
© Anna Flegontova
Aparece en el escenario enfundado en su pingüino, con su pelo blanco, andando despacio, algo estático, el maestro Sokolov… que va a interpretar a Beethoven, Schumann, Brahms y, fuera de programa, Rachmaninov y Bach-Siloti. Todas las obras están formadas por piezas más o menos breves aglutinadas por temática musical o literaria, todas responden a la esencia de sentimientos tan profundos como efímeros, tan personales como compartidos.
Comenzando por las Variaciones, op. 35 “Heroica”, llamadas así porque usan como tema el Finale de su ballet Las criaturas de Prometeo, utilizado también en la Sinfonía nº 3. Estas extrañas variaciones construidas a partir de la melodía del bajo de la contradanza original reflejan el sarcástico humor de un Beethoven decidido con su personalidad indomeñable a renovar la escritura para piano y las formas compositivas después de su “crisis” de Heiligenstadt. Sokolov toca con continua brillantez y dulzura cuidada, algo amanerada quizá, una obra extremadamente cambiante y llena de caracteres dramáticos: por momentos epatante, socarrona, melancólica, inocente, según las variaciones: los tres primeros números hasta la aparición completa del Tema son expuestos muy bellos, muy suaves, mostrando desde un principio la articulación digital precisa de la que el maestro es capaz, quizá sin la sequedad de la ausencia de pedal requerida por esa tosquedad, por esa ironía a carcajadas que algunos juegos bethovenianos sugieren (tres acentos secos sobre tres notas al unísono que dejan sobrecogido al oyente primerizo y a la libertad de su imaginación). A medida que van apareciendo las variaciones, el virtuosismo incuestionable del intérprete, como en su día el de Beethoven, se pone de manifiesto, y se realiza por encima de las referencias a Mozart, a una sencilla canción popular, a Haydn, al ritmo de danza marcado por las terceras repartidas por todo el teclado, a los mordentes insistentemente errados; Beethoven cita el estilo de Haendel, de Bach e incluso se cita a sí mismo. Sokolov lo toca más llamativo que neoclásico, pero prepara la fuga de forma auténticamente heroica y ésta, muy libre en tiempo y modo, queda deslumbrante.
Los tres Intermezzi op. 117, de Brahms están entre las últimas obras para piano del autor. De una gran expresividad dramática, estructurados los tres en tres secciones, de las cuales la tercera es la repetición de la inicial, desarrollan la premisa típicamente romántica de que tras haber transcurrido un episodio diferente, la recapitulación del principio no puede ser igual. En estas piezas Sokolov no solo encuentra el medio idóneo para dejarse llevar por el lirismo innato de su técnica de legato, de fraseo y de pedal, sino que además sabe desentrañar esos sucesos sonoros tan evocadores haciendo aflorar de forma orgánica el significado de lo inexpresable.
Una de las obras cumbre del pianismo schumaniano es la colección de piezas Kreisleriana, op. 16, llamada así por Kreisler, el personaje creado por E.T.A. Hoffmann. Schumann se identifica con este autor como el escritor que es también él mismo, por ser defensor de la música profunda y verdadera en contra de los “filisteos musicales” y porque las aventuras y excentricidades del personaje le servían como excusa para exponer de forma programática una variedad de caracteres con los que él mismo se identificaba; los cambios de humor, de estado, de personalidad se reflejan en estas piezas. Pero esas particularidades son expresadas a través de una técnica compositiva para piano exigente y evolucionada. Empieza Sokolov con furia los tresillos del nº 1, culminantes en un agudo perfectamente colocado; destaca la limpieza y la dulzura de la sección central. El nº 2 está escrito en forma de rondó, con un retorno por tres veces a la preciosa y comprometida melodía inicial (muchas decisiones bien tomadas), Sokolov hace su especialidad en el Intermezzo II: los arpegios acompañantes recorriendo varias tesituras del piano acabando en el agudo; y después una última repetición del Primer tempo con ese “volver para no ser igual”. En la nº 3 se representa con el ritmo un movimiento obsesivo, cabalgante; Sokolov mueve el tempo a mucho más lento, se agarra a los acordes, se centra, los sacude: el nº 4 es una melodía triste que se convierte en un cuento, pero algo se ha perdido. En el nº 5 hay también una mención al pasado, está escrito como una fughetta y tocado de forma muy impulsiva. El nº 6 es una nana (al igual que el Intermezzo I de Brahms), que comienza piano, pero aquí el intérprete hace un enorme crescendo marcando el carácter contrastante. Se anticipa el vertiginoso final ya en el nº 7, cuya sección central es un contrapunto hecho algo alocado. El finale nº 8 se interpreta muy amalgamado de pedal (la melodía quedará en la memoria de Schumann para ser reutilizada en su Sinfonía nº 4), pero evoluciona hacia un campaneo timbrado de acordes repetidos, un reto técnico totalmente obsesivo y evocador que representa por fin la personalidad del Schumann más auténtico, como consigue hacernos ver Sokolov; el final escrito en decadencia hacia el grave en pianissimo no es tranquilo.
Pero es que el concierto no ha acabado; el maestro va a regalarnos su repertorio más característico, donde puede dejarse llevar, donde, por paradójico que parezca, brilla con una facilidad aún más asombrosa. Su primera propina es una Ballada, de Brahms, de la op. 118, muy apropiada por sus referencias a Schumann, muy hermosa. Y sigue con una serie de Preludios, de Rachmaninov, de la op. 23 (los números 2, 4, 9 y 10) a cada cual más perfecto, de dificultades técnicas inverosímiles convertidas en bellezas incuestionables. El público en pie, admirado más aún tras cada pieza. Un desgranar gracias en un alarde final de su capacidad memorística después de todo un concierto de memoria. Y es que quizá el personaje romántico que mejor sabe interpretar, con quien se identifica más es Rachmaninov.
Como último detalle y cierre de un concierto trufado de referencias al pasado tocó el Preludio BWV 855ª, de Bach arreglado por Alexander Siloti. Grigori Sokolov salió del escenario como había entrado, estático, pero ninguno de nosotros estaba en ese estado de ánimo.
__________