Doce Notas

La Rusalka hace vibrar el Liceu

opinion  La Rusalka hace vibrar el Liceu

Más allá de su famosísima Sinfonía del Nuevo Mundo y de su abundante literatura concertística y de cámara, Antonin Dvořák (1841-1904) fue un prolífico compositor para la escena teatral. No obstante, de sus once títulos operísticos, tan solo La rusalka ha pervivido en el repertorio internacional. Desde su estreno liceísta en 1924, se ha podido escuchar en el coliseo de las Ramblas en tres ediciones, la última en la temporada 2012-2013. La presente coproducción a cuatro (Liceu, Teatro Real, Staatsoper Dresden y Palau de les Arts) la firma escénicamente Christof Loy, viejo conocido de la casa y perspicaz director de actores.

En el presente montaje, el regista alemán descarta los ambientes románticos originales y ubica la acción dramática en el vestíbulo de un teatro, donde se suceden las distintas escenas que llevan a la ondina y a su volátil príncipe a un trágico desenlace. La escenografía de Johannes Leiacker, de tintes grisáceos y carácter aséptico, sirvió como telón de fondo de un montaje que, más allá de pretenciosas sugestiones psicoanalíticas, tuvo sus mejores aciertos en el fluido dinamismo escénico. Un movimiento sensiblemente realzado por la participación de un nutrido cuerpo de baile. Plásticamente, la austeridad colorista del vestuario (en blanco y negro, excepto la bruja y Rusalka) redundaba en la frialdad del conjunto.

El contrapunto musical, sin embargo, no pudo ser más substancioso. El maestro Pons acertó en relucir la riquísima orquestación de la partitura, zambulléndose en su fecundo universo de texturas tímbricas, avivando su estimulante vitalidad rítmica y realzando la unción discursiva de su expansivo melodismo lírico. Un quehacer que fue de la mano de los principales intérpretes congregados. La soprano Asmik Grigorian demostró no tener rival en el rol de Rusalka. A lo largo de la función, fue desgranando una encarnación conmovedora en lo escénico y una vocalidad tan tierna, pura y extremadamente delicada que logró hacer olvidar al público el carácter ficticio de su personaje. Así mismo, su conmovedora recreación aunó también un asombroso trabajo en pointe como bailarina. El timbre áurico de Piotr Beczała alcanzó a dar un relieve de gran nobleza canora al ufano Príncipe, así como también lo hizo el profundo y grave genio de las aguas interpretado por Aleksandros Stavrakakis. Karita Mattila sorteó dignamente el rol de Princesa extranjera, tirando más de veteranía que de medios musicales, mientras que la Ježibaba de Okka von der Damerau supo sacar partido y  otorgar un hondo calado a las dramáticas escenas que Dvořák le dedicara. Por su parte, los simpáticos Guardabosques y Pinche de cocina, interpretados por Manel Esteve y Laura Orueta, respectivamente, completaron eficazmente un espléndido y aplaudido reparto. No cupo mejor término de temporada.

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