Con todo, la presencia de este clásico del siglo XX es siempre una bocanada de aire fresco y la versión de 2010 en el coliseo de la Plaza de Oriente tiene la suficiente dignidad como para volver a retomar la polémica respecto a una ópera magnética y plagada de riquezas simbólicas, dando por supuesto que las musicales están fuera de discusión. ¿Polémica he dicho? ¿Dónde está la polémica? Bueno, depende de cómo se viva culturalmente la vida operística. Otra vuelta de tuercaes un título perfectamente asumido, como lo es, en general toda la producción de Britten. Pero, aparte de disfrutar con una magnífica música, un excelente teatro y unas elegantes sugestiones literarias, esta ópera no puede valorarse en su justa medida sin recuperar la problemática del género en sus años más difíciles, los de mediados del siglo XX.
Hay que recurrir ya a los libros para saber que en los años cincuenta hacer ópera era sinónimo de situarse fuera de la “corriente principal de la historia”, y hacerlo sin incluir transformaciones violentas de lenguaje musical era apostar por la insignificancia, cuando no el insulto. ¿Parece exagerado? Bien, todavía se puede leer por internet alguna declaración de Pierre Boulez afirmando que tras 1935 no se ha hecho ópera; no ya que fuera mala o nostálgica, simplemente no ha existido.
El mismo compositor y celebérrimo director pudo afirmar, años ha, algo tan divertido como lo siguiente. Había sido invitado por un reputado productor radiofónico inglés a un debate sobre la composición musical “actual” (la anécdota puede estar fechada en algún momento de los cincuenta o los sesenta) para hablar junto con el musicólogo de origen húngaro Mátyás Seiber y Benjamin Britten; y Boulez respondió por carta: “…estoy de acuerdo en que sería muy importante discutir sobre el tema de la composición contemporánea. Sin embargo, sólo discuto este tema con músicos; como no los hay entre los nombres que me propone, debo declinar su invitación.” (Hans Keller, Revista de Occidente, 1976).
Si a Benjamin Britten, uno de los genios musicales más claros del siglo XX, y no sólo por su producción sino, además, por su portentosa facilidad y precocidad en el uso del oficio, se le puede nada menos que discutir su simple pertenencia al gremio, ¿qué se le diría por haber sido uno de los más ínclitos compositores operísticos, desde la temprana Peter Grimes (estrenada en el simbólico año de 1945), en momentos de negación absoluta de la posibilidad de hacer ópera?
Añadamos a ello que Britten mostró un desprejuiciado eclecticismo en el uso del lenguaje musical que le permitió una versatilidad narrativa y dramatúrgica impensables en esos años de plomo estético, y con ello tendremos el cóctel perfecto que se haría indigerible para las generaciones de la vanguardia.
Como aquí lo que nos interesa es la ópera en su errante deambular por el siglo de su muerte, no vamos a abarcar todos los senderos del laberíntico problema y nos centramos en lo que nos concierne. Britten había nacido en 1913, en una generación bastante emparedada entre las últimas de antes de la gran catástrofe y las primeras de después. Era prácticamente contemporáneo de Cage (1912) o casi de Messiaen (1908) y Shostakovich (1906). Pero, además, Britten era británico, lo que ha significado hasta hace pocas décadas, vivir bastante de espaldas a las urgencias históricas del resto del continente.
Los meandros de los cincuenta
Cuando Britten presenta Otra vuelta de tuerca en 1954, ya era un consumado artista del género. Había compuesto y presentado cinco óperas: Peter Grimes, The Rape of Lucretia, Albert Herring, Billy Budd y Gloriana; sin contar las adaptaciones de The Beggar’s Opera y Dido and Aeneas, además de las dos célebres óperas infantiles The Little Sweep (El pequeño deshollinador) y Let’s make an opera (Hagamos una ópera).
Todo ello con un éxito bastante razonable para tratarse de la primera década posterior al final de la II Guerra Mundial. En rigor, las trazas de la guerra se iban a percibir no en la autonomía estética del creador o en alguna clase de desconfianza hacia el género, sino en la envergadura de los proyectos. Ya en el temprano 1947, Britten se lanza a la creación de una pequeña compañía de ópera, el English Opera Group, junto a Eric Crozier y el tenor Peter Pears, su pareja sentimental hasta el fin de sus días.
Otra vuelta de tuerca fue también un proyecto para English Opera Group, lo que justifica la concisión de elementos, seis cantantes y un reducido grupo instrumental formado por trece músicos. Con todo, el estreno se produjo en Venecia; fue un encargo de la IIª Bienal de música contemporánea y vio la luz el 14 de septiembre de 1954 en el Teatro La Fenice, con gran éxito, por otra parte. El mismo teatro había sido sede del estreno mundial de la gran ópera de Stravinsky, The Rake’s progress, tres años antes.
¿Podríamos olvidar que Venecia fue la cuna de la ópera como espectáculo de masas a principios del siglo XVII (dejando un poco de lado los experimentos florentinos y el bombazo del Orfeo de Monteverdi en Mantua)?
El recuerdo histórico de los cincuenta no es sólo miscelánea, sirve y mucho para aclararnos. También The Rake’s progress tuvo un gran éxito. ¿Cómo se concilia esto con el “decreto” de que la ópera no ha existido durante, al menos, los últimos 65 años del siglo XX? Ni Britten ni Stravinsky podían aparcarse al lado de un Zandonai o un Menotti. Se podían menospreciar sus óperas, la opinión es libre, pero no decretar su inexistencia, como si estuviéramos ante un gesto de arrogancia adolescente. Y lo curioso es que aquellos públicos que sí habían disfrutado con estas óperas, los que las habían convertido en éxito, se habían transformado en mudos socialmente.
No hay por qué apurar el ajuste de cuentas histórico más de lo debido, pero sí lo justo para aclarar argumentos que no podían dejar de asociarse, cuando no incrustarse, en el cuerpo estético de esta ópera. ¿Cómo se hacían las óperas cuando no se podían hacer? En mi libro, Cuestiones de ópera contemporánea. Metáforas de supervivencia, planteo la hipótesis de que las principales óperas realizadas tras la decretada muerte de la ópera (de 1925 a 1935) se hicieron posibles bajo el manto de la metaópera, la ópera que remite a sí misma, a su propia problemática, a sus condiciones de existencia.
Así, por ejemplo, Wozzeck, de Alban Berg, o Moses und Aron, de Schoenberg, plantean la imposibilidad de cantar como metáfora de conflictos tanto de lenguaje musical como estéticos e históricos. En el caso de The Rake’s progress, de Stravinsky, por ejemplo, la metáfora no nos lleva a ninguna imposibilidad o conflicto social sino a la carcasa misma de la ópera clásica del siglo XVIII y a un dilema moral.
¿Cómo se situarían ante esto las óperas de Britten y, más específicamente, Otra vuelta de tuerca? Britten, para empezar, no se solidariza con la renovación del lenguaje musical deudor de los años tremendos de la vanguardia. Sentía admiración por Alban Berg, con quien quiso estudiar, y utilizó a su antojo varias sugestiones del dodecafonismo, pero su ámbito técnico era irreductiblemente personal sin abandonar una atmósfera general de modernidad entendida al modo británico de mediados del siglo. En todo caso, antes de intentar responder a la última pregunta, hablemos un poco más de esta ópera.
De la tuerca de James a la de Britten
Otra vuelta de tuerca (The Turn of Screew) es una de las narraciones cortas más célebres de Henry James (1843-1916) y ha sido saludada como una obra maestra de la ambigüedad. En esta historia, una institutriz debe cuidar de dos niños de los que irá descubriendo su relación de dominación por parte de dos fantasmas que pueblan el caserón y que habían trabajado en el lugar anteriormente a su fallecimiento.
Represión sexual, supuesta dominación homosexual (y pederastia) y, sobre todo, un análisis fino sobre el tránsito del periodo de la inocencia al de la degeneración sobrevuelan este cuento considerado por muchos como una joya del terror, cuando menos psicológico.
Lo que constituye la riqueza simbólica del cuento se sitúa, justamente, en la ambigüedad, todo lo dicho anteriormente se insinúa y puede deducirse del rico aporte simbólico de la obra, pero no es nunca explícito ni inequívoco; las cosas podrían ser así o no. No se sabe bien cómo comienza la aventura de la institutriz y mucho menos cómo acaba; tampoco hay seguridad de que los acontecimientos sean esos o todo suceda en la imaginación de la mujer que se desplaza al caserón victoriano.
El trabajo de Britten, y de su libretista, Myfanwy Piper (esposa del pintor John Piper, escenógrafo del grupo y del estreno veneciano) consistió en definir una trama y un molde de personajes adaptado a los medios: dos mujeres (la institutriz y la ama de llaves), los dos niños (de los cuales es tradición y, seguramente, necesidad que el papel de la niña, Flora, lo interprete una soprano, mientras que el niño mayor, Milus lo suele representar un niño real en torno a la edad del personaje, 10 años), y los dos fantasmas, un hombre y una mujer.
Hay un recorrido, desde la llegada de la institutriz hasta el desenlace final, en el que la institutriz (de la que nunca se sabrá su nombre) se enfrenta al fantasma principal, el que posee la voluntad del niño y termina liberándolo pero también provocando su muerte. La música tiene un límpido trayecto cuya estructura es célebre: unas variaciones sustanciadas en unos interludios situados entre cada escena.
Cada paso de esta estructura está basado en una nota que termina formando el total cromático, o si se prefiere, una serie dodecafónica. No obstante, la música no obedece a ningún patrón serial, aunque Britten pincela cada motivo con precisión de orfebre para dar a cada carácter o a cada intención una especificidad musical extraordinarias. Ayuda a ello el tejido instrumental que hace de la carencia virtud y crea una música camerística muy bien articulada, sin caer en ningún momento en el decorativismo descriptivo. En suma, un logro artístico excepcional que termina imponiendo su color expresivo al conjunto narrativo.
Hay elementos muy curiosos. Esta narración ha sido considerada como característicamente de miedo; y así lo han reflejado las más de cuatro películas basadas en el cuento. Caserón tenebroso, fantasmas, posesión, niños, dos mujeres contra lo sobrenatural, aislamiento… Con menos que esto se han construido películas que no dejan dormir durante días al espíritu sensible. Sin embargo, en la ópera de Britten no hay elementos que den miedo. Tan curioso es el asunto que lleva a deducir hasta qué punto la ópera como género está imposibilitada para describir el miedo, el terror, tal y como lo conocemos desde la experiencia del cine.
La respuesta a esta imposibilidad es ya de interés. En la ópera se cuenta desde el canto. En esta ópera, los dos fantasmas son, obviamente, dos cantantes. Si se les disfraza mucho, en cuanto aparecen en escena pueden correr el riesgo de que parezcan de feria y, como es lógico, se evita esa incongruencia. Britten tampoco cae nunca en ningún error, su música brinda una dramaturgia compleja y rica, pero nunca se desliza por las riberas del efecto sonoro que el imaginario pueda identificar con el miedo. En realidad, toda la música de esta obra crea una permanente sensación de tensión y de intranquilidad, pero desde la articulación musical. El resultado de tal acierto es que la ópera aguanta perfectamente el paso del tiempo sin perder fuerza simbólica.
Ahora bien, ¿Otra vuelta de tuerca es solamente un magnífico ejemplo de narración operística o tiene virtudes que la aúpen hasta un lugar paradigmático de la producción del género en momentos de incertidumbre?
La ceremonia de la inocencia
La respuesta a esta pregunta nos debe conducir a indagar los rasgos simbólicos que podrían elevar a metaópera a esta destacada producción.
La tensión simbólica de esta ópera debe mucho a los códigos que se relacionan con el imaginario y la problemática de Britten. Su homosexualidad y, especialmente, su siempre difícil relación con su deseo en relación con muchachos jóvenes proporcionó una innegable tensión a sus óperas. Prevalece en no pocas de ellas el motto de la juventud traicionada o agredida. El propio Britten sugirió en algún momento de su vida que pudo superar sus propios fantasmas en este ámbito gracias a la estabilidad de su relación con Peter Pears.
En Otra vuelta de tuerca, Britten sitúa el clímax de la historia en la intervención de Quint, el principal fantasma, al asegurar: “Queda ahogada la ceremonia de la inocencia”, tomando una frase de Keats. El propio Quint se describe así: “Soy todo aquel que es extraño y osado […] el heroico salteador que saquea la comarca […] El sutil halago de la impostura. En mí se aúnan los secretos y los deseos a medias formados […] Soy la vida oculta que se despereza […] El gesto extraño, el dulce verbo insistente …” En suma, es toda una declaración de intenciones.
No es, o no es sólo, la ceremonia de la inocencia la que se ahoga, es la ceremonia de la seducción la que se pone en marcha. De todos modos, el equilibrio simbólico y la delicadeza de las sugestiones no deben nunca romperse a favor de una visión de la obra puramente homosexual, y menos aún explicitar una ceremonia de la pederastia. Existen esas interpretaciones, pero deben coexistir y ser respetuosas con otras tanto o más sugestivas.
Y hay algunas que pueden enriquecer extraordinariamente la capacidad de irradiación de esta obra, aunque se trate de hipótesis de alto riesgo en cuanto a poder asegurar que el propio autor las tuviera en mente. ¿Por qué no puede ser la inocencia la propia ópera? ¿Por qué los fantasmas que se quieren apropiar de las dulzuras de la inocencia mancillándola no podrían ser los creadores? Entiendo que es una interpretación artificiosa, pero no es imposible dentro del marco de sugerencias simbólicas que Britten y Piper nos entregan y, sobre todo, dentro del marco coercitivo de la creación operística de la postguerra.
También podría ser a la inversa: los fantasmas son la propia ópera y la inocencia podría estar representada por los nuevos públicos a los que la voluntarista institutriz (el nuevo orden) quiere evitar que sean contaminados por los valores de lo muerto. Por más que se trate de una visión muy personal y aparentemente alambicada, se me impone con enorme fuerza cada vez que la veo representada de nuevo. Especialmente porque no puedo abstraerme de la situación de su nacimiento: cuando la ópera estaba abolida como una reliquia del pasado, como algo contaminante que contagiaba las intenciones de pureza del lenguaje musical que los jóvenes cachorros defendían en barricadas de la vanguardia.
Hacía falta una fuerza interior especial para resistir las pulsiones de la época y no apartarse de un género que había perdido, además, su industria y su evidencia como enlace de privilegio entre el público y los músicos.
En el caso de Britten, se daban esas condiciones. Su enlace generacional, equidistante entre las promociones enfrentadas en el conflicto de la guerra; su condición de músico británico, siempre distante de las llamadas evolutivas de los focos europeos y, last but not least, su condición de homosexual asumida con discreción pero con un orgullo que hasta entonces era raro. De hecho, las manifestaciones de independencia personal fueron muy frecuentes, como su pacifismo declarado que le llevó a solicitar (y conseguir) no ser enrolado en la guerra.
Todo ello lo convirtió en una personalidad que seguía su camino sin especiales conflictos. No deja de ser característico que otro brillante y orgulloso homosexual, Hans Werner Henze, fuera el único miembro de la inicial vanguardia alemana que se decantara por la ópera. Ahora todo este análisis parece felizmente superado, pero no es descartable que ambos excepcionales compositores, situados en un momento bisagra de la concepción moral y de costumbres de la Europa de postguerra, extrajeran un plus de independencia en su sensación de vivir una sexualidad marginada y sistemáticamente ridiculizada. Aunque esto no lo explica todo, también vivieron la misma orientación sexual los dos principales campeones de la causa antioperística: Boulez y Cage.
La ópera y sus temas
Por volver a Otra vuelta de tuerca, puede que el cruce de referencias simbólicas tenga capacidades de sugestión crecientes; pero hay más valores de género que la convierten en un título ya imprescindible dentro del canon del repertorio del siglo XX.
El impás operístico de mediados del siglo XX obligaba a proporcionar ideas nuevas a una cuestión crucial: ¿qué es lo operístico? Y, sobre todo, ¿qué temas característicos de un tiempo nuevo son susceptibles de tratamiento operístico? En The Turn…, Britten resuelve problemas de verosimilitud operística de gran magnitud al hacer cantar a fantasmas y a niños.
Puede que los fantasmas de esta ópera no den miedo, pero son unos sujetos operísticos verosímiles. Pero es la idea central misma de la ópera lo que destaca, la tensión psicológica: el juego terrible entre inocencia y perversión, entre sosiego y pánico lo que adquiere una sustancia musical que es ganada así para el bagaje de recursos del género.
En resumen, no es exagerado, en mi opinión, considerar la producción operística de Britten (y de modo especial a Otra vuelta de tuerca) como una producción clave en el destierro del género en el periodo central del siglo pasado. Posee una música no sólo excepcional, sino también respetuosa e imbricada con la inagotable riqueza simbólica de su trama. Y no es la menor de sus sugestiones la posibilidad misma de que la ópera, como género, sea una de las protagonistas secretas del conflicto descrito; en todo caso, el argumento no lo prohíbe.
Esto la convierte en una producción decisiva en el renqueante y atormentado tránsito de la ópera por su travesía por el desierto. En un oasis que ha podido ayudar a pasar el difícil trago de su “prohibición”. Y como ese delicado tránsito sigue vivo en la postcrisis de legitimidad de la que la ópera parece que ha salido, pese a que culturalmente está por demostrar, su reposición sigue siendo una oportunidad a no desperdiciar de cara a que el género operístico vuelva a convertirse en arte vivo.