
Aunque creada bajo el aliento coercitivo del régimen soviético, este título estrenado hace 90 años en la antigua Leningrado (hoy San Petersburgo) constituye una de las piezas más rotundas e innovadoras de la literatura operística del siglo XX. Inspirada en la narración homónima de Nikolai Leskov, la historia hunde sus raíces en la denuncia del ambiente opresor y autoritario que reinaba en la Rusia zarista, siguiendo la estela de los grandes frisos humanos novelados por autores como Tolstoi o Dostoievski. La gran novedad de la obra, no obstante, reside en su extremada escritura musical, de una contundencia sonora, una agudeza discursiva y un alarde expresivo con pocos equivalentes en su época. A diferencia de otros colegas vanguardistas, la especulación musical de Shostakovich nunca pierde de vista el carácter sensitivo y, aún alcanzando altas cuotas de sarcasmo corrosivo, nunca cae en la frialdad de la expresión conceptual serialista. En gran medida por ello, la obra gozó de una notable popularidad hasta que resultó incómoda al régimen stalinista, quien no dudó en prohibirla.
Àlex Ollé ha sido el encargado de dar aliento a este nuevo montaje y lo ha hecho tirando de manual feminista, a saber: la cadena de crimenes perpetrados por la protagonista son la reacción insalvable e inevitable a la feroz agonia patriarcalista. A pesar de este sesgo reduccionista, al espectador no se le escapa el amplio abanico de intereses, pasiones y actitudes que se despliegan en el escenario (¡y en el foso!) y que configuran un auténtico friso humano de profundo calado psicológico. Ollé sabe jugar con todo ello con un óptimo trabajo escénico de gran eficacia narrativa y acusada caracterización dramática. Se vale de una escenografía funcional a base de paneles que perfilan ambientes (Alfons Flores) y de una iluminación de gran efectismo plástico y visual (Urs Schönebaum). Otros recursos, como la plataforma acuática por donde deambulan incómodamente los protagonistas o las camas que se elevan en el cuarto acto, son soluciones ya vistas en anteriores montajes y explotadas otros registas en la capital catalana.
La obra cuenta con una amplia galería de personajes que el Gran Teatre del Liceu ha sabido vestir con un ambicioso reparto. El día del estreno (25 de setiembre), Sara Jakubiak debutaba el rol protagonista de Katerina luciendo un instrumento de intenso calado dramático y dando cuerpo a una abnegada caracterización escénica. Su interpretación fue a todas luces excepcional, ya fuera en los momentos de mayor exaltación dramática como en los de más íntimo recogimiento. El tenor checo Pavel Černoch le fue a la par como Serguei, exhibiendo una plena familiaridad con el papel, tanto en el plano vocal como en el dramático. El suegro tiránico y lascivo corrió a cargo del barítono Alexei Botnarciuc quien destacó por una espléndida caracterización interpretativa a la que sólo cabría pedir algo más de consistencia en el registro grave para rayar la excelencia. El lánguido marido Zinovi fue Ilya Selivanov, intérprete entregado y competente, aunque incapaz de superar vocalmente la densidad orquestal de sus escenas. Excepcional el borracho de José Manuel Montero, así como también los rotundos Pope y Jefe de policía de Goran Jurić y Scott Wilde. El resto de coprimarios cumplieron todos muy satisfactoriamente.
Con todo, el elemento de mayor enjundia de la presente producción fue la magistral lectura del maestro Josep Pons al frente la orquesta titular de la casa. El director catalán explotó a plenitud el aliento sinfónico de la partitura, insuflando una discursividad de ritmo trepidante que alternó pasajes de auténtico apoteosis sonoro con otros de un virtuosismo casi camerístico. Una interpretación orquestal digna de los annales del histórico teatro de Les Rambles.
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