Doce Notas

Viaje a ninguna parte

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© Lucie Jansch

En su etapa de madurez vienesa, W. A. Mozart entabló una fructífera relación de amistad con el barón Gottfried van Swieten, bibliotecario imperial, colega francmasón y ferviente admirador y coleccionista de la música de G.F. Haendel y J.S. Bach. Gracias a su instigación, Mozart pudo estudiar en profundidad las obras de los grandes maestros del Barroco maduro y adaptar algunos de sus títulos, entre los cuales algunas serenatas, cantatas y el célebre oratorio haendeliano que nos ocupa, Messiah, en su versión germánica. Una obra que a su vez sirvió como inspiración al veterano Joseph Haydn para la composición de sus dos grandes oratorios Die Schöpfung (La creación) y Die Jahreszeiten (Las estaciones), con sendos libretos del mismo barón Swieten.

A pesar de algunos cortes y cambios de tesituras, Der Messias (1789) de Mozart sigue fielmente la estructura del original haendeliano, basado en una sucesión de episodios sobre el nacimiento, la pasión y la resurrección de Jesucristo. Carente de todo sentido literario narrativo, el auténtico sentido dramático de la obra se revela a través de su monumental arquitectura musical. Es, fundamentalmente, la inspiración retórica de su vocalidad, la intuición dramática de su tejido instrumental, la portentosa luminosidad de su polifonía, lo que otorga a la obra su milagroso halo imperecedero. No en balde, Stefan Zweig (1881-1942) incluyó su estreno entre los catorce momentos estelares de la historia humana. Por ello, Mozart, consciente de este tesoro musical, se limita poco más que a retocar su barniz instrumental para revitalizar su aliento cromático.

Los responsables del coliseo catalán han cortejado al prestigioso director de escena Robert Wilson para reponer una versión escénica de esta adaptación mozartiana. Una aventura que, de entrada, ya se antojaba arriesgada, por la escasa entidad dramática y narrativa del texto, y que, a las vistas del resultado, ha supuesto un viaje a ninguna parte. A nuestro entender, lejos de intentar sacar provecho del pulso dramático que emanan las distintas estampas musicales de la obra, el veterano director estadounidense se sumerge en un universo de imágenes inconexas e incoherentes, a las cuales no pueden negarse momentos de sugestiva belleza plástica, aunque nada tengan que ver con el contenido dramático y musical de lo que se escucha. O sea, cualquier otra música hubiera casado con la escena casi de igual manera.

No se nos escapan la constelación de citas y referencias a universos del surrealismo o de la mitología clásica; aunque todas ellas resulten absolutamente gratuitas ante el acontecer musical de la partitura haendeliano-mozartiana. Y es que a nuestro juzgar, Wilson parte aquí de dos premisas profundamente erróneas, como movido por ese complejo anticristiano tan postmoderno. A saber, la negación del carácter cristiano de la obra y la presunción de que su entidad teatral invalida precisamente su connotación religiosa. Confundiendo con ello lo religioso y lo sagrado a partir de un presupuesto falaz (El Mesías no solo es religioso sino además mesiánico), cosa que lo lleva a precipitarse en el grave olvido de que todo teatro (tanto el antiguo, de herencia clásica, como el actual, nacido en el medievo) hunde sus raíces en el hecho mismo religioso. No hay porqué avergonzarse de ello, ni necesidad de blanquear sus mensajes escénicamente, basta con aceptar que belleza y verdad no tienen que ir siempre de la mano. O, quizás sí. La segunda premisa engañosa supone desatender el legado aristotélico según el cual no cabe espíritu sin materia, de ahí lo errático y ambiguo de esta pretendida desubstanciación esteticista: una abstracción con rumbo a ninguna parte.

Por lo que al discurso musical se refiere, el Liceu sumó un reparto a todas luces competente, liderado por la siempre exquisita soprano Julia Lezhneva, quien hizo las delicias del auditorio catalán gracias a la belleza de su voz y a sus refinados resortes expresivos, aunque sus deambulaciones estilísticas fueran, sin ton ni son. de lo barroco a lo romántico. De gran autoridad vocal y mayor coherencia estilística se nos reveló el bajo Krešimir Stražanac, al cual cupo sumar la consumada musicalidad de Kate Lindsey (alto) y la intachable profesionalidad del veterano tenor Richard Croft.

Josep Pons, desde el foso, hizo los posibles para dotar de substancia sonora las abstracciones estetizantes de Wilson. Su discurso resultó siempre equilibrado, transpirable y fluido, aunque se movió dentro de una palmaria ambigüedad estilística. Tampoco el coro titular encontró su mejor versión en esta obra, con entradas y texturas erráticas y deshilvandas.

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