«Si existe un tiempo, ¿qué hacer con éste? –dice el caminante, a la par que respira con la mirada esquiva. –Así es y así será– cree escuchar de inmediato, pero nada suena. Turbado por tan extraña sensación, no quiere romper el mágico instante que cree vivir.»
Una cosa es estar enamorado del tiempo (como lo está la música) pero creer que tiene vida propia e independiente, querer escuchar su voz y desear vibrar con ella, suspirar por el aroma de su sonido, no es frecuente. El verano, engaño pasajero repleto de sueños y fantasías, de metáforas y silencios, recita con elegancia su ausencia de amor, escondido tras su tiempo; tras ese tiempo que tanto le aflige. Quizás por eso las músicas del verano se presentan alegres.
No es que los dedos del estío ahoguen torrentes y riachuelos, no. No es que el recuerdo del frío confunda a los desesperados, no. El verano, en un rincón del alma, consume el tiempo contemplándose, y nada prevé. No es que la muerte del tiempo esté próxima y el verano la quiere eludir, no. No es que el silencio de las chicharras resuene más que su canto, no. El verano, sonido de arena mojada, paladea el instante negando su futuro. No es que los demonios del llanto acechen bajo el caminar del vagabundo, no. El verano, desnudo de músicas sin sombra confunde apetitos y desnuda los pies, y diseña, tras las rejas del tiempo, su propia tumba. Ah, el verano, tiempo de todo y de nada, y sus músicas, crónicas de una muerte anunciada; ni las más veteranas, ni las más osadas, pueden con él. Todo termina.
Y ahora, que la mañana espera cobijada en la disculpa de los cuerpos que se aman, es tiempo de verano, de sus músicas y sus sentimientos. A la última primavera la devoró la memoria; de otras ni nos acordamos. El resto del año ya pasó, como siempre. El destino del verano es incierto, pues ni sabe ni quiere ir a lugar alguno. Un viejo baúl, el parpadeo secreto de una delicia robada, la fruta jugosa: señas de un verano inexistente que asfixia al tiempo. Así es y así será, como sus músicas.
El verano, poesía de música y tragedia de amor, luce sus mejores trajes en las galas de castillos o palacios, en las noches de claustros y jardines; y suena, que es lo que parece importar. ¿Qué sería de un verano mudo, acallado por el dolor de la soledad, por el ansia de ser lo imposible? Festivales, programadores, negociantes y vividores hacen del verano eterna fuente de ilusiones baldías: nada es lo que parece, pues el espectador ritualiza los sonidos cual religión pasajera; entre brillos, sandalias y perfumes, la música mira a todos y a ninguno. Es la mirada del fin:
«El tiempo existe, ¿y qué hago con este? –exhala el viajero mientras respira agonizante. –Así es y así será– escucha de inmediato, y algo suena. Turbado por tan extraña sensación, no quiere romper el instante que ha vivido».
Hablo de música, sí, y de la memoria, y de la muerte del tiempo. Cuando todos hayan muerto, queda la memoria. La del verano, la de todos los veranos y todas sus músicas. El tiempo, cruel gigante que acosa la vida, nos dice adiós, como todo. Cuando todos hayamos muerto, recordaremos la memoria, y llegará el otoño.