golijov tiene que musicalizar algún texto no poemático, el naufragio es similar al de cualquier otro compositor de los que se suelen estrellar con la música de nuestro idioma, que es el suyo, además.

La decisión de que el papel de Lorca recaiga en una voz de mujer grave, contralto, brinda la misma gratuidad que la invasión de contratenores en otras ocasiones.

A partir, de ahí, los disparates son continuos al menos si pensamos en una ópera. De hecho, son muchos los momentos en que parece que nos encontramos con un musical que no se atreve a reconocerse como tal, que no ha salido del armario.

En suma, que si la música no roza ni por asomo la coherencia, no es una ópera flamenca pese a que lo es la mayor parte de su música, ni una ópera cuya densidad dramática nazca de los conflictos musicales interiores, ni musicalmente trata bien al idioma más allá de un decoro básico, ¿cuál es el mérito tan alabado de esta curiosa producción?

Quizá resida en la banalización del mito de Lorca hasta convertirlo en un objeto operativo para extranjeros curiosos de esos rasgos tan brutos y autodestructivos que parecen caracterizarnos como raza (como se decía en esos años caníbales de nuestra Guerra).

Los ajustes Sellars

Pero como la versión que ha llegado a Madrid tiene bonus, conviene decir algo al respecto. Tras un periplo americano y una revisión musical que le deja a uno confuso respecto a cómo sería la versión original, Granada vio lo que ha sido la revisión de la cosa el pasado verano. Y Madrid no podía dejar las cosas así, por lo que lo que se propone es una nueva producción de la Ópera de Santa Fe realizada escénicamente por el renombrado Peter Sellars. Además de la impronta escénica del señor de los pelos de punta, se ha añadido algo de calado, nueve poemas del Diván del Tamarit lorquiano recitados por Núria Espert e intercalados a lo largo de la ópera en momentos clave. Espert se metamorfosea en la doble de Margarita Xirgu, una canta (Jessica Rivera) y Espert recita.

Naturalmente, los poemas de Lorca son sobrecogedores y Espert (catalana como la Xirgu, lorquiana como ella y primera dama teatral de nuestro país como la diva de Lorca) no desaprovecha la ocasión de dejar su huella, impresionante incluso cuando se equivoca en alguna palabra que corrige sobre la marcha como si fuera una nueva versión de la poesía. Frente a  la intensa música de la palabra desnuda y al recitado que llega del alma de una figura que atesora tanta historia como la que nos cuentan, la otra música, la que se agita desde la partitura de Golijov palidece. Está claro que Sellars no debió de ver bien el asunto.

Tampoco la escena le arrebata. Frente a los tres cuadros de la ópera, correspondientes a tres momentos diferentes de la historia (Xirgu conoce a Lorca, muerte de Lorca, Xirgu muere 30 años después), Sellars pone todo en el centro del escenario con un cuadro de Gronk que parece pre-expresionismo abstracto, como cuando Pollock aún estaba influido por los muralistas mejicanos, y el resto es un poco de movimiento en una especie de auto sacramental.

Hacia el final, Sellars decide que ya toca hacer algo y abre el fondo del escenario para que se vea la Plaza de Isabel II. No es el primero ni será el último que opta por esta gracieta. Pero, de pronto, el chispazo tiene un punto de genialidad: tras los portones acristalados del teatro pasa un autobús de turistas, un City Tour, el único vehículo que está autorizado a pasar por ese lado de la plaza. Como el desnudo del escenario dura sus buenos diez o quince minutos, aún dará tiempo a que pasen dos más antes de que acabe la ópera. ¡Cielos!, ¡qué buena idea!, ¡un paquete conjunto para turistas consistente en entrada al Museo del Prado, paseo por la ciudad y, en lugar de la cansina visita al corral flamenco de turno, una entrada para Ainadamar! Y, sobre todo, ¡qué imagen! España limpia y pulcra, buscándose a sí misma para vender un nuevo símbolo al visitante. La muerte de Lorca en un plano similar a los Sanfermines. No todo iba a ser la Roja. Como gran país como somos, tenemos al menos tres o cuatro símbolos que nos definen.

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