
Alexander Liebreich. Foto Live Music Valencia
El pasado jueves 15 de diciembre el Palau de Les Arts se deleitó con la energía, el virtuosismo y la entrega absoluta del violonchelista Pablo Ferrández.
Nacido en Madrid y formado en la Escuela Superior de Música Reina Sofía, el violonchelista Pablo Ferrández acaba de ser distinguido como el Mejor Artísta Joven por su disco “Reflections” en los premios alemanes Opusklassik.
Ser el primer español premiado en el XV International Tchaikovsky Competition es solo uno de sus muchos éxitos, y es que ha sido galardonado con el Premio Princesa de Girona 2018 o el ICMA al “Joven Artista del Año”. A pesar de su juventud, resulta difícil enumerar aquí su gran recorrido como solista internacional: ha debutado ya con grandes orquestas estadounidenses como la Filarmónica de Los Ángeles, ha colaborado con grandes solistas como Anne-Sophie Mutter y su agenda está a rebosar de futuros compromisos con orquestas de todo el mundo.
La programación para el concierto de este miércoles fue, cuanto menos, curiosa. Variopinta y dispar. El concierto dio comienzo con Impresiones de la huerta valenciana, del compositor valenciano Francisco Cuesta. Compositor enclavado dentro del nacionalismo musical valenciano, se percibe en su música un impulso innovador. La obra, estrenada en 1917, fue compuesta inicialmente para orquesta de cámara. La elegante interpretación de la orquesta hizo alarde del folclore local mediante el uso de ornamentaciones que recordaban a veces al estilo de canciones tradicionales valencianas, como las albaes. A pesar de algunos desajustes en algunos pizzicatos -posiblemente fruto del directo y de la no demasiado ideal acústica de la sala-, las cuerdas de la orquesta nos introdujeron un bocado de lo que fue un concierto versátil y entretenido.
Sin duda alguna el reclamo de la noche fue el solista invitado, el violonchelista Pablo Ferrández. El auditorio estaba más lleno que de costumbre. A la cita acudieron numerosos profesionales, profesores y estudiantes, todos ellos ansiosos por escuchar a uno de los más importantes blasones del violonchelo interpretando uno de los conciertos de mayor envergadura que se ha escrito para este instrumento: el Concierto nº1 para violonchelo y orquesta en do mayor, Hob. VII B1, de Joseph Haydn.
El primer movimiento, Moderato, se inició con una orquesta galante y enérgica. El solista hizo una entrada impetuosa, con una energía triunfal y un lirismo que parecía jugar con el violonchelo. Fue un inicio tan impresionante que nos recordó a algunas de las aperturas de las primeras sinfonías del compositor. El público pudo apreciar la espléndida técnica del cellista, que hizo alarde de dinámicas súbitas en ocasiones e imprimió de musicalidad los nítidos pasajes más técnicos. En los fragmentos en modo menor, pudimos ver a un cello más trágico, grave e intenso, quizás por el registro que se empleaba. La cadencia de este primer movimiento, compuesta por el propio Ferrández, terminó de una manera bastante peculiar, y es que contó con la colaboración del líder de violonchelos de la orquesta, Mariano García. Este último irrumpió al final de la cadencia con un trino que anticipó los acordes finales del solista, facilitando así la entrada de la orquesta. Al finalizar este primer movimiento, gran parte del público rompió en aplausos, incapaces de contenerse tras la brillante interpretación del solista.
El inicio del segundo movimiento, Adagio, fue de una delicadeza exquisita, y es que el sonido del cellista se enhebró con el del resto de la orquesta como si de un fino hilo se tratara. La interpretación de Ferrández destacó por su sensibilidad durante todo el movimiento mediante frases más largas dotadas de una profunda musicalidad. La cadencia de este movimiento, con un carácter más melancólico, creó un ambiente más íntimo y, quizás, minimalista. La orquesta estuvo impecable durante todo el acompañamiento, más presente e intensa en las fórmulas cadenciales.
El tercer y último movimiento, Allegro Molto, causó una gran impresión por la velocidad con la que se interpretó, colorista y alegre, marcando un acusado contraste con el precedente. La orquesta se presentó más enérgica, técnica y metronómica, y Ferrández se mostró en su faceta más virtuosística, resolviendo con soltura los pasajes más difíciles. Con un lucimiento absoluto en los agudos, y sin perder la brillantez que el movimiento exigía, dotó de potencia la partitura de Haydn, cerrando la obra de manera espectacular. El concierto fue, sin duda, una demostración de maestría, una entrega absoluta.
La segunda parte se abrió con el Concierto para violonchelo y orquesta en do mayor, op.37 de Erich Wolfgang Korngold. El compositor acostumbraba a transfigurar la música que componía para el cine, utilizándola como material en sus obras concertantes. Esta obra es un buen ejemplo de ello, y es que su música proviene de la película “Deception” (1946), que fue protagonizada por Bette Davis, y contaba la historia entre una pianista y un violonchelista.
Contando ya con todas las secciones de la orquesta, en ella el solista mostró un registro grave muy potente, ancho y de un color oscuro. Se alternaron pasajes más frenéticos con otros más románticos como el primer fragmento lírico, con los que Ferrández cautivó al público. Las frases musicales con tintes de música ortodoxa y de bandas sonoras fueron un gancho ideal que atrapó la curiosidad de la audiencia hasta el final de este breve concierto en un solo movimiento, pero que mantiene un esquema tripartito propio de la tradición clásica. Se pudo palpar la pasión del solista a través de las amplias líneas melódicas. Cabe destacar el penetrante solo del flauta solista, Salavador Martínez, aportando a la obra un color más intimista. Los glissandos finales de la parte del cello, a modo de lamentos, junto con la intervención de los tres brillantes percusionistas de la orquesta, llevaron a la obra a su zenit.
Taras Bulba, de Leoš Janáček, fue la obra encargada de dar fin a este variado concierto. El compositor basó la obra en la historia de Nicolai Gogol, Taras Bulba, y la convirtió en una suite orquestal en tres movimientos. La obra muestra los acontecimientos que rodearon la muerte del líder militar cosaco. La Orquesta de València parece fluir libremente en la interpretación de esta Rapsodia para orquesta, pasando en gran medida a través de muchos estados de ánimo, colores y tonalidades, tal y como se aprecia en su inicio, en el que se van alternando y relevando los solos entre los diferentes solistas de la agrupación. Mención especial merecen las intervenciones de las campanas tubulares, de la mano de Lluís Osca, y del organista que llenó la sala, Arturo Barba. Pueden parecer una nimiedad, pero estas intervenciones reflejan ese rasgo de música nacionalista centroeuropea que tienen las obras de Janáček (sin poder enclavar su música dentro del nacionalismo musical). Destacar la incisiva energía con que la orquesta aborda el segundo movimiento, «la muerte de Ostap», así como la extraordinaria atmósfera que logra recrear en los otros dos movimientos, especialmente en «la muerte de Andri», con un espléndido solo de corno inglés interpretado por Juan Bautista Muñoz, expresivamente fraseado y apuntalado por unas poderosas cuerdas. No dejó indiferente la potencia con que trombones y tuba simularon las bombas de la historia de esta muerte, al igual que la sorpresa con que los platos irrumpieron por primera vez, asustando a más de uno…
La virtuosa técnica, la musicalidad y el arrollador carisma de Ferrández fueron una combinación tan impecable que no podía tener otro resultado que no fuera la entusiasta ovación del público, una asistencia tan agradecida que incluso aplaudió al técnico que le colocó su partitura. En definitiva, un concierto singular con una programación atípica, que sirvió para confirmar que Alenxander Liebreich lo está haciendo bien, muy bien, y que está siendo acogido como uno de los directores más queridos del público y de la propia formación, aunque parte de la audiencia siga abandonando la sala antes de que este les agradezca su asistencia.
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