
La ópera del compositor estadounidense inspirada en el transgresor faraón de la decimoctava dinastía Amenofis IV, conocido como Akhenatón (etimológicamente, algo así como “resplandor del Sol”), vio la luz por primera vez en la capital catalana el pasado octubremerced a una suntuosa producción anglosajona.
Desde los tiempos de Eduardo Toda Güell (1855-1941), considerado el pionero de la egiptología española, Catalunya siempre ha sido una comunidad especialmente sensible a la egiptomanía, cuyos vestigios aún mantienen viva colecciones como la del Museu Egipci de Barcelona (Fundación Arqueológica Clos), la de la Biblioteca Museo Víctor Balaguer o la del Museu de Montserrat. Una pasión que traspasó el ámbito académico y alcanzó una gran popularidad en la capital catalana, como muy elocuentemente puso en relieve la exposición Udyat. El exotismo del Antiguo Egipto en Barcelona organizada hace pocos años por el museo etnológico con sede en la calle Montcada.
El Gran Teatre del Liceu no se ha mantenido al margen de esta pasión egipcia y buen testimonio de ello lo es el hecho de que la Aida verdiana sea justamente el título que acumula más representaciones en el historial del teatro. Tampoco parece casualidad que algunos de los últimos estrenos nacionales de grandes compositores contemporáneos sean títulos inspirados en historias del antiguo imperio faraónico, como Antony & Cleopatra de John Adams (2023) o el reciente título que nos ocupa de Philip Glass.
El compositor de Baltimore se inspira en el faraón revolucionario Akhenatón para construir un gran friso teatral compuesto por grandes escenas estáticas, a modo de estampas musicales cuya concepción minimalista pretende imbuir al espectador una especie de ritualismo arcano sin apenas acción dramática. Para ello se vale de un melodismo que bebe de himnarios y de letanías, de una orquesta que a modo de mantra musical va tejiendo pequeñas células y motivos ostinati con las cuerdas graves, la percusión y los vientos; amén de una fastuosa puesta en escena, con espléndidas escenografías y un fantasioso vestuario inspirado en el antiguo Egipto. Un espectáculo que hunde sus raíces en los tiempos faraónicos para explorar nuevas estéticas dentro del teatro musical contemporáneo.
Más allá de las virtudes y los aciertos de la partitura, los intérpretes congregados contribuyeron a dar un notable relieve al conjunto. El contratenor Anthony Roth Costanzo encarnó un faraón de canto vigoroso y caracterización andrógina. Así mismo, la puclra Nefertiti de Rihab Chaleb y la incisiva Reina Tye de Katerina Estrada Tretyakova completaron un competente reparto al que se sumaron las voces de la casa como Joan Martín-Royo (General Horemhad), Toni Marsol (Aye) y José Manuel Montero (Gran sacerdote de Amón). Desde el foso, la estadounidense Karen Kamensek supo exprimir las texturas y las dinámicas más sutiles de la partitura valiéndose de unos tempi más bien lentos aunque siempre fluidos y equilibrados. La anecdótica interpretación del “Himno al Sol” en catalán se granjeó la simpatía de los sectores más sensibles al integrismo idiomático.
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