Doce Notas

El Liceu tira de baúl para inaugurar el 2024

opinion  El Liceu tira de baúl para inaugurar el 2024

Estrenada hace un cuarto de siglo en el Festival de Peralada y aplaudida en coliseos de medio mundo, esta versión del clásico bizetiano supuso un bautismo triunfal del director burgalés en la arena operística; fama que ha agigantado, a posteriori, con trabajos polémicos, provocativos y casi siempre audaces. Con esta Carmen, Calixto Bieito sentó cátedra en una forma de proceder que ha creado escuela entre los directores de la cosa lírica, a saber: trasponer la obra como un medio en lugar de un fin. Para el club de los bieitianos, la innovación, en el campo de la escena operística, pasa por valerse de grandes títulos del repertorio para alumbrar nuevos horizontes discursivos. O sea, servirse del atractivo de libretos y músicas ajenas (y de su prestigio) para dar rienda suelta a las propias inquietudes dramatúrgicas.

Esta praxis escénica se ha acabado imponiendo en los principales coliseos internacionales y ha catapultado a los registas al estrellato dentro de la tribu operística. No obstante, nihil novum sub sole. Ya en los siglos XVII y XVIII era costumbre entre los grandes divos alterar a su antojo (y a su mayor gloria) el contenido musical de las obras, amén de los directores y productores musicales que hacían lo propio en pro de adaptar textos y partituras a las posibilidades de sus recursos y a los gustos de sus auditorios.

Como germen de este interesado proceder, en la producción que nos ocupa, Bieito prescinde del exotismo marcadamente romántico de la partitura y transmuta el ambiente de gitanas, bandoleros y toreros por el de una tropa gamberra de españolazos legionarios. De este modo, el atávico costumbrismo andalusí que exhala el texto de Prosper Mérimée y la música de George Bizet es suplantado por una versión fullera, canalla y castiza de una España bravia al ardor de la bandera rojigualda y a la sombra de la silueta de un toro de Osborne. Una transposición que, no obstante insalvables incoherencias entre foso, texto y escena, funciona, en gran medida, gracias a la audacia narrativa y al innegable instinto teatral del director español. Entre otros aciertos, cabe subrayar su capacidad de hacer de la necesidad virtud en cuanto a medios escenográficos; cosa que, sin empeño a su manifiesta iconicidad, ha redundado indudablemente en el éxito de su programación allende los mares.

El coliseo liceísta la acogió por tercera vez el pasado 4 de enero, liderada musicalmente por la batuta de Josep Pons, quien estuvo más pendiente de aflorar las sutilezas discursivas de los pentagramas que de subrayar los arrojos escénicos bieitianos. De ello resultó una lectura orquestalmente preciosista aunque a menudo sonara algo despegada del voltaje dramático del escenario, sin llegar, pero, a los extremos de L’incoronazione di Poppea savallista de la pasada temporada. También los intérpretes de los roles principales, a pesar de su abnegada entrega en las tablas, se desenvolvieron con mayor prestancia en lo musical que en lo escénico.  

Clémentine Margaine fue la encargada de encarnar el controvertido rol de Carmen; un personaje que, a la luz del sesgo feminista, quiere leerse hoy como la quinta esencia de la mujer libre y empoderada, víctima, como no, de la violencia machista -aunque bien pocos la quedrían, no ya como pareja, sino como madre, como hermana o como hija. Apasionada y caprichosa, embaucadora y desafiante, seductora y arrojadiza, malhechora y orgullosa, franca y supersticiosa; Carmen representa, como pocos, el prototipo ambivalente de mujer temida y deseada, embriagadora e hiriente, desprendidamente egoísta y subyugantemente funesta. Un perfil tan alejado de la madre sacrificada y virtuosa como de la mujer empática, honrada y trabajadora. Como un Don Juan en femenino, toda ella es pulsión en estado bruto: Eros y Tánatos. Su ímpetu insaciable de libertad -léase libertinaje- siembra su propia condena.

Pues bien, el día del estreno, la Carmen de Margaine se nos antojó más seductora en lo canoro que en lo escénico. Dotada de una voz caudalosa y de timbre carnoso, se la escuchó más segura en el registro vocal que en los movimientos escénicos, aún dejándose la piel en éstos. Algo parecido podemos decir de Michael Spyres, un tenor baritonal que supo hacer justicia al rol del atormentado Don José, con una recreación canora irreprochable y una implicada interpretación escénica. En el tercer y cuarto actos, la desenvoltura dramática de ambos ganó enteros, culminando con una notable recreación del trágico dúo final. Simon Orfila defendió con buen oficio y notables medios el rol de Escamillo, mientras que la Micaëla de Adriana González fue, probablemente, la interpretación más redonda de la velada, por intensidad, sutileza e incisión canoras y por veracidad dramática.

Muy notables el Remendado y Dancaïre de Carlos Cosías y Jan Antem, respectivamente; así como también la Francisquita de Jasmine Habersham y la Mercédès de Laura Vila. Entre el resto de coprimarios, es de justicia destacar el vigoroso Morales de Toni Marsol. El coro titular defendió con solvencia su cometido muiscal, así como también las voces blancas del Cor Infantil – Veus Amics de la Unió, firmando ambos también un encomiable trabajo escénico.

_____

Salir de la versión móvil