Un concertista no es solo quien puede tocar un repertorio; es quien sabe defenderlo frente al público. Por ejemplo, el propio Chopin parece que confesó a Lizt una vez: “El público me intimida, me siento asfixiado, paralizado por sus miradas curiosas, mudo ante estas fisonomías desconocidas”. Es probable que por esta razón sus conciertos fueran preferiblemente privados, donde encontraba “fisonomías amigas”, y donde no tenía que forzar su sonido para que llegara hasta el último rincón de una sala de conciertos. Entonces un buen concertista es quien, además de dominar el repertorio (como el propio Chopin hacía sobradamente pues componía para sí mismo) sabe enfrentarse a esas “miradas curiosas”. Pero no solo eso, un gran concertista es quien, por añadidura, manipula la materia del concierto de forma coherente y personal, justificando así que el público esté hora y media sentado mirando fijamente hacia el escenario… escuchando.
El sábado pasado los asistentes al Auditorio Manuel de Falla de Granada miramos a Ivo Pogorelich y escuchamos su propuesta de obras del Chopin de los últimos años.
Lo primero y principal que apareció en la Barcarolle, op. 60, fue su sonido. El sonido inmenso que se alzaba como una torre humana; como una columna a veces, otras como una cortina que apenas deja traspasar nada. Pogorelich alardeó de él a lo largo del concierto (si bien no siempre con el mismo éxito). Esta primera pieza fue tocada de forma sentida y doliente, con los saltos característicos del Chopin de juventud, con los dobles trinos de virtuosismo de siempre, pero con unos picados del acompañamiento ternario hirientes quedó una pieza más dramática de lo que se suele tocar. Aquí el pianista nos dejó aplaudir condescendiente, pero se debió decir: “nunca más”. Él también necesitaba centrarse.
La Sonata en si menor, última de las que compuso Chopin, se ciñe a una forma clásica pero con una realización musical rebuscada, siempre de un virtuosismo audaz. En ella el pianista croata alternó zonas de sonoridad más masiva y algo estancada con otras secciones de gran belleza melódica, como por ejemplo en los temas cantabile del primer movimiento. El segundo movimiento fue interpretado a gran velocidad, quizá con una densidad particular, obviando los ágiles matices armónicos y melódicos del Scherzo. Pero el Largo… En el Largo consiguió la concentración a través de ese sonido tan personal enormemente diferenciado entre la mano derecha y la izquierda que utilizó varias veces durante la tarde. El acompañamiento en soto voce, como un eco lejano, el canto bien destacado, casi descarado. Con sus dedos hundidos en la masa del teclado la reexposición de la melodía principal quedó perfectamente equilibrada, él estaba arrobado y gran parte del público, si no todo, también. Después de esto atacó el Finale con el carácter perfecto y un virtuosismo de las escalas en cascada impecable. Inevitable el aplauso.
La segunda parte del concierto comenzó con la Fantaisie, op. 49. Aunque aquí volvimos a encontrar ese muro infranqueable de sonido -como de defensa-, brillando por su necesitada existencia los pocos silencios musicales que en el concierto hubo, Pogorelich hizo algunos juegos sonoros muy hermosos, por ejemplo, dejando colgar los acordes por su propio peso sonoro en la sección central, “Lento sostenuto”. Fue entonces cuando el concierto alcanzó su punto culminante; si en la música clásica (como en el Primer Concurso de Cante Jondo celebrado en Granada, que cumple ahora 100 años) se hablara del “duende”, allí estaba. El final de la Fantaisie se enlazó, sin disrupción por parte de nadie (todos callados), con la Berceuse, op. 57, y entonces el por fin respetado público consiguió una nana con el equilibrio perfecto entre las voces extremas: el bajo de arpegios obstinado y el canto lírico pronunciado, tan dulcemente, a veces acompañado por otra voz dibujada con distintas imágenes sonoras: como gotas de agua golpeando el cristal dolientes… ¿Cómo aplaudir ahí?
La Polonaise Fantaisie, op. 61, fue otra obra abrumadora de sonido y destrezas; aquí a veces sus fuertes tapaban incluso el propio motivo rítmico de la polonesa. No demasiado perfilada en los motivos y la estructura, pero sí representando los sentimientos angustiados del autor.
Fuera de programa Pogorelich presentó, callando los aplausos del público (ese muro de sonido, esa mano que alzada lentamente indica: ¡ya basta de aplausos!), una primero y después la otra, las dos piezas que dio de propina: el Preludio, op. 45, y el Nocturne, op. 62, nº 2, ambas, especialmente la primera, de realización bellísima con alardes técnicos que se remontan a sus años de juventud (como probablemente las partituras que usaba de las obras).
Ivo Pogorelich cautivó, de una manera u otra. Por todo esto no es un gran concertista: es uno excelente. Puede proponer y propone la estructura de un concierto. No es sólo ser capaz de tocar un repertorio; es escoger el repertorio… es planear el cuándo y cómo de todo. Elegir cada momento, dominar el escenario, incluso a los asistentes (quizá demasiado). Comprobar como público que la primera nota que dio se corresponde con la última de la segunda propina, desde el fa# grave de la Barcarolle hasta el mi final del Nocturne nº 2. Un viaje que termina… y volvemos mejor de lo que empezamos.
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