
© Esmeralda Martín
Exige cadencias muy lucidas y logra, dentro de una escritura muy libre, pasajes de gran atractivo e intención. Desde luego la compositora no desconoce la importancia del pasado cuando afirma: “Toda composición es el resultado de una búsqueda personal y solitaria, pero también de las músicas que han nutrido, aman o ha amado el compositor”. El libreto trata de resumir, algo prácticamente imposible, las 600 páginas, más o menos, dependiendo de la edición, del original. El trabajo está hecho con inteligencia, pero, como es lógico, dejándose fuera hechos, personajes, miradas y aspectos sociales y filosóficos, otorgando a la narración un aire generalmente satírico, que deforma en algún aspecto lo escrito por Leopoldo Alas.
La música se pliega como un guante al texto. Abundan los recitativos, a veces demasiado repetitivos, atenidos a las mismas pautas, pero no se excluye el cantabile e incluso los números cerrados. Hay dúos y hasta tríos perfectamente armonizados. Y temas que aparecen aquí y allá dependiendo del personaje y la situación. Partitura trabajada con conocimiento, de signo generalmente ecléctico, que no excluye disonancias y discursos no estrictamente tonales. Hay acordes sintomáticos, giros explicativos, que se repiten en exceso. Pero el empleo de los timbres, más o menos alusivos, revela la buena mano de la compositora, que maneja con suma habilidad un conjunto de 15 músicos, con voces individualizadas. Hay piano, celesta y una muy abundante percusión, en la que predominan las láminas.
La visión escénica de Bárbara Lluch, siempre imaginativa, une distintas épocas históricas en los atavíos y convierte a Ana Ozores en una suerte de muñeca que unos y otros mueven a su antojo: sus trajes son una especie de recortables de los de antes. Es un personaje absolutamente desvalido, visto quizá con una sola luz. La caricatura es a veces excesiva y se aleja del naturalismo, que es la estética a la que se puede adscribir la obra. Aunque, claro, esta tiene mil luces. Acertado el anfiteatro con barandilla desde el que se mueven y se expresan los personajes y el pueblo. Puede que excesivamente larga la escena del coito entre Ana y Mesía. Poco probable que en la realidad pueda mantenerse durante tantos minutos un equilibrismo semejante.
La interpretación musical merece nuestros plácemes. En el foso Jordi Francés impartió seguridad, gesto claro sin batuta, atención al detalle. Lectura contrastada y explicativa de una composición que tiene muchos pliegues. Contó con un excelente reparto. Al frente de él la soprano María Miró, una lírica de reducido estuche, de sonido homogéneo y técnica probada. El papel no exige especiales dificultades, más allá de algún salto interválico que otro. Pero hay que estar durante más de hora y media en estado permanente de alerta vocal y de actitud teatral. Y lo consiguió.
Bien David Oller, barítono muy lírico, como Magistral, cuya voz no está tan alejada en lo tímbrico de la del tenor Vicenç Esteve, seguro y expresivo como Álvaro Mesía. Rotundo y sonoro, aunque en exceso nasal, Cristián Díaz, un bajo auténtico, como don Víctor, marido de Ana. Seguro y resuelto como siempre el tenor ligero Pablo García-López, Bien asentada y vibrante la soprano lírica María Rey-Joly, en su sitio Anna Gomá, mezzo, y severa y expresiva la también mezzo Laura Vila como madre del Magistral, a la que Manchado obliga a cantar un solo nada fácil poblado de vocalizaciones, salvadas hasta cierto punto, con sonidos variables. Bien el aguerrido contratenor Gabriel Díaz en el papel de Sapo.
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