Doce Notas

Geblendet: la ópera desperdiciada

siamo forti  Geblendet: la ópera desperdiciada

Geblendet (Cegado). Cortesía operadhoy

Ante el vértigo que nos asola día a día, podría parecer un minúsculo incidente la presencia de un ciclo dedicado a la ópera de nuestros días. Pero luego los años pasan y apenas queda más que eso. Hoy evocamos la República de Weimar por la  lúcida presencia de Kurt Weill, Bertolt Brecht, Hanns Eisler y algunos otros.

Así que la tozudez de los que piensan y actúan para que nuestro tiempo, cualquier tiempo, tenga una plasmación sonora y una presencia en un escenario merecen mucha mayor atención que el mareante baile de cifras de la crisis o el enésimo episodio que nos muestre la desesperación de aquellos que solo pierden dinero, como si esa sustancia no hubiera nacido para perderse.

El ciclo operadhoy sigue empeñado en mostrar que no hay realidad sin manifestación imaginada en el crisol de una narración en la que el canto (o su ausencia significativa) tenga su hueco. Viene esto a cuento de que, por los tiempos que corren, uno no sabe nunca qué permanecerá y que desaparecerá en el enloquecimiento de la historia convulsa que nos cae encima. Así que, como aviso a navegantes, proclamo el valor de esta organización y la lamentable pérdida que representaría la desaparición de esta voz minoritaria.

Lo digo solo por si acaso, no tengo pistas ni noticias de que algo así vaya a suceder; pero este país y yo nos vamos conociendo. Además, si me equivoco, lo que deseo, apenas nadie se va a acordar, por lo que poco riesgo corro.

Cegado por la dificultad del signo

Es una pena que la temporada de este 2012 de operadhoy haya perdido uno de los títulos más prometedores del año: Thanks to my eyes, una ópera con libreto del belga Joël Pommerat y música del argentino Óscar Bianchi. Estrenada el pasado año en el Festival de Aix-en-Provence, pudo verse a través de Internet y los buenos auspicios de la cadena Arte-live. Frente a las antióperas que marcan la producción centroeuropea, Thanks to my eyes era una apuesta convincente de una ópera contemporánea que no comulgaba con la negatividad habitual. Tras su caída del cartel de este año, no solo se pierde un título muy prometedor, descarga una mayor responsabilidad sobre la que ha cerrado el ciclo: Geblendet.

En efecto, este Cegado constituye un sugestivo espectáculo de teatro musical, pero reduce la aportación del presente curso a una sobrecarga de títulos cuya apuesta por la imposibilidad de la ópera en nuestros días termina agobiando.

Los ingredientes artísticos de esta producción son muy interesantes. En primer lugar, el universo del escritor austriaco Thomas Bernhard, con algún aderezo de James Joyce. En segundo lugar, una música variada y prometedora.

La propuesta nace de la mano del director teatral franco-alemán Thierry Bruehl. Por la escasa información suministrada, entrevemos que Bruehl ha engarzado un espectáculo con la música de cinco compositores, uno de ellos, el histórico Anton Webern, constituye un engarce en el centro del montaje con la interpretación de sus Seis bagatelas opus 9, para cuarteto de cuerda. Los otros cuatro son Michael Beil (Stuttgart, 1963), Mischa Käser (Zúrich, 1959), Manuel Hidalgo (Antequera, 1956) y Filippo Perocco (Treviso, 1972). Las obras de estos cuatro músicos son soportadas por un cuarteto de cuerda en vivo (el Cuarteto Sonar) y electrónica. La parte actoral corresponde al niño Vicent Frisch, al contratenor Daniel Gloger y al actor veterano Christian Brückner. En cuanto a la importante labor de dramaturgia es una aportación de Hans-Peter Jahn, quien entre otras cosas, ha arreglado la pieza Geblendet, que da título a la pieza, del andaluz afincado en Alemania Manuel Hidaldo.

El concepto de la pieza gira en torno al mundo de Thomas Bernhard, del que se utilizan algunos fragmentos que corresponden a cuentos cortos, más bien microrrelatos, pero del que emana la práctica totalidad del clima nihilista, descarnado y descreído que domina la pieza. Y aquí radica la mayor riqueza, pero la mayoría de los problemas de este montaje.

Para el que esté acostumbrado al universo creador y a la peripecia biográfica del austriaco, la mayor parte de lo que se dice o incluso se calla en este Geblendet se encuentra cargado de sentido. El Bernhard joven que llegó a adquirir una formación musical e incluso de canto, el dramaturgo incipiente que realizó dos libretos de ópera, uno de ellos para el compositor Gerhard Lampersberger a quien luego retrató crudamente en una pieza teatral tardía y que le llevó a los tribunales; el Bernhardt escéptico, en suma, puede decir cosas como esta: “La palabra cantada es la palabra perdida, desperdiciada en el arte de la voz”.

Ahora bien, el uso poco contextualizado de su mundo ácido que quiere mostrar una enésima visión de la muerte de la ópera, su imposibilidad o su banalidad, tiene muchos peligros. Para empezar, ¿quién se hace responsable de esa visión? Es frívolo achacárselo a Bernhard. Lógicamente, no puede ser más que Bruehl quien lo dice. Pero, la muerte de la ópera es una cosa si la encarna un compositor, desde Wozzeck hasta nuestros días, a que la enuncie un director de escena que, seguramente, es juez y parte. ¿Cómo podemos estar seguros de que el plomizo aburrimiento que emana este Geblendet viene de una crisis o simple putrefacción del género o, más bien, de un a priori del promotor escénico?

En Geblandet aparecen tres personajes en escena, el niño (un muchacho más bien), un hombre digamos que joven, un contratenor, y el actor maduro, el único que habla y el único que no canta. Los tres representan, suponemos a un único personaje en sus tres edades. Pero en un montaje tan desnudo todo proporciona significado, el niño y el joven cantan, el maduro habla. Los dos que cantan no lo hacen con palabras, solo un canto melismático que, en virtud del registro agudo de ambos, tiene por momentos una gran belleza. Pero, ¿qué significa?, ¿la ausencia de sentido?, ¿o acaso al Bernhard joven, naufragando en la música y a la espera de librarse de ella para encontrarse con el lenguaje?

En el fondo, son todos estímulos muy ricos intelectualmente, pero no sabemos quien nos lo dice, quien se responsabiliza de ellos, por más que supongamos que es Bruehl. Pero Bruehl no es músico, hace trampas si firma una ópera, o si afirma simplemente que esta es imposible. Salvo que nos atengamos al mundo de Bernhard y concluyamos que cualquier aventura artística o intelectual es pura vaciedad. Pero, obviamente, hemos ido a un teatro a que nos lo digan. Algo chirría en todo esto.

Hay, en suma, un excelente acopio de ideas de las que han dominado el debate y hasta la depresión artística centroeuropea en las últimas décadas del siglo anterior. Todo esto está dicho con la limpieza minimalista con la que Bruehl dispone sus elementos en la escena, un fondo blanco, generalmente, bien iluminado, y los tres personajes ocupando el espacio con economía de medios suficiente como para imaginar un teatrillo conceptual. El cuarteto de cuerda viaja de pieza en pieza por los laterales de la escena y algo de humo nos evoca ese algo de ruido en que consiste la mayor parte de las piezas musicales si exceptuamos la más carnosa de Hidalgo y la plagada de citas de Beil.

Todo lo que sucede es bueno, pero si pensamos en algo cercano al debate de la ópera nos encontramos con que no suma, simplemente se sucede. Por ello, el aburrimiento termina por adueñarse de los 90 minutos de espectáculo sin que, a veces, parezca un demérito de la propuesta sino, más bien, un resultado deseado.

Y es que la muerte de la ópera, o su supuesta ausencia de significado, es un debate pasado ya. De un pasado reciente si se quiere, y que aún nos rodea, pero con algo de fórmula, de reiteración. Pero, lamentablemente, el entorno artístico centroeuropeo aún no puede prescindir de él, y son ellos los que más apuestan por una seria y profunda especulación al respecto. Y como operadhoy pesca en ese caladero, de donde nos ha traído excelentes montajes, nos toca ajo y agua. Y que no falte, porque la alternativa amenaza con ser nada, pero no esa nada que soñaba Bernhard, sino simplemente esa otra nada castiza, marcada por la pobreza, la indigencia y un vacío del que de pronto amenaza algún producto marciano cañí. Y no me hagan dar nombres, que aquí todo se olvida menos lo que el personal toma como un insulto.

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