Pierre Boulez con la Orquesta de la Academia del Festival de Lucerna. © F. de Lucerna
En las diferentes programaciones –a veces incoherentes –podemos observar hasta qué punto tal o cual sociedad ama y entiende realmente lo que significa el arte musical, pero ante todo, un festival adquiere renombre internacional y alcanza una importancia en el porvenir cuando los responsables llegan a la conclusión que la música contemporánea ha de tener tanta presencia o más, que la romántica o la clásica. Y Michael Haefliger, director del Festival de Lucerna, esto lo tiene muy claro.
Si contamos una a una las obras pertenecientes a los compositores vivos que se han interpretado durante este verano en los diversos escenarios de la ciudad suiza, observaremos que superan las setenta, sí, efectivamente, lo han leído bien, más de setenta, y en la mayoría de conciertos el papel estaba completamente vendido.
Dieter Ammann (1962) ha sido este año el agraciado compositor residente (¿Cuándo aparecerá este imprescindible cargo en los festivales de Santander, Granada, San Sebastián, Canarias…?), Pierre Boulez, como los últimos años, ha coordinado y dirigido la Orquesta de la Academia, decenas y decenas de jóvenes intérpretes han escuchado los consejos del octogenario maestro para alcanzar un nivel óptimo en la interpretación de la música de nuestros días, miles de personas han escuchado las nuevas tendencias imaginadas por Michael Jarrell, Avner Dorman, Brice Pauset, Michael Obst, Rebecca Saunders, Gérard Pesson o Philippe Fénelon entre otros, y un séquito de periodistas hemos asistido y nos hemos rendido, una y otra vez, al ideal en cuanto organización y concepto.
El KKL (Kultur und Kongresszentrum Luzern), extraordinario edificio diseñado por el arquitecto Jean Nouvel y acondicionado acústicamente por el desaparecido Russell Johnson, es, sin querer exagerar, el mejor auditorio del planeta, y esto es algo muy significativo para una ciudad de tan sólo 75.000 habitantes en la que cada uno de ellos, muestra sin reparo alguno, un respeto absoluto al acto de la creación musical.
Por cierto, se me olvidaba, Claudio Abbado dirigió la Novena de Mahler. Cuando terminó la obra el público se mantuvo en silencio absoluto durante tres minutos. Luego aplaudieron durante quince. Fue una experiencia mágica, única, reveladora, mística, incluso iniciática. El año que viene más, pero no mejor. Es imposible superar la perfección.