Doce Notas

Duelo de Gustavos en la Deutsche Oper de Berlín

opinion  Duelo de Gustavos en la Deutsche Oper de Berlín

Muerte en Venecia. Un ballo in maschera/ Deutsche Oper de Berlín

¿Qué hay de estrictamente histórico y qué de inventiva añadida en las óperas de Verdi? El drama histórico, se nos presenta como un género tan resbaladizo como sugestivo, especialmente cuando el talento actúa como mediador. Un ballo in maschera no es una excepción, sino antes bien un ejemplo palmario de cómo un hecho real puede servir en bandeja el argumento a una ópera de intriga, traición y celos. Tras sucesivos libretistas, cambios de título, localización y la sombra de la censura siempre al acecho, no es de extrañar, no obstante, que la muletilla ‘basado en hechos reales’ suene ciertamente un poco forzada. Para al caso tanto da porque el resultado de la intervención de Verdi es, como casi siempre, excepcional, mejorando lo presente. Lo pudimos comprobar de nuevo en la versión de un Ballo que estos días se puede ver en la Deutsche Oper de Berlín.

Sorprende comprobar que una ópera emblemática como la que nos ocupa no se representó en la Deutsche Oper hasta 1993, si hacemos caso al programa de mano. Más aún, si tenemos en cuenta que en 1861, ya se había representado en el Liceu de Barcelona, sólo dos años después de su estreno mundial en el Teatro Apollo de Roma. Este otoño la mascarada que sirvió de audaz ardid para perpetrar en 1792 el magnicidio del monarca sueco Gustavo III ha vuelto al teatro de la Bismarkstraße.

Licencias y condimentos añadidos al margen, es evidente que el suceso mencionado, por sí solo, reunía suficientes alicientes dramáticos para que Verdi no desaprovechará la ocasión de rubricar otra partitura redonda. La presente producción bajo dirección musical de Nikolas Maximilian Nägele y escénica de Götz Friedrich hacen justicia al genio del compositor italiano y al libreto de Antonio Somma. Lo mismo se puede decir del trío vocal femenino compuesto por Tamara Wilson (Amelia), Elena Tsallagova (Oskar) y Ronnita Miller (la vidente Ulrika). No convenció tanto a nivel vocal Yosep Kang, en el papel del rey Gustav, adoleciendo de algunos momentos de una afinación no excesivamente nítida. Mucho más atinado y afinado estuvo su antagonista y homicida, el conde René, encomendado al barítono Thomas Lehman. Lehman y Wilson firmaron un emotivo final de la cuarta escena. Cuando Amelia implora a René, que le permita ver antes de morir a su hijo, y cuyo lamento (y él del cello solista que acompaña buenas partes del terrible episodio conyugal) logró despertar, en parte, la piedad de René y del público. Aunque no apagar su sed de venganza, para lo cual habría sido necesario no sólo un milagro vocal, sino un giro de 180 grados en el guión de Verdi y Somma.

Verdi domina los resortes dramatúrgicos de la acción como probablemente ningún otro operista y cualquier licencia o intromisión en el guión original, en la historiografía oficial es bienvenida, si quien la introduce es el maestro de Busseto o alguno de sus fieles libretistas. Como reza el adagio italiano y nunca mejor dicho: Si no en vero é ben trovato. O parafraseando a Verdi en una carta a Clara Maffei datada en 1876: “Copiar la verdad puede ser acertado, pero inventar la verdad es mejor, mucho mejor”.

Como decimos, el rey Gustavo no logró conquistarnos, pero el trío de voces femeninas sobrecogió en no pocos momentos al espectador, que bien atento sigue la intriga palaciega bien condimentada con acertijos, quiromancias, premoniciones, infidelidades, anonimatos, traiciones y remordimientos. No le falta pues nada a la escena final, que desemboca en el fasto palaciego que da nombre a la ópera.

El final de la tercera escena bien pudiera servir de magistral final a la ópera, pero de ser así no podría haberse titulado Un ballo in Mascchera, porque hay que esperar al famoso baile de máscaras del acto tercero para asistir al magnicidio del monarca sueco, que a fin de cuentas es el móvil del drama musical.

La maestría de Verdi reside en ocasiones en sorprender al oyente, que, sumergido ya en la trama, cree prever en que derivará todo y se rinde a la evidencia del desenlace. En ocasiones, no obstante, Verdi desconcierta y trastoca al oyente. Así ocurre al final del tercer cuadro, en lugar de resolver la máxima tensión escénica- cementerio a medianoche, encuentro furtivo de amantes, la disidencia antimonárquica maquinando contra el rey- con artillería pirotécnica, Verdi opta por una salida contemporizadora y jocosa. Escuchamos un coro que se mofa del (presunto) adulterio de la mujer de René con su mejor amigo, el rey Gustavo. Esa doble traición – amical y conyugal – en lugar de dar pie a una irrupción de ira instrumental en el foso, se torna en sonrisa sardónica del coro. El pueblo, a veces tan cruel, no se lo piensa cuando se trata de denigrar al débil o a la víctima. Verdi compone un coro cargado de sarcasmo y mala inquina. Otra vuelta de tuerca. El episodio de intriga da paso a un motivo, a un número cómico, en el sentido literal de la palabra.

Parece como si la propia raíz de esta música coral surgiera de una maliciosa y malintencionada carcajada lanzada al aire que el coro recoge y con escarnio repite, subrayando esas palabras tan clarividentes: “la tragedia mudó en comedia”. Como si esa música, súbitamente alegre, pudiera refrenar la intriga y el inminente y desgarrador instante que se avecina. Verdi sabe insertar música alegre cuando uno menos se lo espera, como diciendo a todos los espectadores, en el fondo todos somos mortales, todos somos débiles, susceptibles de obrar como verdaderos miserables. Relativizando ese ardor romántico de otros pasajes, para convertir las miserias y bajezas humanas en nuestro común denominador. En lo que, nos disguste más o menos, forma también parte de nuestra naturaleza humana. Como no pensar en una situación así en la escena final de Falstaff, que corona y cierra la obra operística del compositor.

Del tremendo escalofrío a la carcajada sardónica apenas median unos pocos compases. Y como sabemos, la risa es el mejor antídoto contra el pavor. La jocosidad de esta sonrisa sardónica colectiva elevada por el coro de la Deutsche Oper nos sirve de exquisita válvula de escape. Una escapada que durará poco, porque en la inmediata cuarta escena, cuando René reprende duramente a su esposa (supuestamente) adúltera hasta el punto de casi asesinarla en el acto, escuchamos al chelo (antes, en la escena anterior, sonó el corno inglés). El chelo y la voz de Amelia pidiendo clemencia se erigen en los protagonistas del cuarto cuadro con el que se cierra el segundo acto. Para entonces, la exquisita declamación de Tamara Wilson nos ha hecho casi olvidar el chascarrillo jocoso, que hasta hace nada aún resonaba, alejándose del camposanto.

Una sonrisa, que, por malintencionada y pérfida, sigue siendo sonrisa, a fin de cuentas, confirmando por enésima esa ligereza verdiana verosímil para asomarse al abismo y salir victorioso de la afrenta. En apenas un cuarto de hora hemos pasado de la tensión a la burla y de la burla a un episodio de celos, traición y violencia doméstica, donde Verdi también es maestro. Saber subir revoluciones y rebajarlas, he aquí el verdadero talento del operista italiano y su innata audacia y genio musical para mantener a través de las notas la tensión narrativa.

Muerte en Venecia. Gustav von Aschenbach, según Britten

De la mascarada nórdica vista por un latino, léase Un ballo in Maschera, a la capital de las máscaras por excelencia, vista por un nórdico, léase Muerte en Venecia de Thomas Mann. Con un intervalo de poco más de 36 horas se podían escuchar en la Deutsche Oper estas dos producciones, ambas con dos Gustavos en los roles protagonistas, eso sí, bien diferenciados el uno del otro. En este último caso habría que hablar no tanto de la visión de Mann, como de la de Benjamin Britten. A finales de noviembre, mientras el Lido se recuperaba de su aqua alta, el público berlinés pudo sumergirse en la Venecia enferma y decrépita de Mann y la música que para la misma concibió el compositor británico. La ópera sirvió a su vez para dar a conocer por primera vez al público de la Deutsche Oper la voz del tenor Ian Bostridge, gran especialista a la sazón del repertorio britteniano.

Servidor se confiesa desconocedor de la partitura de Britten, pero debo admitir que su primera audición, cuando menos en lo que a la segunda parte respecta, la que pude escuchar íntegramente, no me entusiasmó. A diferencia del público, que aplaudió a rabiar, al cuarteto vocal masculino, que encabeza el elenco. Aplausos más que merecidos a Bostridge, que se desfonda en el escenario y no tanto en tanto en su melodismo, sino más bien en los largos ‘recitativos’, si se me permite llamarlos así, en los que se intenta trascender la densa prosa del escritor hanseático.

Si bien reconozco que hay pasajes de en Peter Grimes de gran belleza lírica, el permanente Sprechgesang de Muerte en Venecia frustró algunas de mis expectativas fundadas en torno a la ópera de Britten. Actoralmente Bostridge está también inmenso, pero habría preferido otra partitura más amena para escuchar por primera vez al tenor en directo. Los pasajes brittenianos no suenan precisamente ni a Schubert ni a Purcell.

La producción, desconozco si siguiendo las indicaciones de compositor y libretista (Myfanwy Piper), integran en la escena algunos números de música camerística. De hecho, hay un piano que preside todo el segundo acto y que suena en no pocas ocasiones. La escenografía que vimos en la Deutsche Oper resulta también atractiva y sugerente, con ese espejo en escorzo y un inmenso ramo de flores marchitas como metáfora de toda la obra y de la decadente ciudad, afectada por una plaga que tienta y acaba absorbiendo al propio Gustav von Aschenbach. Una plaga, que la prosa de Mann parece no limitarla a lo bacteriológico, como si de algún modo también vaticinara el enrarecido, tóxico, ambiente en la sociedad contemporánea.

El segundo Gustav del fin de semana berlinés, encarnado por Bostridge, fue lo mejor de la producción berlinesa de Muerte en Venecia con dirección musical Markus Stenz. La coreografía y la disposición de figurantes no me agradó. Y no tanto por la fijación homo erótica, a la que tanto se presta el referente literario, y de la que también tanto se abusa, como por la falta claridad y ciertas incongruencias temporales, a las que uno no les ve justificación alguna. Así, mientras Aschenbach y familia van vestidos de época, los adolescentes hacia los que el protagonista intenta evadir la mirada, no siempre consiguiéndolo, van caracterizados de efebos millenials con camisetas casuals y los imprescindibles auriculares inalámbricos. Demasiadas extravagancias para un texto, el de Mann, que ya de por sí se las trae, como para que el espectador, además de perseguir subtítulos, tenga que intentar dilucidar qué demonios quiere explicarnos el regista.

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