Doce Notas

La música del Teatro de la realidad

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Los dos primeros conciertos de la serie fueron en el Patio de los mármoles, en el Hospital Real; el tercero y el que nos ocupa en la Alhambra, torre de Comarex de fondo. Entradas prácticamente agotadas.

Estamos al final de un largo viaje, cuarta noche. Vemos a Lewis dispuesto al último tramo. Animoso, enérgico, rápido. Tarda un poco en entrar en su sonido, nosotros también; sonido compacto, cavernoso, quién sabe si con la connivencia del espacio. El espacio… Este Schubert es más teatrero que el mismo Mozart. Encontramos a un Schubert que se debate en estas sonatas entre las influencias escénicas italianas, las melodías húngaras y las ideas beethovenianas; entre lo popular y la tradición más clasista, quizá atrapado por la forma de la sonata clásica. Sin duda es un viaje iniciático al romanticismo y Lewis nos guía en este tránsito.

Lo encontramos, a Lewis, recreado en su cuerpo sonoro, con un pedal generoso, con un equilibrio en los acordes muy medido y precioso, con unos pianos asombrosos. Con velocidad llena de energía, pero ojo, cuando se tiene que parar, se para, y sin reparo. La articulación es muy precisa en esos pasajes que decide distinguir dentro de su legato fastuoso.

Los primeros movimientos enmarcan el carácter de cada obra en su conjunto y el pianista, profundo conocedor del repertorio, desde las primeras notas nos hace ser conscientes de ello. La Sonata nº 19, D 537 empieza con un gesto muy enérgico deslumbrando luego en invención melódica que Lewis sabe dibujar en sus semejanzas y contrastes; la Sonata nº 20, D 959, en la mayor, se construye desde el primer bloque de acordes y el pianista va sumando los elementos de la fantasía de Schubert con acierto. La última Sonata de la noche, nº 21, D 960, encierra en su melodía primera de alto vuelo el germen de toda ella. La música se sucede a la vez que la noche con sus eventos consuetudinarios: gatos en los tejados, reflejos de las ondas del estanque… y el mismo pianista musitando suave a la vez que toca.

Se puede decir que la tarantela (el último movimiento) de la Sonata primera no era ligera y desenfrenada, sino algo más ceñuda y taciturna de lo esperado; e igualmente el rodó, Allegro ma non troppo, finale de la D 960, que no resultó especialmente burlón. Quizá el intérprete tiende más a lo serio que a lo paródico. Pero precisamente por eso en los lentos de las tres sonatas se nos muestra espléndido: en el Adagio hace de Hermano Mayor de la logia, mostrando el camino a través de tonalidades recónditas y misteriosas con el cuidado y la parsimonia necesaria. En el Andantino (de la Sonata D 959), una barcarola al estilo austriaco de lo más dramática, creando cortinas de sonido ligerísimas -a modo de niebla- y silencios que ni el mismo Werther representado hubiera hecho mejor. El Andante sostenuto de la Sonata D 960 (la más beethoveniana de las tres) consiguiendo en su sonido la mejor realización de los ecos del futuro.

En estas Sonatas de Schubert las palabras se convierten en notas y las notas en palabras. Los sonidos y los silencios de Lewis llenos de contenido eran transformados por el aire de la noche en trascendentes.

Entonces, quizá es mejor escuchar el piano de un músico como Paul Lewis en un auditorio cerrado propiamente dicho para encontrar todas las sutilezas de su pianismo más precisas. Pero lo bueno de sacar el intérprete de ese sitio y ponerlo en uno como este Patio de los Arrayanes de la Alhambra es que podemos disfrutar de su arte en plena realidad y darnos cuenta de forma evidente de que ambos están hechos de la misma materia.

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