Doce Notas

La plensada liceísta

opinion  La plensada liceísta

Empezó el año con una Tosca “a lo Passolini”, ampliamente protestada por el público, a la cual ha seguido la carnavalada del Macbeth verdiano de Jaume Plensa. Una producción, esta última, vendida a los cuatro vientos como el gran acontecimiento de la escena lírica internacional y que, a las vistas de su resultado, ha quedado en poco más que una desafortunada boutade.

La actual sequía de nuevos títulos, debida a la incapacidad de generar unas composiciones mínimamente atractivas para el público común (fenómeno que se da en la ópera y en la música sinfónica, pero no en el cine ni en el teatro musical), empuja a los programadores líricos a apostar por los grandes títulos del repertorio a partir de puestas en escena revisionistas o bien a exhumar títulos olvidados del pasado, paradójicamente, más del agrado del público actual que el grueso de las creaciones contemporáneas. En el primero de los casos, grosso modo, se dan dos situaciones: la de aquellos registas que intentan profundizar en las aguas polisémicas que todo gran clásico alberga, con el objetivo de reflotar una lectura que interpele la escena contemporánea, y, por el contrario, se da el proceder de aquellos directores que, lejos de mojarse ni provistos de neopreno, pretenden tan solo proyectar su particular constelación estética, valiéndose como palanca de la obra que se tercie. Desafortunadamente, por motivos muy diversos (vanidad, mediocridad, egolatría y un lago etcétera) son estos últimos los que más abundan. O sea, los que, en lugar de ponerse al servicio de la obra, rinden la obra a su servicio. Tal fue el proceder del cotizado escultor Jaume Plensa en el caso liceísta que nos ocupa.

A pesar de confesarse un apasionado de la obra shakesperiana, no se nos antoja nada más alejado del denso dramatismo de las atmósferas macbethianas que los rostros de niñas zen y las estructuras de letras metálicas que han hecho universal al escultor catalán. Cuando el joven Verdi quiso abordar Macbeth, dejó a un lado el lenguaje belcantista que tantos éxitos le había reportado para sumergir-se de lleno en un nuevo concepto de realismo musical, alumbrado desde la propia intensidad del abismo dramático. Lejos del ejemplo verdiano, Plensa ha querido volcar en la escena liceísta su redundante iconografía sobre el mar de fondo verdi-shakesperiano. Y, como era de esperar, cual Titanic, la propuesta ha acabado en naufragio. En una obra en la cual hasta el silencio es hiriente, el escultor, venido a regista, juega al vacío escénico más absoluto en numerosos pasajes, mientras que en otros, el fragor de la batalla o las lúgubres cavernas de hechiceras se entremezclan, sin ocasión ni acierto, con sus icónicos rostros durmientes y sus sopas de letras monumentales, a los que cupo sumar un bosque de siluetas con eslóganes de autoayuda y una tira de ropa con un interrogante rotulado que rayó la vergüenza ajena. No se discute aquí la valía estética de universo Plensa, pero, sin duda, éste estuvo a las antípodas de la sensibilidad que música de Verdi y el texto de Shakespeare reclaman.

Afortunadamente, la parte musical fue por otros derroteros ya el mismo día de la estrena. El maestro Josep Pons, a pesar de dilatar algunos tempi para acompasar el estaticismo escénico, nos brindó una lectura honda y ungida de la partitura verdiana, entresacando unas sonoridades del foso que hicieron las delicias de los paladares más exquisitos, incluso los de aquellos que cuestionaban sus capacidades al poco de emprender su, a todas luces exitosa, aventura liceísta. Los intérpretes también nos dieron buenas dosis de alegría, a pesar de que la desnudez del vasto escenario liceísta perjudico la proyección de las voces. Sin poseer una voz muy caudalosa, Luca Salsi abordó el rol titular con gran autoridad escénica, consumando un trabajo expresivo cuasi liederísco que redundó en una extraordinaria encarnación dramática del personaje. Su Macbeth fue ganando enteros a medida que avanzó la representación, culminando su labor con una merecida ovación del público. La pérfida Lady Macbeth encontró una intérprete de profundo calado en la aclamada Sondra Radvanosky, a pesar de los infructuosos intentos de Plensa por blanquear el personaje (en el imaginario de la cultura woke imperante, no cabe mella de maldad en el universo de lo femenino). La norteamericana cuenta con una pléyade de fans en la capital catalana que, sin duda, habrán incrementado sus filas después meterse en la piel de la oscura dama verdiana. Si bien en sus primeras intervenciones su instrumento pareció acusar cierta fatiga en los agudos, al poco rato su prodigiosa técnica y su absoluta entrega dramática lograron hacernos olvidar el universo paralelo plensiano y zambullirnos en lo más hondo de la tragedia shakesperiana. Erwin Schortt fue un Banquo dotado de un portentoso instrumento, mientras que Francesco Pio perfiló un Macduff de nobles acentos mozartianos. El Malcom de Fabian Lara fue otra de las alegrías musicales de la velada, así como también la espléndida dama de Gemma Coma-Alabert. Completó con gran eficacia el cast de coprimarios, el barítono David Lagares, alternando varios roles.

Sin caer en alarmismos, cabe consignar que el nivel del coro titular no pasa por sus mejores momentos, aun más cuando en tiempos no muy lejanos fue el buque insignia de los cuerpos estables del teatro. No obstante, su labor cumplió con el cometido. A las masas corales cupo sumar esta vez un cuerpo de ballet contemporáneo. Al optar el Liceu por la versión francesa de la obra, tuvimos ocasión de disfrutar del ballet del tercer acto, magníficamente interpretado por la orquesta y las dinámicas coreografías de Antonio Ruz, estás sí ajustadas al espíritu de la obra.

 

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