
Cortesía del Festival
Lo hizo, recuperando su primera obra importante, el oratorio Giuseppe riconosciuto, estrenado en Nápoles el año 1736 y recuperado a finales del pasado siglo por el malogrado musicólogo Josep Dolcet.
No era la primera vez que la música de Terradellas sonaba en este escenario estival. Hace algo más de una década, un concierto de la soprano Maria Grazia Schiavo y el ensemble Dolce & Tempesta en la iglesia de Sant Genís de esta villa ampurdanesa motivó la edición de un Cd, impulsado por el mismo festival, que aun hoy constituye una de las escasas referencias discográficas de este coloso musical con raíces catalanas . Nacido en Barcelona el 1711 o el 1713 -los historiadores aún no han podido acreditar el año preciso-, bien pronto se trasladó a Nápoles, por aquel entonces la capital operística europea, donde se formó en una de sus principales instituciones musicales, el Conservatorio dei Poveri di Gesù Cristo, bajo el magisterio del ilustre Francesco Durante, gran maestro de los aclamados compositores de la escuela napolitana. En esta ciudad italiana estrenó precisamente el oratorio que nos ocupa, Giuseppe riconosciuto, en realidad una ópera sacra en tres actos, que cabe considerar como su primera obra importante. En ella, Domenico Terradeglias -con su nombre ya italianizado-, no solo conjuga lo mejor de la música italiana de su momento, sino que apunta ya soluciones e innovaciones que desarrollará en sus ulteriores producciones escénicas.
A los treinta años lo localizamos ya en Roma como maestro de capilla en la iglesia de San Giacomo degli Spagnuoli, aunque sus principales éxitos se darán en el campo teatral, con la estrena de títulos como La Merope (1743), en el Teatro delle Dame de Roma, o Artaserse (1744), en el San Giovanni Grisostomo de Venecia. Siguiendo la estela de otros maestros como Händel, Galuppi y Porpora, su reconocimiento operístico le aventuró a probar fortuna en Londres, donde estuvo al frente del Kings Theater Haymarket y estrenó títulos aclamados como Mitridate (1746) y Bellerofonte (1747). Por aquel entonces su prestigio ya merecía los elogios de las plumas más eruditas del momento, como la del musicólogo Charles Burney y la del ilustrado Jean-Jacques Rousseau, quienes no vacilaban en situarlo entre los grandes creadores de su tiempo. Aunque su biografía está llena de lagunas e incertidumbres -el estudio biográfico más reciente escrito por Josep Dolcet, su principal investigador, aún resta inédito (¡!)-, parece ser que después de Londres recaló en diversas capitales europeas, entre las cuales se han apuntado Bruselas, París, Turín y Venecia, antes de asentarse nuevamente en Roma, donde moriría en extrañas circunstancias el año 1751. Su cadáver fue hallado en el Tiber, dando lugar, años después, a una leyenda negra sobre su muerte en la que se verían implicados compositores rivales.
Sea como fuere, más de trescientos años después de su nacimiento, su nombre y su obra siguen en un olvido a todas luces injustificado e injustificable. Por las referencias de su época y por la certificación de la escasa música suya recuperada, podemos afirmar sin titubeos que probablemente estamos ante compositor más notable que ha dado de sí España desde Tomás Luís de Victoria. ¿Cabrá seguir esperando, como en el caso de Gaudí, El Greco y tantos otros, que finalmente sean estudiosos de fuera quienes vengan a redescubrirlo? Los países se definen mejor por sus olvidos que por su memoria. El nuestro, tan dado a los eslóganes memorialistas, acusa un amnesia cultural realmente preocupante.
Afortunadamente, siempre existen destellos ilusionantes y esperanzadores, como los que tradicionalmente viene impulsando este festival catalán de la Costa Brava, donde el compromiso con el patrimonio musical y la promoción de talentos emergentes van de la mano con felices resultados, como el de la pasada noche de Santa Marta en el auditorio Espai Ter. Allí se dieron cita la formación historicista Vespres d’Arnadí y un grupo de cantantes españoles conducidos por el clavecinista Dani Espasa, quien lleva tiempo demostrando sus credenciales y aunando éxitos en el campo de la arqueología musical. A ellos debemos una lectura fresca, vitalista y electrizante de las páginas de este oratorio de juventud terradegliano. Una partitura virtuosa en recursos expresivos y belcantismo canoro, con dibujos incisivos de las voces y una instrumentación de gran aliento dramático que las huestes lideradas por Espasa supieron poner en valor.
Gracias a su ejemplar labor interpretativa, bien pronto se puso en relieve que, lejos de vanos efectismos sonoros y pirotécnica canora, la música de Terradellas profundiza en la introspección psicológica del texto y de los carácteres, desarrollando un intenso ejercicio de retorica musical. Su dramatismo musical es sumamente rico en matices dinámicos, modulaciones armónicas y recursos expresivos – arias, recitativos acompañados, dúos, cuartetos, números corales-, a la vez que explora una variedad de situaciones y afectos con brillante colorido. Alicia Amo (Giuseppe), Rafael Quirant (Giuda), Mercedes Gancedo (Beniamino), Anna Alàs (Simeone), Jorge Navarro (Tanete) y Roger Padullés (Cabri) se sumergieron en sus pentagramas con envidiable sentido estilístico para ofrecernos una entregada y emotiva recreación. Un quehacer redondeado por la extraordinaria interpretación de la orquesta historicista catalana, liderada desde el primer violín por la magistral Farran James y conducida con vibrante pulso e intenso brío por Dani Espasa desde el clavecín.
Sería una pena imperdonable que esta feliz producción no pudiera escucharse en otros escenarios peninsulares.
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