El primer concierto del pasado 10 de agosto arrancó a las 19h con una versión orquestal del «Ricercar a 6» de La ofrenda musical, BWV 1079, de Johann Sebastian Bach. Se trata de una orquestación de tintes románticos de Shane Woodborne (1963), felizmente ejecutada por la Camerata Salzburg, quien hizo gala de la plenitud y equilibrio sonoros que tanto la distinguen. Seguidamente, junto a Janine Jansen, abordaron el extraordinario Concierto para violín núm. 2 en Mi menor, Op. 64, de Felix Mendelssohn. El año 2003, la violinista neerlandesa debutó como joven promesa en este mismo festival ampurdanés y, el pasado 10 de agosto, regresó para demostrar porqué se cuenta entre las mejores intérpretes del planeta. El inconfundible sonido melancólico de sus cuerdas, sus vigorosos ataques e incisivos mordentes y su vibrante modulación de las dinámicas dieron aliento a un pletórico primer movimiento, seguido de un Andante de honda intensidad y ungido fraseo. El allegro final, pletórico de gracia, elegancia y casi danzable, coronaron una interpretación que levantó al público de sus butacas en una cerrada y sentida ovación. Como propina, la furia y el virtuosismo se aliaron en sus cuerdas para ofrecer una arrebatadora y vertiginosa ejecución del movimiento final del Concerto n.º 2 en sol menor, Op. 8, RV 315, «L’estate» de Las cuatro estaciones vivaldianas.
La segunda parte del concierto corrió a cargo de la formación austríaca, quien, bajo la vigorosa dirección de Gregory Ahss desde el primer violín, abordó una interpretación de la sinfonía Italiana de Mendelssohn de enfático discurso y opulenta sonoridad, en los movimientos extremos; de mórbidas modulaciones y elegante pulcritud, en el segundo; amén de una grácil y delicada frescura en el juego de dinámicas del tercero.
La segunda sesión fue a las 22 h., a cargo del prestigioso pianista András Schiff, quien nos regaló un recital en el que, sin previo programa establecido, nos invitó a un viaje iniciático desde los pentagramas dieciochescos de su admirado Johann Sebastian Bach a las partituras decimonónicas de Brahms y Chopin, en el turno de propinas. La magistral arquitectura sonora de Bach fue desgranada con una envidiable pureza de colores y transparencia discursiva en obras como el Clave bien temperado, una de sus fantasías o el Concierto italiano. Una sonata de Haydn y una fantasía mozartiana nos acercaron al espíritu del clasicismo con una elegancia en la expresión, una pulcritud en la articulación y una fluidez en la exposición temática dignas de la mejor tradición intimista de la escuela pianística centroeuropea. Su señorío de los tempi y su dominio de las dinámicas para imprimir carácter salieron a relucir en las seis Bagatelas beethovenianas. En el turno de propinas, el espíritu romántico afloró en íntimas resonancias arborescentes de los pentagramas de un intermezzo y un nocturno de Brahms y Chopin, respectivamente. Todo un periplo de recóndito diálogo y alquimia sonora, lejos de todo afán de ostentación y exhibicionismo.
La sobriedad del maestro húngaro en los saludos y en el desglose del programa contrastó con los efusivos aplausos de un público más emocionado que exaltado.
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