Doce Notas

Un Strauss colorista. Mercie beaucoup, François

opinion  Un Strauss colorista. Mercie beaucoup, François

OV-Leleux. Foto Live Music Valencia

Stille Musik, una pequeña pieza en tres movimientos del compositor V. Silvéstrov, fue la encargada de abrir un concierto que prometía. La orquesta interpretó de manera limpia la composición, en la que el ucraniano usó, entre otros recursos, los pizzicati para conseguir ese efecto de música intimista. Si bien por momentos dio la sensación de que hubo algunos pequeños desajustes, la formación -en plantilla reducida- consiguió una sonoridad cálida y delicada, a pesar de la estrecha gama dinámica de la pieza.

Leleux, cuya preeminencia como oboísta y director es reconocida internacionalmente, interpretó un brillante Strauss, obra con largas frases sin respiraciones que en ocasiones hacen pensar más en un concierto para violín que para un instrumento de viento. No sabemos si fue lo que esperaba John De Lancie, oficial de inteligencia del ejército estadounidense y oboísta en Pittsburgh, que tras varias visitas al compositor en su residencia familiar de Garmisch, insistió en que el alemán compusiera un concierto para oboe. Unos meses después de darle la negativa, Strauss terminaba el concierto, escribiendo en el manuscrito «Concierto para Oboe sugerido por un soldado americano, oboísta de Chicago» (confundiendo Pittsburg con Chicago), ya que había olvidado el nombre de De Lancie.

Escuchar a Leleux fue de una belleza inusitada. Desde casi el inicio de la obra, el solista nos demostró que no solo es capaz ante la exigencia de frases muy largas, sin posibilidad de respirar, sino que la forma en que tomaba el aire y lo mantenía fue algo especialmente prodigioso. Todo un desafío al que el francés se enfrentó con serenidad y resultó proverbial cómo mantuvo el caudal sonoro sin tensiones ni altibajos. Dejó su huella en el lirismo que contiene la obra, y produjo efectos sorprendentes de colorido en los cromatismos. Alexander Liebreich supo llegar hasta lo más recóndito de la obra y la orquesta le respondió con calidad (lástima que la acústica de la sala no recompensara la gesta…), mientras el solista desplegó su arte de manera serena, melancólica, sin desfallecer, durante sus tres movimientos sin pausa. Quedó visible la ingeniosa relación labrada entre orquesta y oboísta, poniéndose de manifiesto desde el primer movimiento con el refinado diálogo con las maderas, la flauta de Salvador Martínez, el oboe de José Teruel y el clarinete de Enrique Artiga, o en la manera en la que se aumentó casi imperceptiblemente la tensión. Vimos como en el tercer movimiento, Leleux resolvió con destreza y maestría los cambios de registro. Liebreich tanteó un sonido más denso, sin extralimitarse ni perder franqueza. Una vez finalizada la proeza, el carismático oboísta alzó a la audiencia (más numerosa que de costumbre), y tras varias entradas y salidas debidas a los incesantes aplausos (a los que el solista parece ser adicto), la deleitó con un fragmento de la Fantasía nº 6 de Telemann. Se notaba que Leleux deseaba repartir alegría en estos tiempos trágicos (la bandera de Ucrania sigue luciendo en el auditorio), tal y como manifestó el propio Strauss al finalizar la Primera Guerra Mundial, y lo consiguió. Lo consiguieron.

La Sinfonía nº 8 en sol mayor, op.88, de A. Dvořák completó el programa. Estrenada por el propio compositor en Praga en 1890, tiene instantes inmortales dentro de la historia de la música. Casi toda ella está basada en música tradicional bohemia, que Dvořák adoraba, más que ninguna otra sinfonía suya, seguramente. La sección de violonchelos dio inicio a la obra a través del famoso coral, hilvanando así el Allegro con brio inicial. Dejando de lado que la interpretación gustase más a unos que a otros, la sección defendió el pasaje con solemnidad. Pudimos disfrutar de la gran protagonista del movimiento (y de toda la sinfonía): la flauta, dulce y brillante. Recordando al canto de los pájaros, dio entrada al tema principal, reflejando ese carácter pastoral mediante trinos. Otras frases del estilo coral del inicio aparecieron también en el Adagio, y al igual que en el comienzo, se alternan en un contraste entre los modos mayor y menor. Fue en el tercer movimiento Allegretto grazioso, donde el conjunto nos acercó al baile de una manera airosamente nostálgica (sobre todo por la afamada melodía interpretada por la cuerda). En la interpretación de la sinfonía pudimos observar a una orquesta que mejora, y que pausar la sinfonía para revisar la afinación deja entrever que en los pequeños detalles está la diferencia. Cabe elogiar el camuflaje y la gracia con que Liebreich recogió de entre los cellos y las violas su batuta huidiza.

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