Doce Notas

Un Norma saturada de nacionalcatolicismo

opinion  Un Norma saturada de nacionalcatolicismo

El pasado 25 de julio, Sonya Yoncheva fue la encargada de defender el rol titular de sacerdotisa gala en el coliseo catalán; todo un reto para cualquier soprano que se precie. El compromiso no era ninguna novedad para la cantante búlgara, quien ya lo había abordado con gran éxito en el estreno de esta misma producción el 2016 (substituyendo a Netrebko), en el Convent Garden londinense.

En la presente ocasión, su interpretación fue ganando enteros a medida que avanzó la representación. Los tintes oscuros de su instrumento casan bien con el dramatismo que exige el personaje, no obstante, tanto su célebre cavatina “Casta Diva” como el resto de concertantes del primer acto sonaron tensos y con reiteradas estridencias en los agudos, amén de un fraseo no especialmente modulado. Todo cambió, sin embargo, en el segundo acto, cuando la intérprete ofreció la mejor versión de sí misma, desplegando un canto rico en matices, intención y acentos dramáticos que le valió la ovación final del público. Tampoco tuvo su mejor primer acto el partenaire Airam Hernández en el rol de Pollione. El tenor canario posee un instrumento caudaloso y bien timbrado, no obstante sus intervenciones iniciales resultaron empañadas por reiterados desajustes en el registro agudo y una línea de canto poco refinada. En el segundo acto, a pesar de que su papel es más limitado, logró matizar con mayor empeño. Completó el trío en discordia, la mezzo Teresa Iervolino, quien presto seguridad y solvencia al rol de Adalgisa, un papel que encarnó con gran vigor dramático aunque también acusó problemas en el registro superior.

Profundo y rotundo resultó el Oroveso de Marko Mimika, así como muy logrados la Clotilde de Núria Vilà y el Flavio de Néstor Losán. El trabajo musical del coro y la orquesta titulares bajo la batuta de Domingo Hindoyan fue digno y cumplidor, sin estridencias a remarcar pero tampoco sin sutilezas a destacar. Respecto a la puesta en escena firmada por el furero Àlex Ollé – artista residente del teatro -, brilló más por su circunstancia que por su substancia.

El gran mérito del su trabajo escénico residió, sin lugar a dudas, en la plástica y monumental escenografía concebida por Alfons Flores. Un aparato escénico conformado por una tupida red de crucifijos (mil docientos) que van modulando los distintos espacios escénicos a lo largo de la representación, con gran sugestión estética y un extraordinario sentido de la iluminación. Pero ahí queda la cosa. El recurso tan manido de sacar a relucir el nacionalcatolicismo, en esta ocasión a cuento del supuesto fanatismo religioso y belicista del pueblo galo, resulta a estas alturas (pasado medio siglo, con el dictador fuera del Valle y una ley una ley de revisionismo histórico en danza) una ocurrencia más que trillada, cuando no obsoleta. Eso sin contar con el agravante de propiciar no pocas puntadas de pie al libreto del malogrado Felice Romani.

Puestos a ampliar horizontes y a ser actuales, el director residente del Liceu podría haber alzado el vuelo y buscar paralelismos, por ejemplo, en el fanatismo religioso y militarista de no pocas facciones islámicas, en donde el clima de opresión, tabús e intransigencia es infinitamente superior a la más rancia de las actuales acepciones del cristianismo. O también en el reciente extremismo y el ensañamiento genocida del budismo birmano para con las minorías musulmanas… Pero para ello, por supuesto, habría que abandonar el confort de la provocación fácil y el oportunismo recurrente (y políticamente tolerable) y adentrarse en unos terrenos en donde el valor, la agudeza y el ingenio requieren de mayor empaque para denunciar contextos incómodamente hirientes. Realidades mucho más hondas y trascendentes que el morbo pueril de una Norma travestida de obispo o la beatería grotesca de un desfile de galos con indumentarias de nazarenos y uniformes trasnochados a estas alturas de siglo XXI. Así las cosas, el franquismo aún da de comer a muchas bocas.

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