Todos hemos tenido alguna vez la sensación de que las cosas funcionan gracias al esfuerzo de una mayoría desconocida y a pesar de la gestión de los que se ponen al frente de ella… la empresa va para adelante a pesar de ese jefe, un país avanza a pesar de… Bueno, pues quizá en música orquestal puede pasar algo parecido a veces: los músicos de la Orquesta Philarmonique de Monte-Carlo hicieron un trabajo excelente tocando obras difíciles para los solistas como Le tombeau de Couperin, de Ravel, su Concierto para piano en sol mayor y la Cuarta Sinfonía, de Chaikovski.
Afortunadamente no siempre ocurre así. Pero es que en un mundo plagado de mentiras y verdades maqueadas, descubrir a alguien que destaca y es sincero se convierte en un regalo casi divino que además pone en evidencia a quien no lo es. Sincero con lo que hace, con lo que predica aunque sea calladamente, o sonoramente. Una extraña honestidad irradia Martha Argerich, y no es (o al menos no solo) que no se tiña el pelo… Desde la primera nota que sonó al piano, y eso que su sonido era más bien pequeño al aire libre del Palacio, lo inundó todo: un sentar las bases de algo, un marcar tendencia, un mirar al director… aunque era mejor seguirla a ella, como muchas veces hicieron los músicos de la orquesta que se dejaron llevar por su magisterio sonoro a pesar de todo.
Ravel el orquestador nos hace disfrutar con cada sonido que pone a cada músico de la orquesta; sus melodías originalmente escritas para el piano son bellas y recuerdan esas danzas de época, pero arregladas con esos contrastes mezclados entre la cuerda y el viento, con esas combinaciones entre las maderas, con esa delicadeza de timbres y adornos nos lleva a otro mundo sonoro. Cada músico de la orquesta cumplió sobradamente su función de coloreador de ese mundo. Algunos pulsos estaban marcados tan etéreos que se perdía la esencia de la danza, pero el tejido sonoro de unos pocos hilos muy finos estaba perfectamente tramado.
¡Qué tipo, este Maurice Ravel! decidido a escribir un concierto de piano y tardando más de lo que pensaba en ello, no le importó hacer una miscelánea ecléctica con los temas folclóricos del País Vasco que había planeado usar en un principio, más citas del ballet Petrushka, de Stravinsky, junto a ritmos y armonías tomados del jazz, con una influencia descarada de la Rhapsody in Blue, de Gershwin. Este conjunto es difícil de ensamblar y sin embargo la diosa Atenea del piano consiguió darle un sentido y una unidad. Hay que hablar del incalificable segundo movimiento del concierto, Adagio assai, que inició ella sola en su mundo de creación propia al que poco a poco se fueron uniendo los instrumentos en un intento de no deshacerlo. En un momento dado, la historia se tuerce, se tuerce tanto que parece imposible que siga adelante -¡qué duras vivencias había experimentado Ravel para escribir algo así de traumático!- pero sigue. La Argerich consiguió llenar de sentido trágico ese cruce de melodías entre los vientos y el piano; el corno inglés, el oboe, fantásticos.
Como propina, muy insistida por parte del público, ofreció la Gavotte I y II, de la Suite Inglesa nº 3, de Bach. De nuevo lo volvió a hacer: crear una magia especial, un sonido suyo, único, personal, atemporal y perfectamente coherente. La profunda verdad de lo que siente hecha música.
La música de Chaikovski es tan grande, tan efectiva, tan potente que se entiende, a pesar de todo. Ni los tempi, ni el espíritu de las melodías, ni las entradas a los músicos (que desde luego no las necesitaban), ni las proporciones entre los temas, ni la mezcla de éstos (y es una sinfonía hecha para la fusión final de los temas) fueron del gusto de quien escribe. Ese aspecto estridente y alterado de Chaikovski que se destacó (tocado muy rápido, casi precipitado, tirando de recursos de batuta muy experimentados) es solo la verdad aparente del compositor. Alguien salió del concierto diciendo que “Chaikovski no es Beethoven, claro”, diciéndolo con cierto desprecio… Sin embargo un Chaikovski interpretado con la profundidad del Beethoven que le sirve de inspiración puede gustar igualmente o más.
Acostumbrados a esa superficialidad, a esas medias verdades, igual no nos damos cuenta de que a lo que vivimos le falta fondo, trascendencia. Pero si la verdad se coloca junto a lo aparente… entonces no podemos sino admirar a una diosa del piano y colocarla en el Olimpo que le corresponde.
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