Doce Notas

La dama de las Ramblas

opinion  La dama de las Ramblas


La capital catalana ha tenido el privilegio de acoger algunas de las intérpretes más emblemáticas del panorama internacional en el rol protagonista de La traviata: desde la mítica Adelina Patti, en el siglo XIX -y en Teatre Principal-, hasta las Capsir, Tebaldi, Olivero, Scotto, Caballé o Gruberová del pasado siglo en el Liceu. A esta ilustre nómina, habrá que añadir desde ahora a la estadounidense Nadine Sierra, quien ha arrebatado al público liceísta con una interpretación de la cortesana dumasiana digna de los anales de los mejores escenarios líricos de la orbe.

Dotada de un instrumento portentoso en extensión, homogeneidad y cualidades tímbricas, así como poseedora de un físico cautivador y consonante con el personaje, la cantante americana se entrega plenamente en una recreación integral de la frágil y apasionada dama de las camelias. En lo musical, se desenvuelve con una naturalidad expresiva y una unción estilística deslumbrantes: el canto legato, el fiato y el uso de dinámicas y reguladores no tienen secretos para ella. Aún más: cada sonido, cada entonación, cada frase y cada aliento están sujetos íntima e intrínsecamente a la evolución psicológica del personaje. En lo escénico, su trabajo actoral es colosal y arrebatador. No se limita a cantar ni a representar el personaje, lo vive y lo encarna desde la autenticidad de sus adentros. Asistimos a un trabajo de introspección dramático-musical que palpita ya en sus primeras intervenciones y alcanza unas cuotas de profundidad subyugantes en el sobrecogedor dúo con Giorgio Germont y en el posterior “Amami, Alfredo” del segundo acto.

Del primer al último compás de la obra, Nadine es Violetta, incluso en los momentos en que calla, como en la escena inicial del segundo acto cuando aparece desnuda en la cama mientras Alfredo entona su aria de compromiso. Nada hay en su interpretación de gratuito, artificioso o superfluo; su excepcionalidad reside, simple y llanamente, en su naturalidad, su veracidad y su sensibilidad expresivas. Muchas veces se ha apuntado que Verdi anticipa con La traviata las bases del realismo musical que, posteriormente, abonarán los compositores veristas, con Puccini a la cabeza. Pues bien, no hay más que presenciar la Violetta liceísta de Nadine Sierra para sentar cátedra de ello.

A su lado, Javier Camarena encarnó un Alfredo de elegantes e inspirados acentos. Su personaje estuvo impecablemente cantado y bien compenetrado con la protagonista, y fue ganando calado dramático a medida que avanzó la representación. Artur Ruciński completó el trío protagonista con una recreación de Giorgio Germont de profunda nobleza canora y consumada autoridad escénica, digna de la mejor tradición verdiana. Completaron el espléndido elenco artístico la exquisita Flora de Gemma Coma-Alabert, los diligentes barón y doctor de Josep-Ramon Olivé y Gerard Farreras, respectivamente, así como el resto de coprimarios.

Giacomo Sagripanti dirigió la orquesta titular de la casa con pulso dinámico y un ajustado equilibrio sonoro entre foso y escena, una virtud no siempre al alcance de todas las batutas. El coro cumplió con buen oficio y el cuerpo de baile amenizó con gracia y desparpajo el cuadro festivo del segundo acto. Si a ello añadimos una producción escénica (David McVicar) al servicio de la obra -ya aplaudida anteriormente por el público liceísta en 2014 y 2020-, de eficaz habilidad narrativa, sugestivo cromatismo y fluido movimiento escénico, la función no puede resultar más redonda. Como así fue, la pasada tarde del 20 de enero de 2025.

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