El invierno de febrero nada tiene que ver con el de las lejanas navidades: este es puro, aquel era soñado, inventado. Miramos al horizonte y nuestro deseo de un renovado cielo, de otro contraste y brillo, de otro matiz no calmó las ansias de reposo, como si el frío invitara a la quietud, al taciturno ejercicio de la nada. Entreverados atardeceres y vacíos árboles adornan la desnudez de este tiempo de paso; de un tiempo que medita sobre sí mismo y sobre su futuro. Y aquí está: el paso del tiempo, distante de toda realidad que no sea la suya se pierde como el reflejo en el agua; por eso creen ambos, tiempo y caminante, que no existe otro instante peor ni mejor que el presente.
«Si existe un tiempo, que no sea éste –dice el caminante–, a la par que respira con la mirada esquiva. –Así es y así será– cree escuchar de inmediato, pero nada suena. Atormentado por tan extraña sensación, quiere romper el trágico instante que acaba de vivir.»
Una cosa es estar enamorado del tiempo (como lo está la música) pero creer que tiene vida propia e independiente, querer escuchar su voz y desear vibrar con ella, descansar en el aroma de su sonido, es algo menos frecuente. El camino, repleto de silencios y pausas, espera con elegancia su ausencia de amor, escondido tras su tiempo; tras ese tiempo que tanto desazona. Quizás por ello las músicas se presentan dormidas y sin aliento.
La turbia senda que oye al monstruo nos acerca a un destino insospechado. La sombra de la nada escribe errantes armonías. Las nubes no quieren desaparecer y se aferran a las horas como rocas graníticas. El rumiar del viento que no cesa inspira gigantes y taciturnos ritmos, que sueñan ser drama. La noche de los árboles escribe melodías de amor y muerte, cansada de llorar. La música dormida es eso y otras muchas cosas. Nuestra música, ronda interminable de estrellas de arena busca con desesperación un tiempo para vivir, y señala al tiempo, a ese tiempo que tanto le consume. La música, poema de sangre que alimenta el sueño, atraviesa el corazón de los hombres para posarse junto a ellos, y callar.
Y ahora, que el ocaso y el camino esperan, es tiempo de paso, y de sus músicas, y sus sentimientos. Al primer invierno se lo comió la navidad; al segundo lo derrota su propia desnudez. Y todos esperan a que pase, como cada año. Y así será. (Ilusos que esperan de la nada un ave fénix…)
Invitado al que nadie atiende, sin identidad propia, el final del invierno susurra, tambaleante, su agonía. Destrenzado concierto de vagabundos sonidos, el camino del tiempo acoge con mimo todas las músicas, pues la realidad, impasible ante olvidos y quimeras, quiere creer y sentirse viva, como lo quieren las músicas de ahora. Es tiempo de paso, pero también de músicas de niebla, y de músicas de luz y oscuridad, de músicas que vuelen al fondo de las venas y los huesos. Es tiempo de músicas, de sonidos mudos y sueños transparentes, de cantos de fuego que fundan el hielo y el silencio. Escríbanlas, escúchenlas, es tiempo de paso, y de sus músicas y anhelos