El pianista, “protegido” -según dicen- de Martha Argerich, interpretó en el Palau de les Arts un profundo Rachmaninov. Este compositor ruso, como sabemos, era propenso a la depresión. Pero también era un animal social, una persona a la que le gustaba asistir a las cenas de Hollywood y que se sumaba a las bromas y los chismes, eso sí, siempre y cuando el idioma fuera el ruso y la bebida el vodka. Esta dualidad la pudimos encontrar en la interpretación de Babayan.
El primer tema de su amplio primer tiempo, Allegro ma non tanto, fue hermosamente interpretado por el pianista. Este tema con tintes “eslavos” fue acompañado por un precioso lirismo por parte de la orquesta, que colaboró en su desarrollo tímbrico, dinámico y expresivo a lo largo del movimiento. La interpretación del Intermezzo adoptó un carácter más íntimo, expresivo y quizás no tan apasionado, aunque con la robusta y enérgica entrada del pianista, quedó patente su pertenencia a la escuela de San Petersburgo. La orquesta efectuó un attacca que condujo de una manera muy adecuada y precisa al Finale. Posiblemente este fue el movimiento que más entusiasmó al público – repleto de jóvenes estudiantes junto a reconocidos profesores-. A pesar de algunos desajustes de afinación en los metales, los vientos en general estuvieron óptimos. Cabe apreciar la encomiable flexibilidad que mostró la orquesta a la hora de adaptar su interpretación tanto al solista como al director, y la gran masa en la que se convirtió casi al final de la obra gracias a una sección de cuerdas que derrochó pasión. Babayan demostró, en su honda interpretación, ser un pianista astuto, “gato viejo”, con una seguridad desbordante, capaz de dotar de tormento y profundidad a los graves. La exquisitez y suavidad con que interpretó el tema de las variaciones “Goldberg” de Bach consiguieron abstraer tanto al público como a algunos profesores de la orquesta, que incluso cerraron los ojos para sumergirse en su música antes de decirle adiós.
La Sinfonía fantástica de Hector Berlioz completó el programa. Considerada como la inauguración del género programático (y no poemático…), fue de las primeras obras -si no la primera- genuinamente romántica, y sirvió como antesala a la modernidad por los recursos que utiliza. Los instrumentistas de la orquesta valenciana realizaron una reluciente labor, bien conjuntados para reproducir expresivos y diferenciados planos sonoros. La sección de metales y la cuerda grave brillaron con un perfecto sonido. De su segundo movimiento, de una construcción sinfónica modélica, cabría destacar la fulgurante coda donde los arpegios del arpa dieron a este instrumento un relieve casi de solista. Pero el verdadero paradigma de orquestación se da en su cuarto movimiento, Marcha al cadalso. La percusión, con esos reiterativos redobles de caja, dejó paso a la cuerda, donde violonchelos y contrabajos reprodujeron con rudeza un sonido de ultratumba. Todo esto, junto a la fanfarria de unos afinadísimos metales, a la melodía fija de las maderas -expuesta de manera excelente por el clarinete de José Vicente Herrera y acompañada por la energía del fagotista Juan Sapiña-. fue lo que hizo que este fuese realmente el movimiento que logró impresionar a la audiencia. La sinfonía llegaba a su fin gracias a unos trombones caricaturescos, y a esos toques de campana de carácter lúgubre y funerario, que se mezclan con los sonidos del “Dies Irae”.
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